Ha sido una novela galardonada con uno de los premios literarios más
importantes en Italia, como es el premio Strega. La he
disfrutado mucho con todo el mensaje humano lleno de concreción y realismo. Son
los registros que se dan en nuestra humana condición entre el amor y el temor,
el desencanto escéptico y la ilusión enamorada. El título apunta quizás a lo
más original y creativo del mensaje provocador que deja su largo relato. La
novela se titula “El colibrí”, y su autor es Sandro Veronesi. Parece escrita
para este tiempo de pandemia y otros estragos, donde mil desafíos nos retan a
diario sin que tengamos recursos para solventar el agobio, la soledad, el
miedo. Entonces aparece ese hilo de superación que anida en el corazón humano,
y con titubeos, lentitud y fatiga, vamos encaramando el túnel oscuro mientras
nos allegamos poco a poco a la puerta de salida.
El colibrí es un pájaro diminuto que es capaz de mantenerse quieto en el
aire con su batir de alas increíblemente rápido, casi supersónico, como si
quedara suspendido en un espacio sin tierra en el que él se yergue seguro.
Desde allí otea, vislumbra, se fija y luego actúa. Tantos escenarios
variopintos en la vida vistos al vuelo desde la pequeñez de este pajarillo
vivaracho que tiene mirada aguda y concreta como su pico afilado.
Se cuenta una hermosa parábola en esta novela que vale por todo un discurso
de bondad humana llena de realismo y de esperanza. Ante un incendio uno siempre
se queda impávido y sobrecogido. ¿Quién puede gestionar tanta llama? ¿Y cómo
controlar su voracidad devoradora que nos deja todo en ascuas? Es una verdadera
metáfora de cuanto en la vida se puede destruir en un instante, sin cita
previa, al albur de un pispás que nos encoge con el santiamén que nos hiela el
alma.
El colibrí, de pronto, baja hasta el arroyo y se eleva luego cargando el
sorbo de agua que cabe en su pico. Dos, tres, cuatro gotas mal contadas. Y así
sucesivamente, yendo y viniendo desde el regato hasta las copas de los árboles
incendiados. Ante ese rito de emergencia agotador, alguien le llama la atención
recriminando tanto esfuerzo aparentemente baldío y desproporcionado. ¿Vale la
pena el sinvivir del pequeño colibrí cuando su aportación es más diminuta que
él? ¿El desgaste que supone tanta entrega denodada tendrá una aportación
significativa en el desastre chamuscado de un bosque en llamas? Esta es la
provocación y la paradójica enseñanza.
Entonces, el pequeño colibrí responderá a sus fisgones observadores que
empezaban a sentir mala conciencia en una clara incomodidad por el agravio
comparativo con el que ellos veían al pajarillo dejándose las plumas y la vida,
mientras ellos no hacían nada. Su respuesta será todo un alegato de sensatez,
de brillante y humilde compromiso con lo que cada uno puede hacer en un momento
dado. No se le pedía al colibrí que fuera un potente hidroavión capaz de volcar
toneladas de agua en cada viaje sobre tantas llamas. Ni siquiera que fuera un
avispado bombero capaz de sofocar paulatinamente el incendio en el círculo que
controlaban sus mangueras, sus pericias, sus experiencias largamente
acumuladas. Al colibrí sólo se le pedía eso: que fuera lo que era, y como tal,
que actuara.
Esta fue la preciosa respuesta: yo hago mi parte, la mía. Lo que otros
deban hacer que lo hagan. La suma de todas las entregas es lo que señala el
milagro cotidiano de salvar lo que tan fácilmente se derrumba, tan distraídamente
se olvida y traiciona, tan torpemente dejamos que se destruya y se muera
aquello que se soñó que para siempre durara. Yo hago lo mío, mi parte. Aunque
sean tres o cuatro gotas frente a un incendio que nos asola. Pero sin mis pocas
gotas derramadas, el incendio o sus cenizas no serán ya lo mismo, y no podrán
imputarme el desprecio, la sospecha o el reproche por no haber hecho lo que
debía. El colibrí tiene esa dulce y comprometida enseñanza, que reflejaban los
versos de Pemán: “no hay virtud más eminente que hacer sencillamente lo que
tenemos que hacer”.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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