Fue distinta la Semana Santa y sus alrededores. Lo está siendo también la Navidad y sus calendas. Hay un aire de extrañeza en el que no es fácil superar con nuevas normalidades todo cuanto está condicionando estas entrañables fiestas navideñas. Algunos lo han dicho en medio de la circunstancia que estamos viviendo, y quizás también nosotros lo hemos pensado: ¿podemos este año celebrar la Navidad como fiesta con la que está cayendo? La pandemia intrusa que se nos ha colado en la vida sin pedirnos permiso, nos está quitando tantas cosas. Nos quita la salud, nos llega a quitar la vida, como hemos visto en tanta gente querida que ha quedado tocada o que nos ha dejado. Ha llevado al traste el trabajo de personas sencillas que vivían del sudor de su frente, sumiendo a sus familias en situaciones tremendas. Niños que no entienden el llanto de sus mayores ante algo que ellos no acaban de comprender en su gravedad más fiera. Hay mucha gente asustada, que tiene miedo y ha perdido la esperanza. Al tiempo, hay otros que se aprovechan para imponernos sus ideologías políticas a cualquier precio, sus leyes abusivas contra la libertad y la vida, sus interesadas historias irrealmente maquilladas ante el espejo de su insufrible narcisismo. Cuando todo esto sucede, nos cuestionamos si es posible la esperanza, si podremos volver a comenzar cuando aparezcan las vacunas varias que necesitamos para las varias pandemias en curso.
Los
cristianos podemos y hasta debemos celebrar la Navidad, precisamente cuando más
arrecia lo que nos puede acorralar la alegría y ensombrecer la esperanza. La
Navidad no es sólo algo que sucedió hace dos mil años, sino algo que sucede
cada día. Hay una luz más grande y poderosa que todas nuestras oscuridades
juntas. Hay una ternura capaz de superar la dureza de nuestra existencia. Hay
una paz que viene a desarmar nuestras violencias todas. Y tamaña gracia Dios la
ha querido ofrecer a través de un pequeño y divino bebé, que nace de una joven
doncella que se fió de Él, y de un artesano carpintero llamado José que,
enamorado de María su prometida, supo respetar hasta el extremo lo que el Señor
había dispuesto. Ellos tres, hace dos mil años, en aquella cueva de pastores
ofrecían al mundo de todos los tiempos este regalo.
Y lo
mismo nos decimos llegando el comienzo de un año nuevo, tras doblar por su
esquina el año 2020 que nos ha resultado tan aciago. En estos primeros lances
de enero nos saludamos con la expresión popular del “feliz año nuevo”.
Quisiéramos que fuera un talismán bondadoso que produjera lo que nos decimos
sin más. Pero, la dura realidad es que cuanto dejamos al tomarnos unas uvas
confinadas que se nos atragantaban entre el miedo y el dolor por todo lo que
nos está pasando, nos esperaba en el albor del nuevo año sin que apenas haya
habido un cambio en la circunstancia.
Y, sin
embargo, nos deseamos venturosos el “feliz año nuevo”, que en clave cristiana
no significa una historia inventada para engañarnos diciendo que ya todo ha
pasado, y que «año nuevo, vida nueva», sin más. La actitud cristiana no cambia
la circunstancia que nos asola, sino que su novedad consiste en el modo nuevo
de mirarla, en un momento duro que por tantos motivos nos duele, pero no nos
destruye ya. Es mirar las cosas y vivirlas desde la confianza de sabernos en
manos de un Dios al que le importa mi vida, que me concede su luz en medio de
tanta penumbra, su paz cuando me amenazan los conflictos, su verdad como ayuda
ante tantas mentiras, su gracia como don que me hace fuerte en la vulnerabilidad
de mi pequeñez. Decirnos «feliz año nuevo» así significa precisamente esto:
mirar la circunstancia como Dios la contempla con sus ojos mientras nos ofrece
este tiempo cual oportunidad para crecer como hijos suyos y hermanos de los que
nos ha puesto a nuestro lado. Esta es la novedad ante el año que comienza.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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