jueves, 28 de febrero de 2013
sábado, 23 de febrero de 2013
LAS PALABRAS QUE TÚ ME DISTE
Cuando
la oración se convierte en un hablar y estar con Dios, entonces, sólo entonces,
entramos en el espacio del atrevimiento, de la audacia. Dos pilares que
configuran la vida de todos los santos. Pensándolo bien: ¿qué
queda del amor, cómo podemos llegar a confiar en Dios sin esta audacia santa?
Algo muy determinante
aconteció a partir de la victoria de Jesucristo sobre la muerte; es todo
un salto cualitativo en la relación del hombre con Dios. Las alusiones de Jesús
a “mi Padre”, que tantas veces
encontramos a lo largo del Evangelio, dan paso ahora a una realidad imposible
de abarcar por su adimensionalidad. Le oímos decir: “mi Padre y vuestro Padre,
mi Dios y vuestro Dios”. No hay duda de que ésta ha sido, si es que así podemos
hablar, la obra maestra de nuestro Buen Pastor: su Padre es nuestro Padre y su
Dios es nuestro Dios, con todo lo que ello implica. Es su Palabra la que ha
engendrado este nuevo ser del hombre en Dios. Palabra que ha engendrado en sus
discípulos la fe adulta, puesto que les ha permitido ver y reconocer en su
Señor al Enviado de Dios Padre.
Estos datos catequéticos recogidos por Juan a lo largo
de la última cena nos dan pie para pensar que fueron los que forjaron la
columna vertebral de la espiritualidad de la Palabra , de la que rezuma el Prólogo de su
evangelio. Llevado del santo y sagrado
atrevimiento que tienen aquellos que han penetrado en la intimidad de Dios,
proclama que “todos aquellos que recibieron -acogieron la Palabra- les dio poder de
hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Fijémonos bien en lo que dice Juan: “hacerse”, que
equivale al “llegar a ser” que vimos cuando Jesús llamó a Pedro y Andrés a ser pescadores de hombres (Mc 1,17).
Jesús -Señor, Maestro y Pastor-, ofrece a los hombres el Evangelio que les
engendra como hijo de Dios; que les permite, igual que Él, llamar al Padre, mi
Padre; y a Dios, mi Dios. He ahí la misión primordial de los pastores llamados
y enviados por el Señor Jesús. He ahí los pastores que, al tener una relación
con Dios parecida a la del Hijo, pastorean según su corazón.
Estos pastores siguen los pasos de su Señor, sus
huellas, como nos dice Pedro: “Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo
para que sigáis sus huellas” (1P 2,21). Muchas son las penalidades que estos
pastores sobrellevan a lo largo de su ministerio. Pedro considerará un gran
gozo, al tiempo que una inestimable gracia, el hecho de participar de los sufrimientos
del Hijo de Dios: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos
de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su
gloria” (1P 4,13).
Por supuesto que sí, que los pastores según el corazón
de Dios participan de los sufrimientos de Jesucristo. Esta realidad es una
constante en las cartas apostólicas. Mas no nos podemos quedar sólo en eso; los
gozos y las alegrías de los pastores según Jesucristo son indeciblemente
mayores que las penalidades; además éstas son curadas por la capacidad de amar
y perdonar que Jesús da a los suyos, mientras que el júbilo y las
satisfacciones que tienen están en las manos de Dios; hacen parte de ese tesoro
anunciado en el Evangelio por Jesús, y que no está expuesto al peligro de los
ladrones ni a la corrosión de la polilla (Lc 12,32).
Entre los gozos y satisfacciones de incalculable valor
que Dios preserva y protege para los suyos, nombraremos uno que nos llama la
atención por su absoluta originalidad; me estoy refiriendo al júbilo
indescriptible de aquellos pastores que pueden hacer suyas, una tras otra, las
mismas palabras que dijo Jesús con respecto a sus ovejas. También ellos pueden
un día dirigirse a Dios en los mismos términos que su Buen Pastor: “Tuyas eran
–las ovejas- y tú me las has dado… las palabras que tú me diste se las he dado
a ellas y ellas las han aceptado…” (Cfr.
17,6-8).
lunes, 18 de febrero de 2013
MI PADRE OS QUIERE
Una de las características fundamentales
del discípulo es que recibe palabras de vida eterna del Hijo de Dios para su
propio y alimento y para dárselas a los hombres que tienen hambre de vivir.
Recordemos la multiplicación de los panes. Jesús los partió y los dio a sus
discípulos, y éstos, a su vez, los repartieron a la muchedumbre.
Con la
indispensable ayuda de nuestro Maestro, el mismo que explicó y abrió las
Escrituras a los dos discípulos que se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús
(Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir el texto de Juan. Al pedir la ayuda de
nuestro Maestro para partir como Pan de
Vida que es, estas palabras, no estoy echando mano de una frase hecha, de un
cliché. Lo digo porque tengo la certeza total y absoluta de que si Dios no nos
abre por medio de su Hijo la
Palabra en cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19), por muy
inteligente, preparado o sabio que pudiera ser, lo que yo dijera o escribiese
no sería más que –siguiendo analógicamente a Pablo- “un bronce que suena o un
címbalo que retiñe” (1Co 13,1).
Partimos, pues, el
Pan Vivo de este texto del Evangelio del Hijo de Dios “con temor y temblor”,
como diría Pablo (1Co 2,3), y también “con sencillez y estremecimiento”, como
se expresa Isaías (Is 66,2). El mismo asombro ante lo santo y sagrado que
experimentaban los judíos al escuchar a Jesús: “Y sucedió que cuando acabó
Jesús estos discursos –el Sermón de la Montaña- la gente quedaba asombrada de su enseñanza
(Mt 7,28).
Juan inicia el
capítulo en el que está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando
los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con
su Padre, al tiempo que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y viene; va
hacia su origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos para
que, según la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de
hombres”, es decir, maestros y pastores.
En esta su sublime
y asombrosamente bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus
discípulos; unos hombres que –señala- “antes eran tuyos, tú me los has dado y
han guardado tu Palabra”. Las palabras que ha proclamado a lo largo de su
predicación no eran suyas, sino que, como hemos visto anteriormente, le eran
dadas por su Padre.
Ahora, y teniendo
en cuenta el tema de este libro -Pastores según el corazón de Dios-, nos
centramos en lo que podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su
magisterio y pastoreo a estos
discípulos, imagen de la Iglesia ,
que están junto a Él celebrando la
cena-eucaristía. Jesús, el Señor, el Liturgo de Israel por excelencia,
está anticipando la creación del hombre nuevo según su corazón, que más
adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).
Confiesa Jesús al Padre
que ha dado a sus discípulos las
palabras que Él le ha confiado; y añade
a continuación que ellos las han aceptado. Es ésta una condición indispensable
para que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los Padres de la Iglesia. Es entonces
cuando la fuerza interior que emana de ellas engendra la fe, la fe adulta. En
esta misma dirección, Pablo afirma que es la predicación la que engendra la fe
(Rm 10,17).
Puesto que la fe no
es estática, sino que, por el contrario -siguiendo el símil del universo- está
siempre en expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace
partícipes del mismo amor con el que éste es amado por su Padre. Esto no es una
apreciación humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me
queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los
discípulos la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina la
catequesis que ha dado a lo largo de todo este capítulo con el siguiente broche
de oro: “…Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
sábado, 16 de febrero de 2013
viernes, 15 de febrero de 2013
JESÚS: DISCÍPULO Y MAESTRO
No hay mayor belleza que la del
discipulado. Esa serena belleza que suavemente desata de nuestro ser todo lo
superfluo. Y lo más sorprendente: todo lo superfluo, que se ha ido dejando de lado en el seguimiento al
Señor Jesús, fue considerado en su día como valores irrenunciables.
Uno de los rasgos que los profetas nos presentan como
más determinante en lo que respecta a reconocer al Mesías esperado es el de su
relación de discípulo con Yahvé, su Padre. Isaías, iluminado por el Espíritu
Santo, conjuga de forma magistral el oído abierto del Mesías con su capacidad
de hacer llegar, por medio de su predicación, palabras colmadas de fuerza
interior que servirán para levantar a los débiles, a los cansados, a todos
aquellos que ya no esperan nada de nadie, ni siquiera de Dios: “El Señor Yahvé
me ha dado lengua de discípulo, para que haga llegar al cansado una palabra
alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los
discípulos” (Is 50,4).
Mañana tras mañana conecta el Señor Jesús con el Padre,
alarga su oído hacia Él para llenarse de sabiduría y fortaleza; también de la
vida, oculta en su Palabra, para poder hacer su voluntad, que no es otra que
llevar a cabo la misión a la que ha sido enviado. Es tal la convicción del Hijo
a este respecto que proclama solemnemente que Él no puede hablar por su cuenta,
que lo que sale de sus labios le viene de su Padre: “Yo no he hablado por mi
cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que
decir y hablar, yo sé que su Palabra es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo
lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Jesús es Maestro y Pastor, en realidad el único Maestro
(Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn 10,14). Lo es porque primeramente ha sido el
Discípulo por excelencia, el que ha sabido escuchar al Padre en actitud de
continua disponibilidad “mañana tras mañana”, en el decir de Isaías, mostrando
así la calidad de su obediencia. Es por ello que tiene autoridad para decir a
los suyos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc
1,17).
Fijémonos bien en lo que dice: “os haré llegar a ser”.
Tengamos en cuenta que se sirve de la misma expresión utilizada por los autores
bíblicos que nos narran la creación, la génesis del mundo. Jesús no funda una
escuela del discipulado: Él mismo es la escuela, la génesis donde unos pobres hombres
llegan a ser sus discípulos. Llegan a serlo por la calidad de lo que escuchan:
el Evangelio, y porque Él mismo les abre el oído; y, por supuesto, porque ellos
libremente aceptan el seguimiento.
El hombre que se acerca a Jesucristo como Señor
descubre alborozado la libertad interior que Él, como Maestro y Pastor, gesta
en sus entrañas. Libertad interior que nace del hecho de saber distinguir, al
tiempo que escoger, entre la carga de la ley y las alas que da la Palabra ; mas no termina
ahí el gozo, el asombro, de los suyos ante lo que reciben de su Maestro. Así
como Él llegó a ser Maestro por la calidad y profundidad de su ser discípulo
del Padre, acontece que –y ahí radica el asombro que da paso al estupor-
también ellos, por la calidad de su discipulado, llegan a ser maestros por el
Maestro, pastores por el Pastor según su corazón.
Todo esto, por
muy sublime que sea, no tendría ningún valor si no estuviese apoyado y
atestiguado por el mismo Jesucristo, por su Evangelio. La buena noticia es que
no hemos inventado absolutamente nada, ni siquiera ha sido necesario sondear
hasta la saciedad escritos de diversos expertos en espiritualidad con el fin de
encontrar un apoyo a lo que estamos diciendo. Las palabras que Jesús proclama a
este respecto son meridianamente claras. Hablando con su Padre, y con evidente
intención catequética hacia los suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has
dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado
viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y
ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han
creído que tú me has enviado” (Jn 17,6-8).
sábado, 9 de febrero de 2013
jueves, 7 de febrero de 2013
TESTIGOS DEL INVISIBLE
El Amor tiene su propia dignidad. Es por
eso que se resiste de forma natural a toda medición, más aún a la
increatividad. Es el tesoro escondido, la perla única de la que nos habla Jesús
en el Evangelio. Sólo los sabios dejan su lastre de lado para poder abrazarse
al Amor en estado puro: Dios.
Por supuesto que en
todo este proceso no hay nada de mecánico o programático. Nada de esto responde
a una especie de ensayo de laboratorio por el que la relación causa-efecto está
previamente proyectada. Estamos hablando de un proceso en el que intervienen
los resortes más propios e íntimos del hombre, como son la libertad, el hambre
de novedad –no hay mayor novedad que la acción de Dios-, la perseverancia y la
escucha, la calidad de la acogida, mas también los miedos, los frenos causados
por la debilidad, el temor y la desconfianza ante la sospecha de ser engañados…
Los pastores según
el corazón de Dios conocen a fondo todos y cada uno de estos resortes. Los han
vivido en su propia carne, en su gestación a la fe adulta. Apoyados en esta fe,
están ahí velando por sus ovejas como lo está una madre ante sus hijos cuando
más la necesitan. Al igual que Pablo y, por supuesto, al igual que Pedro, Juan,
Santiago, Felipe, etc., todo pastor tiene, como don inherente a su ministerio,
corazón de madre. Corazón solícito por sus ovejas; atentos hasta la extenuación
a la obra que está haciendo en ellas por medio de su predicación y
acompañamiento entrañable.
Hasta la extenuación, acabo de afirmar, y a
más de uno o a muchos les parecerá una exageración. La verdad es que al
expresarme así no estoy en absoluto pensando en una palabra-impacto; estaba y
estoy pensando en Pablo, en su testimonio escrito cuando dice a los de Corinto
que no le importa el desmoronamiento de su cuerpo en sus afanes por anunciar el
Evangelio. Lo anuncia traspasando fronteras porque cree en él, aunque, a causa
de este su celo apostólico, se vea entregado continuamente a la muerte; sabe
muy bien que sus ovejas tendrán la vida en la medida en que él vaya muriendo.
“Aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de
Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne
mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida “(2Co
4,11-12).
Lo más bello del
testimonio de Pablo es que no va muriendo y desfalleciendo como esos
santurrones que van echando en cara a todo el mundo sus privaciones heroicas
–líbrenos Dios de estos “mártires”-. Nuestro apóstol proclama esta realidad
como alguien que está venciendo a la muerte, incluso al progresivo
desfallecimiento y deterioro de su cuerpo. Más aún, no cabe en sí de gozo al
saberse reconstruido interiormente en la medida en que se gasta por sus ovejas.
El testimonio que, de su puño y letra, vamos a transcribir, forma parte sin
duda de la antología de lo que es un pastor de nuestro Señor Jesucristo según
su amor: “Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va
desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. …a cuantos no
ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las
cosas visibles son pasajeras, mas la invisibles son eternas” (2Co 4,16-18).
Es innegable que
nos faltan adjetivos para describir la envidiable libertad interior y exterior
del apóstol y, con él, la de tantos y tantos pastores que han vivido y viven su
ministerio a la luz del binomio Evangelio-ovejas. Envidiable, sin duda, la
libertad de Pablo. Se le ha etiquetado con la marca de misógino, cuando casi improvisamente da un giro
copernicano en su pastoreo que nos deja sin habla: no le importa proclamar que
sus entrañas son de mujer-madre; que
sufre dolores de parto por la multitud de hombres y mujeres que Jesús le ha
confiado.
La libertad de este
hombre alcanza su culmen cuando llega a
decirnos que su perder la vida, su desgastarse por sus ovejas, no lo considera
una carga que no se puede quitar de encima, sino un regalo, una gracia de Dios.
Es más, se asombra de haber recibido la llamada al pastoreo, siendo como es no
ya el menor de los apóstoles, sino el menos indicado de todos los discípulos
del Señor. Conoce su debilidad, mas no se hace una víctima a causa de ella. Por
el contrario, sin perderla de vista, se eleva sobre ella para poder anunciar el
Evangelio, y esto sabiendo que es el menor de todos los santos, así es como
eran llamados los cristianos: “A mí, el menor de todos los santos, me fue
concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de
Cristo” (Ef 3,8). Una nota aclaratoria: Donde hemos puesto inescrutable, la
traducción original transcribe: “imposible de rastrear”.
sábado, 2 de febrero de 2013
A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO
Velar
con amor sobre la Palabra
hasta que ésta se abra y podamos contemplar en ella al que en ella vive. Es
entonces cuando el Encuentro se ata con un lazo indisoluble al Anuncio; el alma
se descubre a sí misma como incansable…, necesita hacer partícipe a sus
hermanos de lo que “ha visto y oído de Dios”.
Al referirnos a las
entrañas maternales de Pablo, hablamos también -siguiendo el símil de la madre-
del sufrimiento que implica dar a luz a hijos en la fe. El apóstol, al igual
que todos los pastores que hacen del anuncio del Evangelio la prioritaria razón
de ser de su llamada y, más aún, su única y gran pasión, tiene dibujado en las
telas de su alma esta calidad de sufrimiento. De hecho sorpresivamente nos dirá
que sufre dolores de parto. “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores
de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros…” (Gá 4,19). Padeció
indeciblemente los dolores del alumbramiento al conducirlos hasta el bautismo,
sufrimientos que persistieron hasta -como precisa textualmente- ver a Cristo
Jesús, su Señor, formado en ellos.
Este deseo y anhelo
de Pablo de ver formado a Jesucristo en sus ovejas nace –así nos lo parece- de la riqueza de su
propia experiencia de comunión con su
Maestro y Señor. Es tal su identificación con Él, que llega a confesar: “Ya no
soy yo quien vivo sino que es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20).
Vemos aquí el sentido real y profundo de la respuesta que
Jesucristo dio al escriba que le preguntó por el primero de los mandamientos. Le
dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas
tus fuerzas y con toda tu mente”. Y añadió: “y a tu prójimo como a ti mismo”
(Lc 10,26). He ahí el auténtico y verdadero amor de Pablo y de todo pastor
según el corazón de Dios por sus ovejas. Éstos no dan alimento sin consistencia
o consejos morales a las ovejas, sin
preocuparse de su crecimiento en una sana espiritualidad de la Palabra : les dan la misma
vida que rebosa del Evangelio y que, a su vez, ellos han recibido de manos de
Jesucristo. Pablo nos lo testifica:
“Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí, no es de
orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por
revelación de Jesucristo” (Gá 1,11-12).
Al puntualizar
Jesús al escriba que el mandamiento por excelencia revelado por Yahvé a Israel,
se desdoblaba hacia el prójimo en la dimensión de “como a sí mismo”, estaba
señalando un sello absolutamente indispensable que habría de marcar a sus
pastores: anunciar a sus ovejas “lo que Él ha hecho por ellos” (Lc 8,39). Así,
también ellas estarán en condición de ser beneficiarias del hacer salvífico del
Señor Jesús.
Para evitar
equívocos aclaro que no me estoy refiriendo a manifestaciones o experiencias
sensacionalistas, que siempre llevan consigo el peligro de condicionar
sicológicamente a las personas, sobre todo a aquellas que son más
influenciables. Me estoy refiriendo
al anuncio del Evangelio, que es
siempre palabra eficaz para el hombre (Hb 4,12).
Este pastoreo hace
que Jesús -al igual que vimos en Pablo- viva en las entrañas de las ovejas
pastoreadas, realizando así en ellas el Magisterio que sólo a Él compete (Mt
23,8) y que lleva consigo el enseñarlas a comer por sí mismas partiendo
la Palabra ,
por supuesto, siempre en comunión con sus pastores, con la Iglesia.
Cada vez que un
pastor es testigo de que sus ovejas, una tras otra, son capaces de partir la Palabra y alimentarse de
ella, puede decir sin jactancia, pero sí con un “magníficat” parecido al de
María de Nazaret, que ha amado a sus ovejas como a sí mismo. He ahí el sentido
profundo de la respuesta que Jesús dio al escriba. Les ha traspasado la mayor
de las maravillas que Dios puede hacer a una persona: partir la Palabra para su propio
sustento. Maravilla que está implícita en la oración que el mismo Jesucristo
enseñó a sus discípulos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Lc 11,3).
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