Dice el autor del
Deuteronomio que cuando Dios decidió liberar a Israel de la esclavitud de
Egipto lo encontró en una soledad poblada de aullidos (Dt 32,10).
Dios creó nuestra alma
y corazón con una puerta de entrada que sólo Él puede traspasar previa llamada
y, por supuesto, si el que la escucha se la abre (Ap 3,20). Es entonces cuando
el alma y el corazón son habitados; la Presencia se hace Fiesta perenne. San
Agustín, que vivió en sus entrañas esos aullidos ensordecedores de la soledad
nos legó su testimonio: "Nos hiciste Señor para Ti y nuestra alma sólo
descansará cuando te encuentre a Ti". Un corazón sin Dios, sin su
Presencia, es un corazón huérfano.
Por más que el hombre
se empeñe en acallar su insatisfacción con sus consiguientes aullidos estos se abren
camino entre guirnaldas y bambalinas hasta hacerse oír. Los aullidos no son un
castigo de Dios, son como el termómetro que marca nuestra fiebre. Jesús que por
encima de todo nos ama, nos dice cómo llenar nuestro interior de su Presencia:
"El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y
haremos morada en el" (Jn 14,23).
El problema es que hay
personas, incluso rezadoras, que no conocen está promesa de Jesús... quizás
porque dan más importancia a rezos devocionales que a las Palabras del Hijo de
Dios.
P. Antonio Pavía
https://comunidadmariama.blogspot.com/
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