Queridos hermanos en el Señor: Os deseo gracia y paz.
El acontecimiento de la Ascensión de Jesús, que es histórico y
trascendente, marca la diferencia entre la manifestación de la gloria
de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre.
A lo largo de las últimas semanas hemos contemplado con los ojos
de la fe, y hemos vivido con gozosa intensidad, el misterio de la resurrección
que se hace presente y manifiesto en las apariciones de Jesucristo Viviente.
Ahora, la humanidad
de Cristo, y con Él nuestra propia humanidad, entra en la gloria divina.
Jesucristo nos abre el camino y nos indica el sendero. Nos guía, nos
precede y acompaña.
Tenemos experiencia de caminar con aspecto sombrío por senderos
abruptos y pedregosos. Sabemos lo que significa sentir el peso de una
mochila llena de amarguras, reproches y sinsabores. Avanzamos lenta
y pesadamente sin encontrar orientación y sin vislumbrar la meta. Es
evidente el riesgo de dejarnos llevar por “un espíritu apocado, tristón,
agriado, melancólico, o un bajo perfil sin energía” (Gaudete et exsultate, 122). Puede haber en nuestra
vida y en nuestra actividad una falta de tono que es grave cuando procede
de dentro. El consumismo empacha el corazón porque brinda placeres
ocasionales y pasajeros, pero no la auténtica alegría. Nos sentimos
paralizados por el miedo y el cálculo y solamente nos atrevemos a
frecuentar senderos conocidos y en apariencia seguros.
No podemos
prescindir del silencio para calmar nuestras ansiedades y para recomponer
toda nuestra vida a la luz de Dios. Necesitamos ser educados en la paciencia
de Dios y en sus tiempos, que no coinciden con los nuestros.
Jesucristo
nos dice: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia
mí” (Jn 12,32). La elevación de Cristo en la cruz significa y anuncia su
elevación en la Ascensión al cielo.
Cristo asciende
para hacerse, una vez más, camino. Asciende para orientar definitivamente
nuestra mirada hacia los bienes de arriba y para dirigir nuestros pasos
hacia el Padre. Nos atrae, nos eleva, nos hace más leve, suave y llevadero
el yugo de cada día. Nos concede la audacia, la intrepidez, la valentía,
la decisión, el ardor que son necesarios para proclamar con la
vida el Evangelio.
Jesucristo
es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. Es el Señor del
universo y de la historia. En Él la historia de la humanidad y toda la
creación encuentran su cumplimiento, su meta y su plenitud. Hacia Él
se dirige todo. Y con Él todo alcanza su orientación definitiva.
Cristo no asciende
para alejarse. Él es la Cabeza y está elevado y glorificado. Pero permanece
unido a su Cuerpo, que es la Iglesia, y, por tanto, no se desentiende de
la tierra. No se olvida de nosotros, sino que continúa alentando nuestra
vida y nuestra misión para hacerlas más fecundas, más gozosas
y más plenas.
Durante el
mes de mayo, la fe se vuelve peregrina, andariega, caminante, y acudimos
a gran cantidad de ermitas y santuarios para venerar a la Virgen María,
que supo descubrir la novedad que trae Jesús y, llena de la alegría del
Espíritu Santo, cantó las maravillas del Señor. Ella es la primera
peregrina en la fe. Su corazón limpio y transparente, donde custodiaba
el designio de Dios, y su mirada misericordiosa nos animan a vivir
el Evangelio como único criterio, aspirando a los bienes que proceden
de lo alto.
Recibid mi
cordial saludo y mi bendición.
+ Julián Ruiz Martorell,
Obispo de Huesca y de Jaca
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