No busco mi voluntad. Preámbulo al título
" Queridos jóvenes es Él quien os busca, aún antes de que vosotros lo busquéis. Respetando plenamente vuestra libertad, se acerca a cada uno de vosotros y se presenta como la respuesta auténtica y decisiva a ese anhelo que anida en vuestro ser, al deseo de una vida que vale la pena ser vivida. Dejad que os tome de la mano. Dejad que entre cada vez más como amigo y compañero de camino . Ofrecedle vuestra confianza, nunca os desilusionará" (Benedicto, XVI) .
NO BUSCO MI VOLUNTAD
Los
personajes que hemos citado a lo largo de este texto –David, Job y Jeremías-
son, al igual que las grandes figuras del Antiguo Testamento, iconos que
profetizan y preanuncian el Icono por excelencia, Aquel cuyo corazón fue uno
con el corazón de su Padre: Jesucristo.
De Él sí que
se puede decir que nunca aspiró a otra libertad, sea de palabra o de obra, que
la de identificarse con su Padre. No hubo dos voluntades, la del Padre y la del
Hijo, sino una sola. Jesús no se siente infravalorado por hacer la voluntad de
Otro. Es su gala y su orgullo y nos lo hace saber abiertamente: “Yo no puedo
hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; –al Padre- y mi juicio es
justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn
5,30).
En su
obediencia al Padre y como consecuencia natural a la misión por el Él confiada,
se va moldeando en su naturaleza humana un corazón disponible. Recordemos al
autor de la carta a los Hebreos: “Jesús aprendió sufriendo a obedecer” (Hb
5,8). Jesús tiene un corazón humano en total comunión con el del Padre; sólo
con su obediencia es posible tal identificación. Jesús, el Señor, es el Buen
Pastor por excelencia según el corazón de Dios anunciado por los profetas. En
Él confluyen dos voluntades, mejor dicho, dos corazones: el suyo y el de quien
le envía; digamos que el Enviado y el Dueño
de la mies tienen un solo corazón, el amor los ha fusionado.
El Padre ama
al Hijo, bien lo sabe Él en lo más profundo de su ser aun cuando su vida está
en juego a causa de su obediencia: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi
vida, para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17). Por su parte, Jesús ama al Padre,
lo ama en la más radical totalidad, lo ama como Hijo y como Enviado. Por amor
es capaz de someterse al poder del mal, personificado en el Príncipe de este
mundo. Se someterá para que quede bien claro ante el mundo entero quién tiene
la última palabra acerca de su vida y la de todo hombre: Si el Príncipe de este
mundo o Dios, su Padre. Dará este paso trascendental como broche de oro de toda
una vida y misión que testifica que su amor al Padre no es sólo de palabra sino
también de obra. Oigamos su confesión, justo a las puertas de su pasión, de este amor único e incondicional: “…llega
el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el
mundo que amo al Padre y que obro según su voluntad” (Jn 14,30-31).
Amor de
comunión, amor de palabras y obras el de Jesús. Amor donde no se sabe dónde
termina un corazón, el del Hijo, y dónde empieza otro, el del Padre. Amor que
pone en evidencia tantos falsos amores entre los hombres y Dios; falsedad que
el profeta Oseas denunció explícitamente: “¡Vuestro amor es como nube mañanera,
como rocío matinal, que pasa!” (Os 6,4b).
Amor volátil
a Dios, e incluso perverso, que los profetas denunciaron repetidamente y acerca
del cual Jesús se pronunció parafraseando a Isaías: “Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15,8). ¿Cómo pretender tener
un corazón según el corazón de Dios, con
esta lejanía? Una distancia bien establecida que hace entrever un Dios molesto
a quien hay que tener alejado, porque no nos permite vivir nuestra vida en paz.
Recordemos lo que decían estos israelitas a los profetas que les llamaban a
conversión: “Apartaos del camino, desviaos de la ruta, dejadnos en paz del
Santo de Israel” (Is 30,11).
Jesús, el
Hijo, el que con su obediencia se dejó modelar por el Padre, a quien le
permitió hacer hasta que su corazón llegó a ser según el suyo, tiene el poder
recibido de Él para modelar el corazón de los discípulos, de forma que también
en ellos se cumpla la promesa-profecía de Jeremías: “Os daré pastores según mi
corazón” (Jr 3,15).
Jesús es,
entonces, modelo y modelador. Las manos con las que hace su obra en sus
pastores son su Evangelio. Por supuesto que esta es una realidad que nos
sobrepasa. Tenemos la tentación de pensar que un buen pastor se hace a sí
mismo, como a sí mismo se hace un médico, un ingeniero, una juez… No, en
este caso es Dios quien hace por medio
de su Hijo, aunque también es necesario señalar que éste sólo actúa en quien se
deja hacer no pasiva sino amorosamente, confiadamente. En estas personas Jesús
deposita su Evangelio que, como dice Pablo, es operante (1Ts 2,13b). Es
justamente Jesús con su Evangelio quien más partido saca de todas las riquezas, intuiciones,
pulsaciones y metas de nuestro corazón.
Estremecedoras
hasta lo indecible nos parecen las palabras del Buen Pastor a su Padre acerca
de los futuros pastores que, sentados a su mesa, participan de la Última Cena:
“…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben
que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me
confiaste se las he confiado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido
verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn
17,6b-8).
Fijémonos
bien en lo que Jesús, acaba de susurrar a su Padre: “Las palabras que tú me has
confiado, aquellas por las que mi corazón es según el tuyo, yo, a mi vez, se
las confío a ellos para que, más allá de su debilidad, actúen en sus corazones
haciendo que lleguen a ser pastores según Tú y según Yo; según nuestro corazón:
el tuyo y el mío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario