La voz y las voces, introducción al capítulo
Animaba el Papa Benedicto, XVI
en la J.M.J. " Os invito a todos a contemplar la experiencia de San Agustin,
quien decia que el corazón de toda persona está inquieto hasta que halla lo que
verdaderamente busca; y él descubrió que solo Jesucristo era la respuesta
satisfactoria al deseo, suyo y de todo hombre de una vida feliz, llena de
significado y de valor".
Al igual que otros profetas, Jeremías es
impulsado por Dios a denunciar a su pueblo, el Israel de la alianza, el Israel
elegido y llamado a ser el torrente por el que todas las naciones serán bañadas
con las bendiciones divinas, el Israel en cuyo seno habrá de nacer el Mesías,
fundamento y razón de ser de nuestra inmortalidad (Jn 11,25-26).
Israel, “la
niña de los ojos de Dios” (Dt 32,10), se cansa de Él. Sus sentidos necesitan
ver, oír y tocar a su Dios, de la misma forma que los demás pueblos ven, oyen y
tocan a sus dioses. A esto hay que añadir que ya no son esclavos de nadie, han
prosperado, son ricos y fuertes, en fin, todo un conjunto de realidades que les
llevan a la conclusión de que pueden perfectamente prescindir de Dios. El
pueblo santo pasa así a una apostasía si no teórica, sí práctica.
Israel se
aparta, da la espalda a Dios, a pesar de lo cual sigue siendo la niña de sus
ojos. Por ello, porque “su ternura es inagotable (Jr 31,20b), le envía profetas
para recordarle su prodigiosa historia de salvación que le haga tomar
conciencia de quién es, y que su desarrollo y prosperidad han sido posibles
gracias a su Dios, ése que, si bien no es visible a sus ojos, nunca ha dejado de
estar a su lado.
Jeremías, que
expresa como nadie la ternura y también la misericordia de Dios para con su
pueblo, y en él a todos y cada uno de los hombres, denuncia la apostasía de
Israel en términos tan claros como inequívocos; no hay asomo de ambigüedad en
su hablar, aunque, y bien que lo sabe, le causará todo tipo de rechazo e
incluso persecución.
Sin embargo,
junto con la denuncia, Dios pone en su boca promesas que vienen en ayuda de la
debilidad de estos hombres. Escuchemos una de ellas profetizada justamente
después de haber denunciado la apostasía práctica del pueblo santo: “Volved,
hijos apóstatas, dice el Señor, porque yo soy vuestro Señor. Os iré recogiendo
uno a uno de cada ciudad… Os pondré pastores según mi corazón que os den pasto
de conocimiento y sabiduría” (Jr 3,14-15).
No nos cuesta
ningún esfuerzo reconocer en Jesucristo al Buen Pastor por excelencia según el
corazón de Dios, anunciado por Jeremías. Él es quien escribirá la Palabra en el corazón del
hombre llenándolo del sabio conocimiento de Dios (Jr 31,33-34). Él será quien
dará a conocer a sus discípulos los misterios del Reino de los Cielos,
expresión bíblica que en realidad significa los Misterios de Dios: “A vosotros
se os ha dado a conocer el misterio del Reino de los Cielos” (Mt 13,11).
Siguiendo
adelante en esta misma cita bíblica y en el mismo contexto, Jesús hace mención
de la palabra del Reino (Mt 13,19) en una referencia inequívoca a la Palabra de Dios. Él es el
Buen Pastor que, con su palabra, introduce a los suyos en el Misterio de Dios,
introducción que, como nos dice Marcos, es llevada a cabo en la intimidad como quien confía un
secreto: “Y les anunciaba la
Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían
entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo
explicaba todo en privado” (Mc 4,33-34).
Creo que no
hemos tenido ninguna dificultad en reconocer a Jesucristo como el Pastor según
el corazón de Dios profetizado por Jeremías. La cuestión es que el profeta nos
habla de pastores en plural. Pastores según el corazón de Dios que sientan el
crujir de las telas de sus entrañas ante las inmensas multitudes que vagan por
el mundo entero, vejadas y abatidas porque no tienen quien alimente sus almas
(Mt 9,36).
El salto que se
nos pide a los hombres para pastorear así, según el corazón y la misericordia
de Dios, es una quimera, una utopía, se nos pide un imposible. Bueno, para eso
está Dios y para eso se encarnó, se hizo Emmanuel, para que fuésemos testigos
de la viabilidad de aquello que consideramos, con justo criterio, inviable,
imposible. De hecho, un hombre de fe es alguien que acumula muchos imposibles
en su vida y que Dios ha hecho posibles.
Una vez
resucitado, Jesús, el que somete toda utopía, se encuentra con los suyos, con
sus discípulos. Nos deleitamos en uno de esos encuentros, el que tuvo con Pedro
después de la pesca milagrosa. Conocemos las líneas maestras de la conversación
que mantuvo con él: Pedro, ¿me amas? –Señor, sabes que sí. – ¡Apacienta mis
ovejas!- Así por tres veces.
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