Tal vez la vida se deja caer en un vacío que acaba destruyéndonos cuando con una resignación malsana suelta los brazos porque todo ya le da lo mismo. Acaso ha entrado en un bucle de repetitiva inercia en donde se deja convencer de que todo es igual, de que no hay nada nuevo bajo el sol como decía el sabio (cf. Ecles 1, 2), para sumirse en la vanidad de las vanidades cada vez más viejos en todos los sentidos. Y, sin embargo, cuando sin prejuicio nos atrevemos a escuchar de veras el corazón, debemos constatar que el hombre no sabe dejar de esperar, no puede censurar ese grito que pone nombre a nuestra espera. La vida entera nos reclama un cumplimiento que nuestras manos son incapaces de amasar, aunque la insatisfacción nos reproche continuamente el superlativo más allá o el mucho mejor en cuanto tocamos, en lo que alcanza nuestra vista o somos capaces de soñar. Esperamos que suceda algo, que acontezca alguien, que ponga plenitud en el corazón que ha sido creado para un infinito que no sabemos ni colmar ni calmar. Y esta es la historia de los hombres, que describe por doquier en cada época, en cada lugar, el ansia de una plenitud gozosa, humilde, bella y llena de bondad. Otra cosa es el camino que cada generación y cada persona ha recorrido para llegar al encuentro con aquello o aquel que pueda abrazar nuestra humanidad herida por una pregunta que nos reclama una respuesta de verdad. Pero de mil modos y maneras, esperamos siempre que esto siempre acontezca. La palabra acontecimiento indica algo más que un simple suceder. El acontecimiento nos arranca de la rutina cotidiana para gritarnos que es posible la sorpresa y el estupor. Esto es el adviento. Ven Señor Jesús.
La historia de este tiempo litúrgico habla de los tres
advientos: mirando al Señor que ya vino una vez (hace 2000 años), nos
preparamos a recibirle en su última venida (al final de los tiempos),
acogiendo al que incesantemente llega a nuestro corazón (en el hoy de cada
día). Ahí tenemos la conjugación de los verbos de la vida: el pasado, el
presente y el futuro, que se concentran en el reconocimiento del que vino, del
que volverá, y del que siempre está a nuestro lado sin marcharse jamás.
Sin duda que necesitamos que acontezca la eterna
novedad del Señor en las venas de nuestra vida. Porque hay demasiadas
pesadillas en nuestro mundo planetario de las que despertar, demasiadas rutinas
que cansan y agotan, demasiadas necesidades en nuestro corazón y en el corazón
social de que Alguien que ya vino y que vendrá, venga ahora también para
encendernos la luz, una Luz que no se apague, que nos alumbre sin
deslumbrarnos, y para cambiar todas nuestras maldiciones y enconos en ternura y
bendición, como quien estrena una nueva vida, esa para la que propiamente
nacimos.
A esto se nos llama y para esto se nos quiere preparar
en estas semanas que componen el adviento cristiano poniendo en nuestros labios
una vez más, pero con sabor a estreno, el canto de los santos que reconocieron
el acontecimiento que Dios les ofrecía. Ellos supieron poner nombre a su
espera: ¡Ven Señor, ven y no tardes ya! Este sería igualmente nuestro grito, o
nuestra plegaria, o las dos cosas. La espera no cambia, el acontecimiento de
Dios que se hace hombre tampoco. Sólo cambiamos nosotros que, con el paso de
los días y el secreto de cada circunstancia, somos invitados a reestrenar lo
que Dios nos dice y lo que nos regala. Este es el Acontecimiento que jamás
caduca ni se gasta. Dichoso quien sin censura ninguna se atreve a esperarlo
como la vez primera.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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