lunes, 14 de mayo de 2018

To­ca­dos por la Pa­la­bra y mi­sio­ne­ros como Ma­ría



Aca­ba­mos de co­men­zar el mes de mayo, en el que toda la Igle­sia mira con es­pe­cial in­te­rés y aten­ción a la San­tí­si­ma Vir­gen Ma­ría. Esta mu­jer que, al anun­ciar­le el án­gel lo que Dios que­ría y desea­ba de Ella, aco­gió su Pa­la­bra con to­das las con­se­cuen­cias en su co­ra­zón y en su cuer­po; de tal modo que, en esa aco­gi­da de to­ta­li­dad, vino la Vida al mun­do: Je­su­cris­to. Des­pués de Él, la Vir­gen con­ser­va el lu­gar más alto en la Igle­sia y el más cer­cano a no­so­tros los hom­bres. Des­de Ella y con Ella quie­ro ha­bla­ros de lo que ha de sig­ni­fi­car para no­so­tros vi­vir to­ca­dos por la Pa­la­bra de Dios y ver que ahí sur­ge el im­pul­so mi­sio­ne­ro para ser fie­les a la mi­sión de su Hijo. Que Ma­ría in­ter­ce­da por los mi­sio­ne­ros de nues­tra ar­chi­dió­ce­sis de Ma­drid y por quie­nes en­via­mos a la mi­sión en este pró­xi­mo cur­so.
Muchas ve­ces he dado vuel­tas en mi ca­be­za al tex­to del Mag­ní­fi­cat, que es la poe­sía de nues­tra Ma­dre; es un te­ji­do tan be­llo, tan bien cons­trui­do con hi­los di­ver­sos del An­ti­guo Tes­ta­men­to, que os in­vi­to a que os de­ten­gáis en él. Po­de­mos con­tem­plar la hon­du­ra que ad­quie­re la vida de Ma­ría cuan­do se deja to­car por la Pa­la­bra. Pen­sa­ba con Dios y quien rea­li­za así su pen­sa­mien­to pien­sa siem­pre bien. Ha­bla­ba con Dios y por eso sus pa­la­bras eran siem­pre de vida. Los cri­te­rios para mo­ver su vida eran los que apren­día y le daba la Pa­la­bra y, por ello, eran bue­nos, de­ci­di­dos, va­lien­tes, nun­ca eran de­ci­sio­nes im­pro­vi­sa­das. Y vi­vía des­de una ale­gría que des­bor­da­ba toda su vida, por­que era la ale­gría que tie­ne un ma­nan­tial que es Dios mis­mo; es la ale­gría del amor que col­ma la vida y se des­bor­da para dar­la a los de­más.

Pero no so­la­men­te Ma­ría está cons­trui­da por la Pa­la­bra de Dios, sino que es he­chu­ra de esa Pa­la­bra y por eso pue­de con­ver­tir­se en mo­ra­da de la Pa­la­bra en este mun­do. Cuan­do el án­gel se pre­sen­ta ante Ella en la Anun­cia­ción di­cién­do­le: «Lle­na de gra­cia», res­pon­de con pron­ti­tud: «He aquí la es­cla­va del Se­ñor, há­ga­se en mí se­gún tu pa­la­bra» (Lc 1, 38). No sé si ha­béis caí­do en la cuen­ta de algo muy be­llo: el sa­lu­do en­tre los ju­díos era siem­pre sha­lom (paz) y en­tre los grie­gos era kai­re (alé­gra­te, re­go­cí­ja­te); el án­gel uti­li­za la pa­la­bra kai­re, lo que, en el inicio de la evan­ge­li­za­ción, im­pli­ca la aper­tu­ra a la uni­ver­sa­li­dad, a to­dos los pue­blos, como en al­gu­na oca­sión re­cor­dó Be­ne­dic­to XVI. Ma­ría se con­vier­te ya des­de la Anun­cia­ción en mi­sio­ne­ra, su  lo es para que la Bue­na No­ti­cia lle­gue a to­dos los hom­bres. Abra­za­da a la vo­lun­tad sal­va­do­ra de Dios con todo su ser, se en­tre­gó to­tal­men­te, no guar­dó nada para sí mis­ma. Y así, con Él, se puso al ser­vi­cio del mis­te­rio de la re­den­ción. En este sen­ti­do pro­fun­do, es la pri­me­ra mi­sio­ne­ra. San Ire­neo lo dice con una ex­pre­sión muy acer­ta­da: «Por su obe­dien­cia fue cau­sa de la sal­va­ción pro­pia y de la de todo el gé­ne­ro hu­mano».
Por otra par­te, a Ma­ría le dice el án­gel: «No te­mas, Ma­ría». Por­que, ¿cómo no te­mer lle­van­do el peso de ser Ma­dre del Hijo de Dios? Pero el án­gel aña­de algo que Ella creía con todo su co­ra­zón: «Por­que has ha­lla­do gra­cia de­lan­te de Dios», es de­cir, tú lle­vas a Dios, pero Dios te lle­va a ti. Es la ex­pe­rien­cia ne­ce­sa­ria para ser mi­sio­ne­ro; ves el ca­mino y pue­de asus­tar, pero por otra par­te sa­bes que vas en nom­bre del Se­ñor y, si es así, nun­ca sen­ti­rás el aban­dono, todo lo con­tra­rio, sen­ti­rás su cer­ca­nía y su amor, ve­ras que es Él quien te lle­va de la mano. El  de Ma­ría es re­fle­jo to­tal del  de Cris­to cuan­do en­tró en el mun­do tal y como nos lo dice la car­ta a los He­breos: «He aquí que ven­go a ha­cer, oh Dios, tu vo­lun­tad» (Hb 10, 7).

Tres as­pec­tos me agra­da­ría en­tre­ga­ros hoy para vi­vir este mes de mayo jun­to a Ma­ría:
1.   Des­cu­bra­mos en Ma­ría la fuer­za de la mi­sión y de la ca­to­li­ci­dad: Ma­ría cen­tra su vida en el mis­te­rio de Cris­to. Es­cu­cha a Dios en lo pro­fun­do de su co­ra­zón y ve cómo en la sen­ci­llez de una al­dea de Ga­li­lea, en­con­tró gra­cia a los ojos de Dios y co­men­zó a rea­li­zar­se en su vida esa pro­fe­cía que tan­tas ve­ces he­mos es­cu­cha­do: «Pon­dré enemis­tad en­tre ti y la mu­jer, y en­tre tu li­na­je y su li­na­je: él te pi­sa­rá la ca­be­za mien­tras tu ace­chas su cal­ca­ñar» (Gn 3, 15). Cada día es­toy más con­ven­ci­do de que el amor a la Vir­gen Ma­ría es la gran fuer­za de la Igle­sia; a tra­vés de Ella co­no­ce­mos la ter­nu­ra de Dios, que vino a no­so­tros para com­par­tir nues­tra vida en sus ale­grías, es­pe­ran­zas, fa­ti­gas, ocu­pa­cio­nes, idea­les, ha­cer­nos cre­cer más y más en la fra­ter­ni­dad de to­dos los hom­bres. Cul­ti­vad ese go­zo­so amor a la Vir­gen Ma­ría, siem­pre nos en­se­ña esa ma­ne­ra de es­tar to­tal­men­te dis­po­ni­bles para Dios y así ha­cer­lo para to­dos los hom­bres sin ex­cep­ción. Par­ti­ci­par con Ella en ese  sin re­ser­vas nos hace te­ner un co­ra­zón sin fron­te­ras, uni­ver­sal, para to­dos. En Ma­ría ve­mos cómo se su­pera todo en la ab­so­lu­ta dis­po­ni­bi­li­dad a Dios para to­dos los hom­bres.
2.   Des­cu­bra­mos el po­der de la ora­ción jun­to a Ma­ría: cada vez que vuel­vo a me­di­tar cómo nos pre­sen­ta el li­bro de los He­chos de los Após­to­les a Ma­ría en ora­ción en el Ce­nácu­lo jun­to a los após­to­les, veo la ab­so­lu­ta con­fian­za que tie­ne en Dios y su gran mi­se­ri­cor­dia que se des­bor­da so­bre no­so­tros. Des­cu­bro el po­der de la ora­ción en la que Ma­ría cree con to­das sus fuer­zas. Ahí per­ci­bo que es esa con­fian­za en el po­der de la ora­ción, y la mi­se­ri­cor­dia que ex­pe­ri­men­ta­mos en ella, la que Ella quie­re co­mu­ni­car a los dis­cí­pu­los que es­tán tam­bién allí en ora­ción. En el fon­do lo que Ma­ría nos dice es que nun­ca nos can­se­mos de lla­mar a la puer­ta de Dios. Qui­sie­ra de­ci­ros que esta fuer­za la des­cu­bri­mos en la Cruz en esas dos mi­ra­das: la de Je­sús a su Ma­dre y la de su Ma­dre a Je­sús. En una es Je­sús quien mira a su Ma­dre y le con­fía al após­tol: «este es tu hijo»; en Juan es­tá­ba­mos to­dos no­so­tros. En la otra, la de Ma­ría a Je­sús; se­gu­ro que Ella re­cor­da­ría la mi­ra­da de amor que Dios tuvo so­bre ella cuan­do miró su pe­que­ñez y su hu­mil­dad y le pi­dió ser Ma­dre de Dios. Con esas dos mi­ra­das nos con­tem­pla hoy la Vir­gen Ma­ría a to­dos no­so­tros.
3.   Des­cu­bra­mos en Ma­ría a la Ma­dre de la Igle­sia y de la hu­ma­ni­dad: el 21 de no­viem­bre de 1964, el bea­to Pa­blo VI la atri­bu­yó el tí­tu­lo de Ma­dre de la Igle­sia. ¡Qué fuer­za en­vol­ven­te tie­ne para no­so­tros sa­ber que Ella, al es­tar to­tal­men­te uni­da a Cris­to, nos per­te­ne­ce to­tal­men­te tam­bién a no­so­tros! Está más cer­ca de no­so­tros que cual­quier otro ser hu­mano, por­que Cris­to es un hom­bre para los hom­bres y todo su ser «es un ser para no­so­tros». Ma­ría nos acom­pa­ña en toda nues­tra vida como acom­pa­ñó a Je­sús. ¿Os dais cuen­ta de la hon­du­ra que tie­ne el sa­ber que Dios es re­ci­bi­do por Ma­ría? ¿Caéis en la cuen­ta de que el seno de Ma­ría se con­vier­te en el san­tua­rio más her­mo­so y be­llo que exis­te, cu­bier­to por el Es­pí­ri­tu San­to, por la som­bra de Dios? Es ahí don­de Ma­ría co­mien­za un ca­mino de acom­pa­ña­mien­to a la Vida, sí, a la Vida que es Je­su­cris­to. Acom­pa­ña a Je­sús que cre­ce, lo acom­pa­ña en las di­fi­cul­ta­des que tie­ne, en las per­se­cu­cio­nes, lo acom­pa­ña en la Cruz, lo acom­pa­ña en la so­le­dad de esa no­che en el que lo tor­tu­ran, está al pie de la Cruz, acom­pa­ña su vida y acom­pa­ña su muer­te y re­su­rrec­ción. Pero qui­sie­ra que os die­seis cuen­ta de que su tra­ba­jo no ter­mi­na, por­que Je­sús le en­co­mien­da la Igle­sia. La que cui­dó la Vida des­de el prin­ci­pio si­gue cui­dán­do­nos a no­so­tros con su amor y con su co­ra­je. De­je­mos que nos acom­pa­ñe.

Con gran afec­to, os ben­di­ce,
+Car­los Card. Oso­ro,
Ar­zo­bis­po de Ma­drid


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