Jóvenes: No tengáis miedo a ser santos! Tened
el coraje y la humildad de presentaros ante el mundo decididos a ser santos,
pues de la santidad brota la libertad plena y verdadera. Esta aspiración os
ayudará a descubrir el amor auténtico, no contaminado por el permisivismo
egoísta y alienante; os hará crecer en humanidad mediante el estudio y el
trabajo; os abrirá a una posible llamada a la donación total en el sacerdocio o
la vida consagrada; os convertirá de «esclavos» del poder, el placer, el dinero
o la carrera, en jóvenes libres, «señores» de la propia vida, dispuestos
siempre a servir al hermano necesitado, a imagen de Cristo siervo, para dar
testimonio del Evangelio de la caridad.
«En una sociedad donde se persigue el éxito,
la carrera, el hedonismo, la posición económica, el joven que responde a la
llamada sacerdotal intenta orientar de otra forma su vida, buscando no lo
efímero, sino los valores que duran. Y éste es el desafío que los jóvenes aman:
ir a contracorriente»
«Es necesario hablar más de experiencia y con
el testimonio de vida», como ya lo subrayó Pablo VI, según el cual «el mundo de
hoy requiere más testigos que maestros»
«Se ven crecer de nuevo las actividades
juveniles, los movimientos de oración. ¿Cómo podrían seguir los jóvenes a sus
sacerdotes si éstos no lograran hablarles y hacerse comprender?»,
Ser hombre de Dios y testigo de la «Belleza»
que salva: ésta es la identidad del sacerdote.
Al sacerdote como «hombre de Dios», «elegido y
enviado para ser Cristo en los caminos del mundo» «y reflejar el Rostro
eucarístico de Cristo en la propia santidad de vida»; es todo y únicamente lo
que se pide a los sacerdotes.
El sacerdote no es «autor» «de los
sacramentos», sino que lo es «Cristo, que por voluntad del Dios Padre» hace al
sacerdote «instrumento de su santidad en beneficio de todos».
«Por eso me gusta pensar en nuestro sacerdocio
ordenado como en un don de la misericordia divina que empapa todo nuestro ser».
«Los hombres desean contemplar en nosotros el rostro de Cristo». Cristo Crucificado es la imagen suprema del amor del Dios invisible, y el amor humilde del Dios encarnado, crucificado y resucitado es la puerta de la santidad en el mundo, y en esta puerta estamos nosotros, sus ministros».
«Ser siempre hombres en busca del único Dios verdadero» es el «ineludible desafío para todo sacerdote», cualquiera que sea su edad y procedencia.
Y es que «ser sacerdote es bello, más allá de toda medida de cansancio o de toda interpretación sólo mundana del misterio recibido y donado, porque el sacerdote es cuna y volcán de la santidad trinitaria».
«En la belleza singular de una vida presbiteral gastada sin reservas en la fe con esperanza y amor, en la belleza singular de poder decir “Esto es mi Cuerpo – Esta es mi Sangre” o de perdonar los pecados, está el don de la verdadera belleza que pasa por las manos, los labios y el corazón de un sacerdote».
«Escondido con Cristo en Dios, bebiendo de las fuentes de la Trinidad divina y de su santidad infinita, el sacerdote precisamente con la santidad de su vida es el testigo contagioso de la Belleza que salva»
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