Oh Jesús, Buen Pastor, acoge nuestra alabanza y agradecimiento, por todas las vocaciones que, mediante tu Espíritu, regalas contínuamente a tu Iglésia.
YO LES CAPACITARÉ
No, no hay
corazón que pueda soportar tanto amor. Parece como si éste librase una batalla
por su propia supervivencia, como si todo en su interior fuera a saltar en mil
pedazos. Detengámonos un poco e intentemos hacernos cargo del caos que se ha
desencadenado en las profundidades del apóstol. En realidad Jesús le está
ofreciendo el don de alimentar-apacentar
a sus ovejas tal y como el Buen Pastor, descrito por el salmista, las apacienta
(Sl 23).
Así es. Jesús,
al proponer a Pedro el pastoreo de sus ovejas, le está capacitando para
conducirlas a los verdes prados donde puedan alimentarse de la fresca hierba,
es decir, no de pan recalentado, sino de ese pan de cada día, aún caliente y
crujiente, recién salido del horno del Misterio de Dios. Bajo esta llamada,
Pedro será el buen pastor que hará de la Palabra un banquete en el que cada invitado será
ungido con perfumes por el anfitrión –Dios- y en el que la copa de la comunión
–el amor en el espíritu- rebosa, como profetiza el salmista. Un banquete en el
que todos somos Juan (Jn 13,25) con
nuestro oído recostado sobre el pecho de Dios, sede de su Sabiduría…, es decir,
a la escucha.
Apacienta mis ovejas. Por tres veces Jesús
confía esta misión a Pedro. Por tres veces el pescador rudo se estremece, sus
rodillas tiemblan como las de un adolescente que reprime sus emociones. Oigamos
el rumor interior de Pedro: ¡Jesús me confía sus ovejas, aquellas por las que
ha sido desfigurado en la cruz hasta morir! ¡Me confía lo que le ha costado
toda su sangre, su cuerpo y su dignidad…!
Pedro, sin
salir de su asombro, oye esta invitación. Siente que se dobla, como que
necesita una fuerza sobrehumana para tenerse en pie; no se atreve a decirle a
Jesús cuánto le ama, pues ni siquiera se considera digno de amarle. Sin
embargo, cada uno de sus temblores y estremecimientos le delatan. No sabe muy
bien por qué, pero adivina que sus negaciones se han perdido desdibujadas por
el cosmos inmensurable. Por supuesto que no entiende lo que está pasando…, lo
que sí intuye es que está limpio, sin pecado…; una sangre derramada le ha
purificado, ha borrado sus pecados sin dejar rastro de ellos, como siglos antes
había suplicado el rey David (Sl 51,3-4). Purificación que los cristianos
tenemos ante nuestros ojos cada vez que celebramos la Eucaristía : “…porque
ésta es mi sangre de la
Alianza , que es derramada por muchos para perdón de los
pecados” (Mt 26,28).
Pedro tiene ante sí al
que ha dado la vida por él y le ha hecho nacer de nuevo con su perdón
repitiéndole una y otra vez: ¿Me amas…? ¿Qué esperas para responder? ¡Quiero que seas mi boca, apacienta mis
ovejas!, dales mi Palabra, mi Evangelio. Mis ovejas se distinguen de todas las
demás por lo que comen, y también ellas distinguen mi Voz de la voz de los extraños (Jn 10,4-5).
Pues bien, ¡tú serás mi Voz!
Por primera vez
a lo largo de este encuentro, Pedro alzó sus ojos y los fijó en el Dios de los
dioses, el Señor de los señores. Por dos veces, con la cabeza gacha y como
avergonzado, apenas había alcanzado a susurrar: ¡Señor, tú sabes que te amo! En
esta tercera vez, y como he señalado, se atrevió a levantar su rostro hacia su
Señor. No se avergonzó de estar en presencia de su Maestro y Señor. Asiendo
fuertemente sus brazos, confesó: ¡Señor, sabes que te amo! Aquí me tienes no
con mis fuerzas sino con las tuyas, pues me has rescatado con tu amor, me has
hecho subir desde mis infiernos, y, por
supuesto que te amo. No te lo digo con mis palabras –bien conoce la criada de
Caifás el valor que ellas tienen- sino con las tuyas en mi corazón: tu
Evangelio. Jesús, viéndole ganado para la salvación del mundo, selló
definitivamente su propuesta: apacienta mis ovejas.
Este tú a tú
entre el Resucitado y el hombre rescatado marca un punto de inflexión, al
tiempo que abre una puerta a la
ininterrumpida generación de pastores según el corazón de Dios que nunca
faltarán en la
Iglesia. Pastores que recibirán de su Señor y Maestro el don
y la sabiduría para partir el pan de la Palabra y darlo como alimento a sus ovejas,
“cuyas almas viven porque la escuchan” (Is 55,3). Esta misión de los pastores
según el corazón de Dios, tan impresionante como bella, no termina ahí. Sabemos
que son pastores porque su Señor les enseña a partir la Palabra para darla como
alimento a su rebaño. Esto, con ser sublime, es insuficiente, falta otro paso
que también Dios les concede, y es el de enseñar a sus ovejas a partir la Palabra por sí mismas;
sólo así alcanzarán la mayoría de edad, es decir, la fe adulta.
Apacienta mis
ovejas. La propuesta-llamada de Jesús continúa recorriendo el mundo entero en
busca de pastores que alivien las heridas del hombre sin Dios, del hombre que
dio y da muerte a su esperanza porque su
arco existencial empieza y acaba en sí mismo. ¡Apacienta mis ovejas! He ahí la
voz que resuena insistentemente por el mundo entero. Bienaventurados los que oigan esta llamada y
comprendan que su aceptación “no es una renuncia sino una ganancia” (Flp
3,7-8).
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