El Nuevo Testamento llama vida eterna al vivir, siempre y plenamente, en
la intimidad y cercanía de Dios. Incluye la participación en la
felicidad propia de Dios y también el disfrute, con todos los
bienaventurados, de la paz y alegría sin fin que procura la
visión de Dios. La vida eterna es la culminación de nuestra actual vida
de gracia en Jesucristo y en el Espíritu Santo, que empieza ya
aquí en la tierra como una semilla en el Bautismo.
La vida eterna no hace caer a
los bienaventurados en una quietud total, ni éstos quedan absorbidos
por Dios de manera que pierdan su conciencia y actividad. Todo lo contrario:
los justos, sumergidos en el misterio de Dios, en su felicidad, no dejarán
de hacer, con gozo y libertad, la voluntad del Señor respecto delos demás
hombres y respecto a la creación entera.
La Iglesia se apoya en el Nuevo Testamento y en su Tradición
viva para proclamar la felicidad de los justos después de su
muerte o una vez terminada su purificación en el purgatorio.
Cree firmemente que quienes han muerto en amistad con Dios, estarán
con Cristo y vivirán para siempre con Él; contemplarán a Dios
cara a cara como Él es, con gozo y en comunión con todos los elegidos.
Incluso los que sin culpa suya, no son cristianos, pero han permanecido
fieles a la voz de su conciencia, participarán en la felicidad
eterna con el Señor, pues la acción invisible del Espíritu Santo
en sus corazones, los unirá al misterio pascual de Jesucristo.
El cielo
El lenguaje de la Iglesia llama cielo a ese estado de felicidad
completa: es una imagen empleada para designar “lo que Dios
preparó para aquellos que le aman y que ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni el hombre puede pensar”. La palabra cielo expresa, por tanto, el
conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno. La Sagrada Escritura
emplea también la palabra banquete para dar a entender con ella la
más íntima y gozosa comunión con Dios y con los santos.
El purgatorio
El purgatorio o purificación final es el sufrimiento de los
que mueren en la paz y amistad de Dios y están ciertos de su salvación,
pero necesitan aún ser purificados para llegar a gozar de Dios mismo.
Con frecuencia el hombre no alcanza en esta vida la justicia y
la caridad total. En cierto modo, sus cotidianas fragilidades
y pecados, que la Iglesia llama veniales, le impiden dejar de ser pecador.
Sin embargo, el amor misericordioso de Dios hace posible que,
incluso después de la muerte, la vida de un hombre pueda purificarse
de todo lo que le detiene en su camino hacia Dios. El amor de
Dios le hace madurar librándolo dolorosamente de lo que, durante
la vida terrena, ha quedado a medias, imperfecto e inacabado.
Desde los primeros tiempos del cristianismo, la Iglesia peregrina tuvo
la conciencia clara de que todos los cristianos estamos unidos en
el Cuerpo de Cristo y, por consiguiente, vivimos comunicados
unos con otros en Él. Por esa razón, la Iglesia siempre recordó con
gran piedad a los difuntos y los encomendó a la misericordia
de Dios. En favor de ellos ofrece la Eucaristía, limosnas y
otras obras de misericordia y penitencia porque “es una
idea piadosa y santa orar por los muertos, para que sean liberados
del pecado” (2 Mac 12, 46).
Es bueno y provechoso orar y ofrecer la Santa Misa y obras de misericordia y
penitencia a Dios por los difuntos porque, con estos actos, nuestro amor
hacia ellos los encomienda a la misericordia de Dios para que entren ya
de una vez en su gloria.
Pero la Iglesia, sacramento universal de salvación, no sólo
ora en su Plegaria Eucaristía por los cristianos que murieron
con la esperanza de la resurrección. También lo hace
por todos los hombres que murieron en la misericordia de Dios
y cuya fe sólo Él conoció. Al orar y actuar así la Iglesia expresa
lo que cree sobre este misterio de nuestra fe.
El hombre que muere necesitado de purificación ya no puede
separarse de Dios, pero tampoco puede salvar por sus propias
fuerzas el trecho que le falta para ver a Dios a cara descubierta
y gozar de Él.
Lo que llamamos estado de purificación o purgatorio es
Dios mismo en su amor santo y en su poder purificador y vivificador
que actúa en favor de los hombres no revestidos aún de la santidad
y madurez necesarias para unirse totalmente a Él.
Con mi afecto y bendición,
+ Vicente Jiménez
Arzobispo de Zaragoza
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