Con María, que perseveró en la oración junto a los apóstoles, digamos al Señor:
Es la cercanía
al Señor Jesús, al Maestro, lo que forma el corazón de sus discípulos a imagen
del suyo, el Buen Pastor. Cercanía que se nos da a conocer explícita y
repetidamente a lo largo del Evangelio, como bien sabemos.
Hay con todo
un momento que podemos llamar crucial en
la predicación del Hijo de Dios en que esa cercanía es profunda y
manifiestamente reveladora; supone un desmarcarse del mundo por parte de los
discípulos a fin de entrar en la órbita del Maestro para ser formados por Él.
Me refiero a aquel día en el que Jesús subió al monte, se sentó y proclamó el
Sermón de la Montaña ,
catequesis que podríamos definir como el ADN del discipulado.
Mateo introduce
este discurso evangélico, tan magistral como sublime del Hijo de Dios, en estos
términos: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se
le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo…” (Mt 5,1-2).
Partamos con detenimiento este texto. Jesús
sube a un monte. Tengamos en cuenta la reminiscencia que tiene el monte en la
espiritualidad del pueblo santo. Se sienta a fin de comunicar las palabras que
el Padre pone en su boca (Jn 12,49). Abajo han quedado los que le acompañan,
toda una muchedumbre, explicita Mateo. Sin embargo, el evangelista especifica
que un grupo de entre la multitud –sus discípulos- se le acercaron.
De esta
cercanía, a fin de que su corazón sea moldeado por el Buen Pastor, es de la que
estamos hablando. Acercarse, en la espiritualidad bíblica, no se reduce
simplemente a una proximidad física, sino que apunta a una realidad mucho más
profunda. Es un aproximarse para escuchar con atención, un ir al Evangelio del
Señor con el oído abierto. Isaías nos hace saber que uno de los signos
distintivos del Mesías es el de tener el oído abierto a Dios (Is 50,4). Esa es
la razón por la que tendrá un corazón según el suyo: corazón de Pastor.
Es en esta
dimensión que hemos de entender a todas aquellas personas que, a lo largo de la
historia, han llegado a ser pastores según el corazón del Señor que los llamó.
Se han desmarcado de la muchedumbre a fin de acoplar su oído y su corazón –son
inseparables- al Evangelio. Se han separado de los hombres a fin de dejar que
el Hijo de Dios cree en ellos un corazón según el suyo para, a continuación,
enviarlos de nuevo a su encuentro, a la
inmensa e ingente muchedumbre del mundo entero. “…y les dijo: Id por todo el
mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).
Volvemos nuestros pasos al Sermón de la Montaña. Habíamos
dejado al Hijo de Dios sentado y en actitud de enseñar a los discípulos que,
habiendo salido de la multitud, se habían acercado a Él. Por supuesto que,
hablando de discípulos, trascendemos el grupo de los doce y vemos en un
instante eterno y supraespacial la fila interminable de hombres y mujeres
sedientos de Trascendencia, que hicieron de su vida una apasionada búsqueda de
Dios. Así como nos es fácil imaginar al andariego acercar con ansia y gozo sus
labios resecos a la fuente que encuentra en su caminar, vemos también a estos
hombres y mujeres allegarse con sus oídos y sus corazones –aburridos de toda
rutina- a las palabras de vida que fluyen de la boca de su Señor: “Las palabras
que os he dicho son espíritu y son vida” (Jn 6,63b).
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