Celebramos en este domingo VI del tiempo pascual la llamada Pascua
del Enfermo, jornada muy apta para hacer visible la cercanía de la comunidad
cristiana a nuestros hermanos enfermos, y para alentar a todos a practicar
la primera de las obras de misericordia corporales: visitar y cuidar
a los enfermos. Saludo con mucho afecto a quienes vivís la experiencia
del sufrimiento, unidos a la carne de Cristo sufriente. Saludo también
a los profesionales de la medicina, a los que agradezco su dedicación,
su estudio constante y su competencia profesional; a los familiares
de los enfermos, especialmente de los crónicos o de larga duración,
sobre todo si los cuidáis en vuestras casas. Saludo además a los voluntarios
que trabajan en la pastoral de la salud en la Archidiócesis y en las
parroquias, a los capellanes y párrocos. A todos os invito a dar gracias
por la preciosa vocación que el Señor os ha concedido de acompañar y
servir a los enfermos, un aspecto esencial en la vida de la Iglesia,
cuya misión incluye el servicio a los últimos, a los que sufren, a los
excluidos y marginados.
Efectivamente, el cuidado de los enfermos es algo que pertenece
a la columna vertebral del Evangelio y a la mejor tradición cristiana.
La Iglesia siempre ha vivido la solicitud por los enfermos imitando
a su Maestro, a quien los Santos Padres califican como el Médico divino y el Buen Samaritano de la humanidad. Jesús, en
efecto, al mismo tiempo que anuncia el Evangelio del Reino de Dios, acompaña
su predicación con signos y prodigios en favor de quienes son prisioneros
de todo tipo de enfermedades y dolencias. El Señor trata a los enfermos
con infinita ternura, pues las personas a las que la salud ha abandonado,
lo mismo que las sufren una grave discapacidad, conservan íntegra su
dignidad, nunca son simples objetos y merecen todo nuestro respeto y cariño.
Muchos cristianos,
hombres y mujeres, como fruto de su fe recia y consecuente, se brindan
a estar junto a los enfermos que tienen necesidad de una asistencia
continuada para asearse, para vestirse y para alimentarse. Este servicio,
cuando se prolonga en el tiempo, se puede volver fatigoso y pesado,
pues es relativamente fácil servir a un enfermo por unas horas o unos
días, pero es más difícil cuidar de una persona durante meses o durante
años, incluso cuando ella ya no es capaz de agradecerlo. No cabe duda de
que éste es un sorprendente camino de santificación personal, en el
que se experimenta de un modo extraordinario la ayuda del Señor, como
muchos hemos podido comprobar a lo largo de nuestra vida. Por otra parte,
constituye una fuente prodigiosa de energía sobrenatural para la
Iglesia, si quien está junto al enfermo ofrece al Señor su entrega por
tantas intenciones preciosas que todos llevamos en el corazón.
El tiempo que pasamos junto al enfermo es un tiempo santo porque
nos hace parecernos a Aquel que «no ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos»(Mt 20,28),
a Aquel que nos dijo también: «Yo estoy en medio de vosotros
como el que sirve»(Lc 22,27). A veces acuciados por las prisas,
por el frenesí del hacer y del producir, nos olvidamos del valor de la
gratuidad, de ocuparnos del otro, de hacernos cargo de él, y especialmente
del valor singular del tiempo empleado junto a la cabecera del enfermo.
En el fondo olvidamos aquella palabra del Señor, que dice: «lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos
conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Dios quiera que en
nuestra Archidiócesis seamos muchos los que comprendamos el valor
que tiene dedicar nuestro tiempo al servicio y al acompañamiento,
con frecuencia silencioso, de nuestros hermanos enfermos que, gracias
a ello, se sienten más amados y consolados.
Esta tarea que corresponde a todo buen cristiano, la realizan de forma
eminente los voluntarios de los equipos de pastoral de la salud, que
llevan el consuelo de Dios, el amor y el afecto de la comunidad parroquial
a los enfermos. Les felicito y agradezco su compromiso, lo mismo que
al Delegado Diocesano de Pastoral de la Salud y a los capellanes de
hospitales. Pido al Señor que les conceda fortaleza para cumplir su
hermosísimo quehacer. A todos les invito a mirar a la Santísima Virgen, Salud de los enfermos. Ella es para todos nosotros
garante de la ternura del amor de Dios y modelo de abandono a su voluntad.
Ella alienta a todos los entregados a esa pastoral preciosa a que siempre
encuentren en la fe, alimentada por la Palabra y los Sacramentos, la
fuerza para amar a Dios y a los hermanos que viven la experiencia
de la enfermedad.
Para todos
ellos, para el personal sanitario y para quienes cuidan en sus casas
con infinito amor a sus seres queridos enfermos, mi afecto fraterno
y mi bendición.
Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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