Los
adultos somos más sutiles, pero venimos al mismo escenario censurador, cuando
usamos palabras banales, frívolas, insignificantes para no decirnos nada usando
muchas verborreas que absolutamente nos cierran el corazón y los sentimientos
de quien deja de hablarnos de la misma manera que un niño le niega a otro la
palabra.
En la
historia de Israel encontramos cómo hay una insistente forma de presentar a
Dios como alguien que no sólo tiene boca, sino que también habla. No sólo tiene
ojos, sino que también ve. No sólo tiene oídos, sino que también escucha. Es un
Dios con entraña. Un Dios que tiene corazón.
El papa
Francisco quiso dedicar un día del año precisamente a la Palabra. Tenemos un
día dedicado a la Eucaristía, y otro dedicado a la Cruz. Pero faltaba uno
dedicado a esos labios divinos que a través de su boca nos pronuncian su
Palabra. Y con este domingo tercero del tiempo ordinario, nos llega esta invitación
para ponernos a la escucha de quien siempre tiene que decirnos algo. Porque
Dios no es mudo, aunque a veces guarde aparentemente silencio, pues siempre
tiene algo que decirnos cuando nos habla o cuando se calla. Su Palabra nos
acompaña siempre en todas las circunstancias, y nos acampa luminosamente su
tienda de encuentro en medio de nuestras penumbrosas contiendas de
desencuentros. Hay una Palabra que Él nos susurra con delicadeza como una
brisa, o nos grita con toda su fuerza como el huracán, para que sacudamos
sorderas enmudecidas y superemos tristezas alicortas, porque la vida es siempre
ese altavoz que nos trae mensajes desde ese cielo desde el cual sus ojos
paternos siguen nuestros pasos en la tierra, al igual que sus latidos se
acompasan con nuestros pálpitos del corazón.
El texto
que enmarca esta jornada está tomado de una carta de San Pablo: “Mantened firme
la Palabra de la Vida” (Filp. 2, 16). Se nos invita a guardar amorosamente esa
Palabra, a custodiarla con firmeza, porque es una Palabra que nos trae la vida.
Demasiadas palabras nos decimos a menudo que nos acercan la muerte o nos hacen
perorar sobre la muerte. En estos días de termómetros pandémicos, andamos con
el inevitable monotema que un virus ha introducido en nuestras conversaciones, señalando
y casi reduciendo a esta sola cuestión lo que podemos intercambiarnos para
decirnos cosas.
Cuesta
hablar de otros temas, como si todos hubieran empalidecido y hubieran sido
eclipsados ante algo que objetivamente nos preocupa y acorrala. Pero hay una
Palabra que es mayor que nuestros mutismos, más grande que nuestras penurias,
más bella que nuestras tragedias. Es una Palabra que trae vida, con toda su
carga de luz y de esperanza, una Palabra que no engaña. De modo que nuestro
silencio tan pronto se llena de ella, pierde de este modo su secuestro, al
igual que la noche de nuestras tinieblas ante una luz inesperada que devuelve
el color a cada cosa con la llegada del nuevo día.
Sí, vale
la pena escuchar las palabras que no pasan, las que se pronuncian no para
hablar del tiempo que hace sino de lo que sucede en el tiempo que pasa,
llenándolo de sentido y esperanza, porque los hablares de Dios son siempre una
buena noticia. Benditos los que tienen oídos para escuchar tan hermosa, tan
verdadera y tan bondadosa Palabra, como lo hizo María que la guardó en su
corazón.
+ Jesús
Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo