nos parecemos a dios porque somos hechuras de dios
La fiesta de hoy invita a aproximarnos con humildad
y acción de gracias al misterio de Dios uno y trino. Los cristianos somos
monoteístas, creemos en un solo Dios, como nos recuerda la primera lectura. Si
hablamos de tres personas es porque Jesús, el enviado de Dios, nos lo ha
enseñado, regalándonos una lupa que nos ayuda a ver más de cerca
esta unidad divina. La segunda lectura y el evangelio son ejemplos de esta
enseñanza.
Dios, nuestro
creador, ha querido posibilitar a todos los hombres que conozcan su existencia
a partir de la creación y de hecho han sido millones y millones los que han
reconocido que existe un solo Dios, creador de todo cuanto existe. Pero no se
ha conformado con esto, sino que por medio de Jesús nos ha ofrecido unas luces
que nos ayudan a conocerlo mejor en sí mismo, aunque siempre de forma
imperfecta y aproximada, pues nuestra inteligencia limitada es incapaz de
conocer al Transcendente.
Jesús no ha utilizado la palabra “trinidad”, que es
utilizada por los teólogos para resumir su enseñanza, sino que de distintas
formas nos ha dicho que Dios es uno y trino, que es Padre, Hijo y Espíritu
Santo. No es un conocimiento enrevesado sin utilidad sino una realidad que nos
ayuda a conocernos mejor, pues hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios.
Con la lupa de su palabra Jesús nos ha enseñado que
Dios es amor absoluto. Y si amor es darse, Dios tiene que darse totalmente. Por
eso decimos que Dios es Padre que totalmente ama y se entrega a un Amado, al
que reconocemos como Hijo eterno de Dios. Entre este Hijo y el Padre existe
necesariamente un amor total mutuo, que llamamos Espíritu Santo. Por eso Dios
no es el eterno solitario, el todopoderoso egoísta sino una unidad en la
plenitud del amor. Ese amor nos ha creado y por eso toda persona, creada a
imagen y semejanza de Dios, tiene dos tendencias, el afirmar su personalidad y
la necesidad de entregarse a los demás, es decir, ser persona independiente y
social a la vez, ser un yo que se
realiza y perfecciona dándose a los demás.
Pero el amor de Dios no se ha limitado a crearnos a
su imagen y semejanza, sino que ha querido invitarnos a compartir su plenitud
de vida divina. Por eso el Padre envió su Hijo al mundo y Jesús, muriendo y
resucitando, nos ha posibilitado esta meta. Para eso nos envió su Espíritu, que
en el bautismo nos introduce en la vida trinitaria. Nos lo recuerda el
Evangelio. Jesús, por su muerte y resurrección, ha recibido del Padre todo
poder para realizar esta tarea y envía a sus apóstoles para que la den a conocer.
Se hará realidad bautizando a los que
acepten la invitación por la fe en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Bautizar significa
zambullir, sumergirse. En el sacramento del bautismo hemos quedado sumergidos
en la vida trinitaria. El Espíritu Santo nos une a Cristo y en él somos
hijos en el Hijo y estamos unidos al Padre. Es lo que nos explica san Pablo en
la segunda lectura, cuando afirma que el Espíritu da testimonio de que somos
hijos de Dios porque nos capacita para llamar a Dios papá (abbá), y el Espíritu no puede hacernos mentir.
A continuación Jesús dice que el incorporado a la
vida trinitaria, debe vivir dentro de la comunidad eclesial, familia visible de
los hijos de Dios, como él nos ha enseñado, es decir, de acuerdo con el Evangelio.
Y para que esto sea posible, él nos acompañará siempre en la Iglesia.
Los cristianos comenzamos todas las actividades,
especialmente religiosas en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, mientras trazamos sobre nuestro
cuerpo la señal de la cruz. Se trata de una confesión de fe de profundo
sentido. Decir en el nombre es decir
con la autorización, con el poder, en representación, con las mismas
disposiciones. Con este breve rito queremos decir que actuamos con el poder del
Padre y para su gloria, identificados con el Hijo, el que murió y resucitó, es
decir, que actuamos en actitud de servicio, y finalmente con el amor del
Espíritu Santo. Y mientras lo pronunciamos hacemos sobre nuestro cuerpo el
signo de la cruz, la gran manifestación del amor del Padre que nos entregó a su
Hijo, del amor del Hijo que se entregó por nosotros y del amor del Espíritu que
nos capacita para actuar en esta atmósfera de amor.
La Eucaristía es una faceta privilegiada de la
promesa de Jesús de acompañarnos siempre. Su celebración es celebrar el
misterio de Dios uno y trino. El Espíritu Santo nos une a Cristo y por Cristo
adoramos al Padre, ofreciendo nuestra vida. Todo esto se significa en la gran
doxología: Por Cristo, con él y en él, a
ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda
gloria por los siglos de los siglos.
Dr. Antonio Rodríguez Carmona