El Papa Francisco nos llama y alienta a construir un nuevo Pacto Educativo
Global. Es el que se hace y se da entre la familia, la escuela, la patria, el
mundo, la cultura y las culturas… Cada uno en su lugar y sin evadir
responsabilidades, juntos hemos de construir una «aldea de la educación». El
pacto está roto y hace falta generosidad, que no busquemos solo lo nuestro.
Educar no es solo transmitir conceptos. El Papa Francisco nos ha recordado
que, para educar de verdad, hay que integrar el lenguaje de la cabeza con el
lenguaje del corazón y de las manos. Se trata de que un educando tenga presente
lo que piensa (cabeza), lo que siente (corazón) y lo que hace (manos). Y
ninguna institución puede apropiarse en exclusiva de esta tarea tan
trascendente para el futuro de la sociedad. Para empezar, la familia tiene una
responsabilidad singular y, por ello, hay que darle protagonismo. La razón es
clara: cuando nacemos, a través de la relación con nuestros padres, comenzamos
a formar parte de una tradición que tiene unas raíces muy antiguas. Con el don
de la vida recibimos todo un patrimonio de experiencias que los padres no solo
tienen el derecho, sino también el deber de transmitir a sus hijos. Así los
ayudan a descubrir su identidad, los inician en la vida social y en el
ejercicio de su libertad, les enseñan a amar mediante la experiencia de ser
amados y el encuentro con Dios. Las familias tienen que ser valoradas de forma
especial en el pacto educativo y es fundamental conseguir su participación.
Por otra parte, están los educadores que, con la implicación de sus vidas,
valentía, paciencia y tesón, realizan ese arte de las artes que es educar. En
mi carta de la semana pasada ya os decía que nadie puede educar si amor; hacen
falta el testimonio, la persuasión, la gracia de la amabilidad… ¡Qué hondura
tienen las palabras del Papa Francisco cuando nos dice que «educar implica
enseñar a los jóvenes a iniciar procesos y no ocupar espacios»!
Una educación bien entendida no se limita a lo meramente técnico y
profesional, sino que comprende y entiende que todos los aspectos y dimensiones
de la persona han de abrirse. Una educación integral se manifiesta hoy como una
necesidad primordial, clave para construir hombres y mujeres responsables, con
confianza en sí mismos y preocupados por todos sus hermanos. Necesitamos ese
pacto global. No podemos consentir que se apodere de nuestros niños y jóvenes
ese relativismo invasor y agresivo que elimina certezas, valores y esperanzas
que son las que dan sentido a la vida: amor, verdad, libertad… No dejemos que
nuestro mundo se convierta para ellos en un circo en el que, como en los circos
romanos, dejamos que entren fieras que se comen lo mejor de su existencia.
Trabajemos para capacitar a los niños y jóvenes para que den lo mejor de sí
mismos y para vivir un amor auténtico que les haga felices a ellos y felices a
quienes se encuentren en sus vidas. No silenciemos ese deseo de saber y
comprender que manifiestan con sus preguntas; no nos limitemos a dar nociones e
informaciones; regalémosles libertad y una formación para que la usen
correctamente, con las reglas de comportamiento y de vida que son necesarias
para formar su carácter y para afrontar las pruebas que vengan.
Necesitamos del pacto educativo en el que la familia, la escuela, la
sociedad, los niños y jóvenes se encuentren. Es necesario el diálogo, urge no
estar de espaldas unos a otros y dar a la persona un lugar central, en toda su
realidad. Hay que asumir su realidad integral; que se conozca a sí misma, tal y
como nos decía san Juan Pablo II en la encíclica Redemptor hominis; que conozca la casa en la que
vivimos, como nos ha dicho el Papa Francisco en la encíclica Laudato si, y que redescubra la belleza de la
fraternidad, como pide el Papa en Fratelli tutti.
Necesitamos un pacto educativo que elimine colonizaciones ideológicas que
tanto dañan a los niños y jóvenes. Para ello, las familias nunca renunciéis a
ocuparos de quienes entran en la vida de vuestros hijos; que ellos sientan que
tienen guías que los acompañan en todas las situaciones, que no renuncian a
vivir la responsabilidad de educarlos, que saben a quiénes entregan la tarea de
educarlos y tienen contacto con ellos de modos diversos, que saben de sus
diversiones, de los amigos con los que andan, de quiénes entran en sus vidas a
través de las pantallas…
En esta línea, necesariamente tengo que hacer una alusión a la educación en
la fe y en las costumbres. No hay duda de que en nuestra sociedad del bienestar
han calado el relativismo y un consumo exacerbado, que generan un
indiferentismo religioso y también un permisivismo moral. Y se advierte una
necesidad de más hondura: los niños y los jóvenes tienen derecho a ser educados
en la fe, a que su vida se abra más allá de sí mismos. Hace falta una educación
integral, con todo lo que ello implica, y ahí me vienen a la cabeza tres
palabras:
1.
Testigo. En la educación es central la figura
del testigo porque nunca remite a sí mismo y, entre otras cosas, sabe dar razón
de aquello o de Aquel que sostiene su vida.
2.
Amor. En la educación el arma más
importante es el amor. Cuidar y educar a quienes inician la vida o se preparan
para vivir una tarea próxima requiere conocimientos, pero sobre todo requiere
amor.
3.
Libertad. Implicarnos en la libertad del otro
es capital. Hemos de impulsarlo a que tome decisiones, pero ha de ser él quien
las tome; no podemos sustituirlo, sea niño, adolescente o joven.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid