Ocurrió en una plaza corriente, por donde la vida pasa con todos sus
momentos en los que queda retratada la gente. Aquel día Jesús se quedó
mirando a un grupo de niños que jugaban en la plaza. Los vio enfadarse,
porfiar, cómo tocaban la flauta y entonaban cantares, o cómo se ponían
serios cuando compartían sus pesares. Cosas de niños, las propias de
una edad. Pero Jesús mirándolos, tomó nota y les se puso como ejemplo a
sus impávidos discípulos que casi todos ellos ya eran unos hombretones
barbados. Una plaza puede ser lugar donde admirar y quedarse prendado
en lo que allí se aprende, incluso de los más pequeños. Una plaza y unas
edades que se convierten en pretexto para que Dios allí nos diga algo que
vale la pena ver, escuchar y aprender.
La vida es una plaza inmensa, con todos sus domicilios y todas sus
edades, con tantas circunstancias en las que se puede situar la existencia
de las personas. El Papa Francisco ha llamado a esta plaza grande que
es la Tierra, la “casa común” que hemos de saber cuidar entre todos. Y
es que la casa es la vocación última, por haber sido la vocación primera,
a la que todos estamos convocados desde todas nuestras intemperies.
El hogar es
ese terruño más de dentro, más de familia, más del espacio que nos vio
nacer y crecer. Siempre hay una dimensión en la vida de las personas,
que permite que nos sintamos y seamos verdaderamente en casa: como un
lugar en donde no somos ni extranjeros ni extraños, en donde nos sabemos
seguros, en donde la gente que nos quiere nos rodea, en donde saben
nuestro nombre, donde han sabido descubrir nuestros talentos, y no se
han escandalizado de nuestros límites y debilidades. Por eso, volver
a ese recinto, a ese hogar, es decir con todo su sentido: qué alegría da
volver a casa.
La Iglesia
como un hogar que acoge. No es un zulo para esconder nuestras vergüenzas
y maldades; no es una mansión que usurpamos para quedarnos en ella como
“okupas”; no es un lugar donde evadirnos de lo que somos, de aquellos
con los que estamos y de hacer lo que hacemos, como si fuera una casa de
nadie y donde no cabe ninguno. No, es un hogar entrañable donde la acogida
se da por parte del mismo Dios y por parte de los hermanos que en esa casa
nos descubrimos como auténticos hijos.
La Iglesia
quiere ser un hogar de la acogida en el sentido más bello y bondadoso
de la expresión. Y esta es la razón por la que colaboramos unos y otros
no solamente en la catequesis con la que formamos la fe de nuestros niños,
jóvenes y adultos, ni tampoco únicamente en la expresión de esa fe a
través de los sacramentos y la liturgia, sino también con la caridad
que se hace gesto de solidaridad amorosa que sale al encuentro de los
más necesitados. Estos son siempre los tres pilares sobre los que se
edifica la comunidad cristiana: la liturgia y la oración, la catequesis
y la formación, y la caridad y el compromiso con la justicia.
La Iglesia es
algo más que una colecta, o una “X” que ponemos en la declaración de la
renta, aunque esto sea un cauce de expresión de nuestra comunión hermanada
o del reconocimiento que nos hacen personas que nos ayudan a ayudar.
La Iglesia es sabernos miembros de una comunidad cristiana que celebra
su fe, la forma y testimonia, y que pone nombre a las necesidades comunes
que no duda en compartir. Además de las obras catequéticas y asistenciales,
también las iglesias como tales, las ermitas, los centros parroquiales,
son patrimonio de este pueblo de Dios que entre todos los que formamos
parte de él debemos saber custodiarlo con gratitud y deseamos mantenerlo
en pie. Qué bueno es que los hermanos vivan unidos en el hogar de Dios.
Por tantos, por muchos, por todos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo
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