Dentro de la imparable andadura que
nos empuja a ir adelante cotidianamente con todos nuestros avatares, hay una
tentación que nos suele merodear en los momentos de apuro: replegarnos a
nuestros cuarteles de invierno para estar a buen recaudo, enrocarnos en la
esquina para evitar que nos den jaque en el tablero de la vida. Haciendo así
pensamos que aseguramos lo poco o mucho que tenemos, tal vez lo poco o mucho
que somos. Pero el hecho es que tal replegamiento no nos garantiza ninguna
seguridad, y el enrocamiento puede ser la antesala de una debacle.
El gran sabio hispano-romano Séneca,
ya hablaba de que el que da primero, da dos veces. Pasará luego a nuestro
refranero, y encierra una sabiduría profunda, pues la vida premia la
generosidad de quien se adelanta en la entrega, en la donación, en el
compartir. Así mismo, el sabio de Israel apuntaba aquello tan sencillo de que
“quien es generoso se enriquece y quien ahorra injustamente se empobrece” (Prov
11,24). Pero será más rotundo Jesús cuando diga: “dad, y se os dará: os
verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida
con que midiereis se os medirá a vosotros” (Lc 6,38). Y remataba con una
enseñanza de profunda provocación: “Porque al que tiene se le dará y tendrá de
sobra, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene” (Mt 13,12).
Estamos ante un doble modo de
entender las cosas, y lo que apunta la sabiduría que nuestros maestros nos han
dejado y lo que el mismo evangelio nos ha enseñado, es que hay más gozo en dar
con generosidad, que en retener ávidamente; es más fecundo compartir con los
demás, mientras que la cicatería avara siempre resulta estéril.
Se suele dar como escenario de la
nueva ciudad, tan en contraste con el perfil de nuestros antiguos pueblos: que
hay un desplazamiento hacia lo privado excluyente, hacia el aislamiento
egoísta, hacia el castillo de nuestras fortalezas inexpugnables. Lo pude
comprobar en mis años de estudio en Centroeuropa, cuando en Francia, Austria o
Alemania, se vivía en pequeños mundos protegidos, con sofisticados sistemas de
vigilancia, en parques temáticos de la incomunicación replegada, en zonas
residenciales en las que no entraba nadie fuera del club de invitados
debidamente registrados… en todos los sentidos.
Por el contrario, nuestros lares
sureños de Europa, gozaban de una apertura convivial, de un conocimiento
recíproco, de un afecto de amistad verdadera y de vecindad familiar. Son
famosas nuestras corralas, corradas y patios de vecinos; el barrio tenía esa
inmediatez que nos hacía próximos a todos los registros que acontecían en la
vida cotidiana de las personas: sueños y pesadillas, tristezas y gozos,
desgracias malhadadas y conquistas bondadosas. La vida, la muerte, con todo lo
que entrañan ambas, estaban presentes en el diario rozarse: desde el saludo
mañanero hasta el interés sincero por las cosas.
El lema de esta jornada de la
Iglesia diocesana tiene que ver con todo esto que estamos diciendo: un corazón
que comparte, es un corazón abierto. Es el más bello testimonio de la presencia
cristiana en medio de una sociedad que se empeña en dejar de serlo. Todos
tenemos sentimientos, dones y talentos, que podemos encastillarlos en nuestro
reducto más egoísta, o podemos ponerlos al servicio de los hermanos: nuestra
fe, nuestro tiempo, nuestras cualidades, nuestros conocimientos, nuestro
dinero. Sería mirar al gesto del mismo Padre Dios que compartió con nosotros lo
más querido: su Hijo Jesús, y ponernos nosotros a hacer lo mismo según nuestras
posibilidades. Esto es la Iglesia diocesana a través de todos nuestros cauces
de caridad que comparte con corazón, de liturgia que celebra y de catequesis
que enseña a ser cristianos según la edad de cada cual, y en cada circunstancia
de nuestra vida.
✠ Fr. Jesús
Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo