lunes, 18 de enero de 2021

Mi único oficio es glorificar a Dios

 

Tal vez son los años o son las impresiones de nuestro corazón o son los caminos de la sabiduría que cuanto más se avanza en el tiempo más sentimos que lo único que motiva nuestros quehaceres diarios es la Gloria de Dios. No quiero ser pretencioso y menos aplicar a nuestra vida algo que aún debe madurar, pero si decir que si algo significa la experiencia humana es mirar cara a cara la realidad más honda que es la de saber que Dios nos ama y que todo lo que salga fuera de esta coordenada lleva al nihilismo más absoluto. La destrucción más honda que existe y que deshumaniza al ser humano es cuando él mismo se glorifica a sí mismo y sólo a sí mismo. Es una de las dificultades que hoy se manifiesta muchas veces en nuestra sociedad y además con la pretensión más engañosa puesto que se quiere revestir de auténtica libertad cuando por el contrario es esclavitud. Es un engaño envuelto en un manto de progreso pero que por dentro está sostenido en una realidad vacía y corrupta.

El mismo Cristo, al que contemplábamos en la Navidad, es quien nos hace caer en la cuenta de nuestros errores. En el centro de la fe descansa la convicción de que el Dios invisible, desconocido, creador de todo, amó tanto a la humanidad que se puso en nuestro lugar y asumió la naturaleza humana para sacarnos del pozo ciego, donde estábamos sumidos, para llevarnos a la luz. Jesucristo ha querido compartir su propia vida de Hijo de Dios con cada persona humana y no para aniquilar ni disminuir nuestra naturaleza sino para darla valor del cual el ser humano estaba ausente. Nada es comparable a este amor concreto de Dios que nos acompaña, es más, asume nuestra propia naturaleza y la eleva a la dignidad más grande.

Un gran Padre de la Iglesia, San Irineo de Lyón, que nació en el siglo II, en la ciudad de Esmirna, en la costa occidental de la actual Turquía escribe unos textos impresionantes sobre la auténtica fe de la Iglesia en contra de las herejías reinantes. Oyendo predicar al viejo Obispo San Policarpo, discípulo del apóstol San Juan, se sintió interpelado y dedicó todo su quehacer a desmontar los engaños de los errores extendidos por los ámbitos intelectuales de aquel momento histórico. San Irineo llegó a ser más tarde el segundo Obispo de Lyón (Francia). Hay una frase de este gran evangelizador que siempre me ha impresionado y es la siguiente: “La vida en el hombre es la gloria de Dios, la vida del hombre es la visión de Dios” (Tratado contra las herejías, libro 4,20:7). Podemos decir que el hombre está “vivo”, es decir, que cada ser humano tiene el deseo de una vida plena y verdadera. Es lo único que realiza a la persona en su madurez humana.

Ante las dificultades de la vida y las contrariedades que vienen y los sufrimientos de todo tipo que acosan la experiencia humana, uno se pregunta: “¿Mi vida tiene sentido? ¿Merece la pena luchar?” Y la respuesta que es auténtica y válida, que nada tiene que ver con la magia y menos con huidas a imaginaciones vacías, es: “Mi vida tiene sentido porque tengo a un Dios que me ama, que ha apostado en Cristo por mi vida y es el único que me salva”. Tal es así que en los estudios de sicólogos y siquiatras afirman que el gran peligro que el ser humano padece y le lleva a la desesperación es el haber perdido el sentido de la transcendencia. Otros afirman que conviene potenciar el “optimismo inteligente” que lleva consigo superar las circunstancias más duras. Y en este sentido se habla, hoy en día, de “alienación” o de “absurdo” porque es precisamente debido a esa toma de conciencia de que algo importante le falta a nuestra vida, algo que buscar más allá, en vez de satisfacciones instantáneas que provoca la sociedad de consumo y relativista donde todo vale.

Estamos invitados a entrar en una vida que es simplemente el amor de Dios que quiere y desea compartir con nosotros. Esta es la máxima Gloria de Dios y gloria para nosotros. Lo más importante es saber gustar con el aroma del amor que procede de Dios el misterio escondido de cada vocación. “Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según sus designio” (Rm 8, 28). Muchas decepciones matrimoniales, sacerdotales, religiosas… tienen como raíz y quicio el no haber sabido situarse y de modo especial apreciando que su vocación sólo tiene sentido si se vive sólo y exclusivamente para la Gloria de Dios. Nuestro único oficio es glorificar a Dios. Con este sentido la vida es vida.

+ Mons. Francisco Pérez

Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela

 

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