lunes, 6 de julio de 2020

La Virgen del Mar en la Historia de Nuestra Salvación (IV)


Me parece que no se puede hablar hoy de la Virgen sin comenzar  recordando  aquellas  palabras  capitales  en las  que el  Concilio Vaticano II  recuerda  cómo  debe  ser una verdadera  devoción católica a María.

Por todo eso volveremos siempre a Ti, oh Madre Virgen del Mar. Porque Tú eres el más hondo sentir de nuestro pueblo y de nuestra Iglesia. Porque Tú eres el orgullo de nuestra querida Almería.
Compruebo, cada año, los frutos que diariamente recogemos a manos llenas de la Santísima Virgen del Mar, fruto de la búsqueda incesante, actitud propia del cristiano, que siempre está en camino hacia Ella.
Y esto se llama valentía, la valentía; una actitud muy propia de los jóvenes: la disputa para conseguir el primer puesto en la vida. A ellos les digo hoy especialmente y les invito a reflexionar para que conecten de nuevo con los orígenes apostólicos de nuestra tradición cristiana que constituye la identidad del pueblo católico como un estilo de vida, que refleje y se manifieste en el amor como clave de la existencia humana y que potencie los valores de la persona, para comprometerla en la solución de los problemas humanos de nuestro tiempo. Una vez más los jóvenes son los que tienen que recibir la antorcha de nuestras manos cuando estamos en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Son ellos los que, recogiendo lo mejor de nuestro ejemplo y enseñanzas, van a formar la sociedad del mañana y la hermandad del futuro.
No estamos preocupados porque la sociedad que vais a constituir respetará la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, porque esas personas sois vosotros.
San Marino, repetía a sus monjes, y hoy os lo digo yo a vosotros, jóvenes de Almería, Sevilla, Barcelona, Madrid y del mundo: Quien no se lanza mar adentro nada sabe del azul profundo del agua. Ni del hervor de las aguas que bullen.
Nada sabe de las noches tranquilas cuando el navío avanza dejando una estela de silencio.
Nada sabe de la alegría de quedarse sin amarras, apoyado solo en Dios, más seguro que el mismo océano. Virgen Madre de las vocaciones, toca el corazón de nuestros jóvenes para que descubran a Cristo y se entreguen a Él. Hazles generosos, puros, trabajadores, hombres y mujeres de fe. Danos una juventud nueva, santos nuevos, como quiere el Papa, para que sigas eligiendo entre ellos almas valientes que te sigan de cerca en el sacerdocio, en las misiones, en la vida contemplativa…
Madre del SÍ, hazles saborear la alegría de la entrega, la grandeza del amor generoso y la necesidad que tiene el mundo y la Iglesia de jóvenes santos. Los laicos tenemos una vocación que seguir, pero también tenemos algo que cumplir: una misión que llevar a cabo. Y, centrando todo esto, lo tenemos que hacer tanto dentro de la Iglesia católica como en el mundo porque no se entiende que no exista unidad de vida entre lo que se dice ser y lo que, en el mundo, se hace y dice. Y no es poco lo que dice: tratar de ser santos, no perder la oración como instrumento espiritual de primer orden, mantener un camino de fe que no debemos dejar y, en fin, tener en cuenta en nuestra vida a personas que nos pueden echar una mano muy grande en el recorrido de nuestro camino hacia el definitivo Reino de Dios. Es decir crear y vivir en hermandad.
A todo esto la Virgen del Mar le llama a ayudar a bien vivir, es decir, hacer el bien a manos llenas. La Virgen del Mar nos hace señales. Ella adivina nuestros miedos, pero penetra en nuestra afectividad con sus sentimientos tan lúcidos y a la vez tan misericordiosos.
En nuestra sociedad actual es necesario que el servicio de la Iglesia al mundo se exprese mediante fieles laicos iluminados, capaces de actuar dentro de la ciudad del hombre, con la voluntad de servir más allá del interés privado, más allá de puntos de vista parciales y particulares. El bien común es más importante que el bien de cada uno y los cristianos estamos también llamados a contribuir al nacimiento de una nueva ética pública.
Igualmente me siento impulsado a reflexionar en voz alta confesando una fe que vivo con amor y a expresar, de algún modo, las razones de la devoción entrañable que los almerienses dedicamos con especial veneración a nuestra Patrona la Santísima Virgen del Mar. La religiosidad popular que no se apaga y su figura son referencias elocuentes para la espiritualidad cristiana y que, concretamente en Almería, en Sevilla, en Barcelona y en Madrid, la seguimos contemplando gozosamente y su Purísima imagen la ubicamos en la historia de nuestra salvación. María es miembro eminente de la Iglesia. Ella escuchó atentamente la palabra del Hijo, meditó con amor sobre su contenido, lo asumió y lo puso en prácticas y vino a ser tierra buena donde agarró y creció el proyecto de Dios.
María es “la llena de Gracia”, la mujer donde la mirada benevolente de Dios se ha manifestado de modo especial, y la discípula más fiel de Jesús. Habiendo vivido de forma tan singular esa proximidad de Dios y la sintonía con el Hijo, la Virgen merece una veneración especialísima. Una fe madura no puede olvidar esta referencia.
Y continuando con la devoción, me parece que no se puede hablar hoy de la Virgen sin comenzar recordando aquellas palabras capitales en las que el Concilio Vaticano II recuerda cómo debe ser una verdadera devoción católica a María. “Recuerden los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un estéril y transitorio sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos inclina a un amor filial hacia nuestra madre y a la imitación de sus virtudes” Creo que no se puede decir más en menos palabras. Y empieza el Concilio recordándonos, en primer lugar, lo que la devoción mariana no es, porque demasiada gente usa a la Virgen como un recurso emotivo, como un refugio sentimental, como un recuerdo infantil. La ternura es buena, buenas son las flores y las velas, pero siempre que no se quede todo ahí, siempre que la devoción no se reduzca a un estéril y transitorio sentimentalismo que afecta solo al corazón, pero no influye en la vida.
Explica luego el Concilio qué es la devoción mariana y señala tres aspectos fundamentales: algo que brota de la fe, que conduce al amor y produce la imitación de las virtudes. Tres aspectos fundamentales e imprescindibles.
La devoción mariana surge de la fe y es por tanto inseparable de Cristo. La grandeza de María viene de su relación con Jesús.
No es una diosa independiente. Es la madre del Salvador. Y mal se podría creer en María si no se creyera en serio en la salvación que a nosotros y a Ella nos llega de Jesús.
Esta fe conduce al amor. Nosotros queremos a la Virgen y la queremos tierna y apasionadamente, como se quiere, sin metáforas, a una verdadera madre. Ella no solo ayuda a engendrarnos en la gracia, sino que sigue engendrándonos en ella con su amor maternal.
María es el modelo de fe más grande que conocemos. Ella fue “feliz por haber creído”, aunque su vida fue un continuo caminar por el “claroscuro” de la fe. Su fe fue puesta a prueba muchas veces. Pero Ella se mantuvo firme, y su fe no la defraudó. Que Ella nos alcance la gracia de redescubrir y renovar el tesoro de nuestra fe, para que así experimentaremos también la felicidad de creer en un Dios que es Amor y que solo nos pide la apertura suficiente para dejarnos encontrar.
Ese amor se manifiesta en la imitación de sus virtudes. Esta es la verdadera piedra de toque de la devoción mariana. Porque de nada nos serviría visitar sus santuarios, rezarle rosarios, encenderle velas, hacerle promesas, llevarle flores, si no terminamos por parecernos a Ella.
Debemos preguntarnos en qué nos parecemos a Ella. Porque - como dijo Pablo VI- “es natural que los hijos tengan los mismos sentimientos que sus madres y reflejen sus méritos y virtudes”.


Miguel Iborra Viciana

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