ABRIÓ SUS ESPÍRITUS
Todos
nos conocemos a nosotros mismos, tanto que nos da vergüenza escarbar ciertas
realidades de nuestra historia. Por eso lo increíble, lo que es realmente
increíble, es que Dios quiera establecer y mantener una relación de amor con
todo hombre. Es como si pasara de lo que a nosotros nos avergüenza.
Testigos, partícipes, en comunión con los sufrimientos de Jesucristo; he ahí algunos de los sellos de identidad de la primera cristiandad. Sellos que las ovejas ven brillar en sus pastores, como lo hemos podido comprobar en Pablo y Pedro, aunque también podríamos detenernos en tantos otros nombrados en los Hechos de los Apóstoles.
Para todos
los pastores según el corazón de Dios de la primera generación cristiana, así
como todas las que se han sucedido y sucederán a lo largo de la Historia, Jesús
no es simplemente el modelo en quien fijarse, pues esto no sería suficiente; es
el Modelo y también el Moldeador de pastores. Es su forma de moldear lo que da
a sus pastores una Fuerza y una Sabiduría que no son de este mundo sino del
suyo, el del Padre; hablamos de la Fuerza y de la Sabiduría de Dios. El Pastor
de pastores pronuncia a las puertas de su pasión palabras que en aquel momento
ninguno de los suyos pudo entender: “Nadie tiene mayor amor que el que da la
vida por sus amigos” (Jn 15,13). No hay la menor duda que le escucharon respetuosamente, pero era
tal la depresión y tristeza que se había apoderado de ellos que no alcanzaron a
comprender lo que estaban oyendo; de ahí su dispersión cuando se consumó la
traición de Judas. Resucitado, los reunió nuevamente y “abrió sus espíritus”
–las entrañas de sus almas- para que comprendieran las Escrituras (Lc 24,45).
Ahora sí, ya
los puede enviar al encuentro de los hombres del mundo entero (Mt
28,18-20). Son por comunión con su
Pastor y con sus padecimientos, mas también con su luz, pastores según su
corazón. No hay la menor duda de que todos, los de entonces y los de hoy,
pueden, por obra y gracia de Jesucristo, hacer suyo el testimonio de Pablo que
nos ha dado pie para esta catequesis: “Por eso todo lo soporto por los
elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús
con la gloria eterna” (2Tm 2,10).
No quiero
terminar sin hacer, como ya anuncié, una pequeña aclaración acerca del término
“elegidos” citado por Pablo. Es conveniente explicitar lo que Pablo y las
Escrituras en general, entienden por la palabra elegidos; palabra que no tiene nada que ver con una posible
predestinación o determinismo, ante lo cual no es posible para el hombre otra
alternativa, lo que supone una anulación de su libertad.
Muy
brevemente diré que no hay desarrollo de la elección sin la aceptación desde su
propia libertad. La elección de Dios está siempre en consonancia con la llamada
interior que emerge por sí misma de forma natural desde lo profundo del hombre,
y que el salmista, inspirado por el Espíritu Santo, expresó de esta forma:
“Dice de ti mi corazón: Busca su rostro…” (Sl 27,8).
Con esta
afirmación nuestro autor está subrayando el grito de supervivencia, de ansias
de inmortalidad, que emerge de nuestras entrañas y que no hay cómo acallarlo.
Jesucristo es la respuesta de Dios Padre a estos nuestros anhelos que, repito,
están ahí; no son un añadido, hacen parte de nuestro ser. En realidad Dios se
sirve de estos gritos para llamarnos a Él, a la Vida. Es el Evangelio el gran
Altavoz de Dios que hace que esta nuestra llamada interior encuentre en Él su
eco. De ahí la urgencia de su anuncio, ya que donde éste se proclama, llamada
interior y respuesta de Dios encuentran su unidad perfecta: ¡la elección ha
acontecido!
No obstante,
hemos de tener en cuenta lo que dice Jesús: Todos somos llamados, mas no todos
elegidos (Mt 22,14). Ahí es donde entra en juego nuestra libertad con sus
consiguientes opciones y decisiones. Allí donde se predica el Evangelio, la
invitación de Dios resuena con fuerza en todos aquellos que lo acogen y, como
decía san Ignacio de Antioquía, en él se refugian.
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