Hay situaciones
personales y colectivas en que la esperanza es fortalecida con la euforia y otras en que está duramente probada.
En aquellas situaciones es fácil hablar de esperanza; en éstas se
requiere un atrevimiento especial, aunque la esperanza puede ser en
ambas situaciones genuinamente cristiana. Podemos escuchar una
interrogación formulada con la misma mirada: ¿Pero con los
acontecimientos que padecemos, con las inquietudes que nos agobian,
con las incertidumbres que nos cercan no es una osadía inconsciente invitar a
la esperanza? Pues bien, en medio del discurrir de nuestra vida personal,
familiar y social estamos celebrando el tiempo litúrgico del
Adviento, en que se nos pide que levantemos nuestras cabezas con
esperanza. El Adviento, que significa “advenimiento”, venida
y llegada, es tiempo de esperanza. El esplendor de la esperanza
consiste en levantar la antorcha de la esperanza en medio de la oscuridad.
¿Qué esperas en la vida? ¿Tienes los brazos caídos? ¿Está tu ánimo postrado
en el suelo?
En el tiempo
litúrgico del Adviento, que dura cuatro semanas y desemboca en la
celebración del nacimiento de Jesús en Belén, se unen en nuestra mirada
espiritual dos perspectivas; por una parte, celebramos en la
memoria litúrgica la primera venida de Jesús en la humildad de nuestra
carne, y por otra, esperamos la segunda venida del Señor en el esplendor
de su gloria. Jesús ha venido como Salvador y vendrá como Juez. En el
Credo profesamos que Jesús “nació de Santa María la Virgen” y que “ha
de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”. Ha venido para
salvarnos y vendrá para llevarnos a su Reino.
Nos preparamos
para celebrar la primera venida, cuando Jesús nació en Belén. En
Jesucristo Dios Padre ha cumplido las promesas del Antiguo Testamento y de
la humanidad entera. Deseamos profesar con todo nuestro ser a Jesús como
al que esperamos, a quien puede dar sentido pleno a nuestra vida y a quien
colma la aspiración profunda de nuestro ser. Cuando ha llegado el
prometido, descansa el expectante. Yo invito a todos a reconocer en el
Niño de Belén al Hijo de Dios hecho hombre; a descubrir en el que
nació en un establo de animales a todos los pobres y marginados de la
sociedad, a aprender de Él, el Príncipe de la paz, a ser pacíficos
y pacificadores. Tres sublimes lecciones nos da el Niño de Belén:
Dios mismo es humilde, el Salvador se encuentra entre los indigentes, el
Pacificador padece la persecución de los prepotentes. En el tiempo de Adviento
vamos preparando el corazón con la conversión y la purificación de
los pecados para descubrir a quien viene a nuestro encuentro. En el
silencio de la noche del mundo ha encendido con su presencia una antorcha;
en el frío de la noche su amor nos enardece; en el solsticio de invierno se levanta
como el Sol que ilumina nuestros pasos para guiarnos por el camino de
la paz.
Esperamos la
segunda venida del Señor; de ella nos hablan los textos que
proclamamos en la asamblea litúrgica con términos que llamamos
apocalípticos; es decir, con lecturas que nos hablan de conmoción cósmica,
de catástrofes inauditas, de tribulaciones como nunca han existido. A la
venida del Señor en gloria preceden señales impresionantes. Si hubo un tiempo
de ocultación del Señor, habrá un tiempo de presencia espectacular del
mismo Señor.
¿Cómo situarnos
cristianamente ante la segunda venida del Señor, que acontecerá
para cada uno al final de nuestra vida y para la humanidad entera al
término de la historia? El Señor nos pide que levantemos nuestra mirada a
lo alto, ya que se acerca la liberación final. El Apocalipsis habla de la
gran tribulación y también de la salvación definitiva. Como no sabemos
el día ni la hora, debemos estar atentos, vigilar, no adormecernos,
no distraernos pensando que lo desconocido es como lo no-existente. La Palabra
de Dios nos exhorta a pasar por la vida haciendo el bien para que cuando vuelva
nuestro Señor Jesucristo, nos presentemos “santos e irreprochables
ante Dios nuestro Padre” (1Tes. 3, 13). Vivir con sabiduría significa
proyectar la vida contando con la segunda venida del Señor. La
esperanza cristiana es una fuente excelente de moralidad. Vive como
desearías haber vivido al atravesar el umbral de la muerte.
Nuestras actitudes y comportamientos serán justos y compasivos si
pensamos en que nos encontraremos definitivamente con el Juez
infinitamente justo y misericordioso. Por otra parte, somos exhortados a
superar el temor con la confianza, incluso pedimos que el Señor venga
pronto (cf. Apoc. 22, 20). En la aclamación después de la consagración
respondemos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven,
Señor Jesús!” ¿Por qué vamos a temer si el que nos juzgará es Jesucristo
por quien vamos gastando la vida, a quien creemos y amamos?
El tiempo de
Adviento proyecta nuestra mirada hacia adelante, porque es tiempo de
esperanza. Esperamos al Señor sobre la base del reconocimiento del Jesús
nacido en Belén como el Salvador. ¡Que la memoria de la primera venida y
la esperanza de la segunda nos sitúen en la vida como caminantes que,
acompañados por el Señor, buscamos la patria!
¿Qué rasgos
caracterizan nuestra esperanza, que debemos cultivar particularmente en el
Adviento? La esperanza va unida a la alegría (cf. Rom. 12, 12), así como
la tristeza va unida a la desesperación. La esperanza en Dios no defrauda,
otorga calma y serenidad. La esperanza auténtica es paciente en las
pruebas, de igual modo que el gozo cristiano es compatible con la
cruz (cf. 1 Ped.1, 6 ss.). La esperanza da valor para afrontar los obstáculos y
perseverar en el camino. La esperanza, si no quiere quedarse en puro
deseo, es operativa, es decir, trabaja en el sentido de lo que espera;
debemos orar y trabajar; “canta y camina”, decía San Agustín. Por la
esperanza estamos llamados a servir a los demás. Esperar para otros,
alentar a otros, acercarnos solidariamente a otros es un precioso
servicio. ¡Buen tiempo de Adviento y feliz Navidad!
Mons. Ricardo Blázquez Pérez
Cardenal Arzobispo de Valladolid
Presidente de la Conferencia Episcopal Española
Cardenal Arzobispo de Valladolid
Presidente de la Conferencia Episcopal Española