La salvación de la
humanidad es obra de Dios por medio de hombres. El Hijo de Dios se hizo hombre
y, con su vida consagrada a hacer la voluntad de Dios por amor, ha conseguido
la salvación para todos. Y ha querido que los hombres continuaran su obra,
ofreciendo su salvación a todos sus hermanos. Hoy la palabra de Dios nos
recuerda que ser cristiano es ser apóstol.
Primera lectura (vocación
de Isaías) y Evangelio (vocación de Pedro) coinciden en presentar las
características fundamentales del apóstol: una persona que tiene una doble
experiencia, experiencia de la grandeza de Dios y experiencia de la propia
pobreza; con esta doble experiencia está en condiciones de recibir y aceptar la
vocación, pues la va a realizar apoyado en la fuerza de Dios, no en la propia.
Isaías experimenta en una visión la grandeza de Dios santísimo y junto con ella
experimenta su pobreza como criatura, indigna de estar en la presencia de Dios.
Dios lo purifica, lo fortalece y lo envía. Igualmente, Simón experimenta el
poder de la palabra de Dios, en cuyo nombre echó las redes y, junto a ella, su
pobreza y debilidad. Entonces Jesús le invita a no temer y lo envía como
pescador de hombres. La segunda lectura ofrece también de otra forma estos
elementos, por un lado, Pablo tuvo una aparición de Jesús resucitado en la que
experimentó su gloria, por otra, se siente indigno: “Y en último término se me
apareció también a mí, como a un abortivo.
Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol,
por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Más, por la gracia de Dios, soy lo
que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado
más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo”. (1
Cor 15,8-10).
Ambas experiencias son importantes, porque el
enviado ha de ser un convencido del poder de la palabra de Dios que envía y que
su fortaleza reside en este poder. Esta doble experiencia exige del enviado una
gran intimidad con Jesús que le haga experimentar su poder y el poder de su
palabra. San Marcos dice en otro lugar (3,14) que Jesús eligió a los doce
primero para que” estuvieran con él”
y después para enviarlos a predicar. Lo primero es estar con él, compartir su
amistad y aprender de él. Así uno se convierte en testigo de Jesús. Por eso
esta dimensión es fundamental. El apostolado no es oficio de propaganda sino un
testigo que comparte la alegría de haber descubierto a Jesús y la salvación que
ofrece.
El enviado, a pesar de ser consciente de su
debilidad, ha de tener la osadía de realizar su tarea afrontando todas las
dificultades, pues se apoya en el poder del Espíritu de Jesús que actúa por
medio de su predicación. Pablo recuerda a los tesalonicenses que la predicación
del evangelio la realizó “no sólo con palabras sino también con el poder del
Espíritu Santo, con pleno convencimiento” (1 Tes 1,5): él predicó convencido y
el Espíritu tocó los corazones. Esto ha de dar osadía al apóstol para hacer
frente a las dificultades, como dice Pablo en la misma carta, “después de haber
padecido sufrimientos e injurias en Filipos, como sabéis, confiados en nuestro
Dios, tuvimos la osadía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes
luchas. “ (1 Tes 2,2). Y en otro lugar, “llevamos este tesoro en recipientes de
barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de
nosotros... Pero teniendo aquel
espíritu de fe conforme a lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también
nosotros creemos, y por eso hablamos” (2 Cor. 4,7.13).
Cada celebración de la Eucaristía debe ser una
renovación de la vocación. Por un lado, experiencia de la grandeza de Dios y de
su salvación, por otro, experiencia de nuestra debilidad y necesidad de ser
confortados con la gracia para ir a la misión. Las últimas palabras de la
celebración eucarística son una invitación a ir a la misión para compartir con
los hermanos la experiencia vivida.
D. Antonio Rodríguez Carmona
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