Es, quizás,
una de las experiencias más gratificantes que podemos tener en la
vida: alguien en quien podernos apoyar, alguien ante el cual no hay que
fingir con engaño ni explicar cansinamente mil cosas para que nos pueda
aceptar. Cabalmente esta es la experiencia del propio hogar con tu familia,
la del pequeño círculo de amigos de verdad: saben quién eres, conocen
tus límites sin despreciarte y también tus talentos sin aprovecharse de ti.
La cuestión de la confianza es algo que aprendemos apenas abrimos
nuestros ojos. Siendo como somos seres que nacemos en la más total dependencia,
nuestros primeros pasos en la vida son fruto del mucho amor por parte de
quienes más nos quieren, que deciden por nosotros pensando en nuestro
bien. Y a base de dejarnos cuidar, terminamos por aprender qué significa
vivir en un descuido; a base de experimentar el cobijo de quien nos
protege por amor, llegamos a saber y a valorar agradecidamente el
regalo de la confianza.
Esto ha pasado
a nuestro lenguaje corriente, y los padres y los amigos nos avisan su
cautela: fíate o no te fíes, cuando algo o alguien merodea nuestra
vida. Así, una de las dádivas más hermosas que se nos pueden dar en la
vida, es el tener cerca a alguien de quien podamos fiarnos. Una confianza
tejida de gestos amables, de palabras sabias, de silencios elocuentes,
de respeto maduro, de ternura delicada, de paciencia inmensa, de
alegría sincera. Todos tenemos esta experiencia junta a las personas en
las que hemos sido bendecidos, las que verdaderamente
nos han querido.
Así le ocurrió a San Pablo, tan pagado de sí mismo y tan seguro de
sus incertidumbres, hasta que se encontró con Cristo y sólo entonces
pudo decir aquello que le valió por toda una vida: “sé de quién me he fiado”
(2 Tim 1,12). Bien pudo él comparar sus falsas confianzas
de antaño, con la que encontró en el Señor, cuando sin cita previa, Jesucristo
se le cruzó en aquel día y hora, en su camino de Damasco, cuando descabalgó
para siempre sus desconfianzas para empezar a fiarse de Dios como con
sus padres hacen los niños.
Vivimos despiadadamente
en un mundo que no propicia la confianza mutua, y vemos cómo a diario
se dan las traiciones vengadoras, los rencores resentidos, sin que podamos
apoyarnos en alguien que valga la pena. Está en el controvertido maremágnum
de la política cuando no es honesta. Pero puede suceder en otros ámbitos
si no cuidamos esta delicada planta de la confianza. Y cuando nos hacemos
desconfiados, todo se torna sospecha, insidia, adversidad. Ya no es
hermano quien tengo al lado o enfrente, sino que es rival que conmigo se
pelea porfiando lo que yo he conquistado o al que arrebatar lo que yo
no tengo todavía.
Entonces la
vida se hace bronca, incierta, imponiendo un desgaste en las relaciones
humanas omitiendo la humilde verdad de que todos somos necesarios y
nadie es imprescindible. Toda historia de soberbia orgullosa que
acaba en el desprecio del otro, como toda historia de envidia codiciosa
que acaba en violencia, bebe de la desconfianza que nos enfrenta olvidando
que al hermanarnos Dios que nos creó, nos hizo dependientes unos de
otros. No se trata de una dependencia que humilla y esclaviza, sino
una dependencia que completa y complementa. Es el mismo misterio del
mismo Dios: tres Personas distintas que se aman con esa complementariedad
de un Eterno Amante que es el Padre, que quiere a un Eterno Amado que es el
Hijo, en un Eterno Amor que es el Espíritu Santo. Es la confianza divina
de la que somos imagen y semejanza para hacer fraternamente un mundo
distinto y mejor.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo
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