«Misericordia quiero y no sacrificio» (Mt
9, 13). Las obras de misericordia en el camino jubilar
(RV).- El Papa Francisco ha titulado su
Mensaje para la Cuaresma del Jubileo de la Misericordia con las palabras
de Jesús: «Misericordia quiero y no sacrificio» (Mt 9, 13),
destacando las obras de misericordia en el camino jubilar.
«María, icono de una Iglesia que
evangeliza porque es evangelizada»; «La alianza de Dios con los hombres: una
historia de misericordia; y «Las obras de misericordia», son los tres
puntos del mensaje pontificio.
En el primero, evocando el Magníficat
de María, el Santo Padre empieza reiterando su invitación - como hizo en la
Bula de convocación del Jubileo extraordinario – a que «la Cuaresma de este Año
Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y
experimentar la misericordia de Dios» (Misericordiae vultus, 17).
Y señala que, con la invitación a
escuchar la Palabra de Dios y a participar en la iniciativa «24
horas para el Señor», quiso hacer hincapié en la primacía de la
«escucha orante de la Palabra, especialmente de la palabra profética. La
misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada
cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio».
«Por eso, en el tiempo de la Cuaresma
enviaré a los Misioneros de la Misericordia, a fin de que sean para todos
un signo concreto de la cercanía y del perdón de Dios», escribe el Papa
Francisco.
En el segundo punto, recuerda que «el
misterio de la misericordia divina» que se revela a lo largo de la historia de
la alianza entre Dios – siempre rico en misericordia y ternura- y su pueblo. «Drama
de amor» que «alcanza su culmen en Jesús el Hijo hecho hombre. En él
Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la
«Misericordia encarnada» (Misericordiae vultus, 8).
En el tercer punto, el Santo Padre subraya
una vez más la importancia de la obras de misericordia corporales y
espirituales, con su especial anhelo de que el pueblo cristiano reflexione
sobre ellas durante el Jubileo: «será un modo para despertar nuestra
conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para
entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los
privilegiados de la misericordia divina» (ibíd., 15).
«En el pobre, en efecto, la carne
de Cristo «se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado,
flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros lo reconozcamos, lo
toquemos y lo asistamos con cuidado» (ibíd.), escribe el Papa Francisco
y añade: «misterio inaudito y escandaloso la continuación en la historia del
sufrimiento del Cordero Inocente, zarza ardiente de amor gratuito ante el cual,
como Moisés, sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5);
más aún cuando el pobre es el hermano o la hermana en Cristo que sufren
a causa de su fe».
Tras poner en guardia contra la
«esclavitud del pecado», que «empuja a utilizar la riqueza y el poder no
para servir a Dios y a los demás», «hasta el punto que ni siquiera ve al pobre Lázaro,
que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21), y que es figura
de Cristo que en los pobres mendiga nuestra conversión», el Santo Padre
señala que: «Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos
ofrece y que quizá no vemos».
Y este ofuscamiento va acompañado de un
soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente
el demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado. Ese
delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los
totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del
pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea
irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente
también pueden mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso
de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual
las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al
destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a
mirarlos».
El mensaje del Papa Bergoglio, firmado en
el Vaticano el 4 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís, de 2015, termina
con esta exhortación: «No perdamos este tiempo de Cuaresma favorable
para la conversión. Lo pedimos por la intercesión materna de la Virgen
María, que fue la primera que, frente a la grandeza de la misericordia divina
que recibió gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48),
reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38).
(CdM – RV)
Texto completo en español del Mensaje del
Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2016:
“Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt
9,13). Las obras de misericordia en el camino jubilar
1. María, icono de una Iglesia que
evangeliza porque es evangelizada
En la Bula de convocación del Jubileo
invité a que «la Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad,
como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios» (Misericordiae
vultus, 17). Con la invitación a escuchar la Palabra de Dios y a participar
en la iniciativa «24 horas para el Señor» quise hacer hincapié en la primacía
de la escucha orante de la Palabra, especialmente de la palabra profética. La
misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada cristiano
está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio. Por eso, en el
tiempo de la Cuaresma enviaré a los Misioneros de la Misericordia, a fin de que
sean para todos un signo concreto de la cercanía y del perdón de Dios.
María, después de haber acogido la Buena
Noticia que le dirige el arcángel Gabriel, María canta proféticamente en el Magnificat la
misericordia con la que Dios la ha elegido. La Virgen de Nazaret, prometida con
José, se convierte así en el icono perfecto de la Iglesia que evangeliza,
porque fue y sigue siendo evangelizada por obra del Espíritu Santo, que hizo
fecundo su vientre virginal. En la tradición profética, en su etimología, la
misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas
maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed)
que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales.
2. La alianza de Dios con los
hombres: una historia de misericordia
El misterio de la misericordia divina se
revela a lo largo de la historia de la alianza entre Dios y su pueblo Israel.
Dios, en efecto, se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar
en su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral,
especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe el
vínculo del Pacto y es preciso ratificar la alianza de modo más estable en la
justicia y la verdad. Aquí estamos frente a un auténtico drama de amor, en el
cual Dios desempeña el papel de padre y de marido traicionado, mientras que
Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel. Son justamente las imágenes
familiares —como en el caso de Oseas (cf. Os 1-2)— las que
expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo.
Este drama de amor alcanza su culmen en el
Hijo hecho hombre. En él Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto
que hace de él la «Misericordia encarnada» (Misericordiae vultus, 8). En
efecto, como hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel a todos los efectos. Y
lo es hasta tal punto que encarna la escucha perfecta de Dios que el Shemà requiere
a todo judío, y que todavía hoy es el corazón de la alianza de Dios con Israel:
«Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues,
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas» (Dt6,4-5). El Hijo de Dios es el Esposo que hace cualquier cosa
por ganarse el amor de su Esposa, con quien está unido con un amor
incondicional, que se hace visible en las nupcias eternas con ella.
Es éste el corazón del kerygma apostólico,
en el cual la misericordia divina ocupa un lugar central y fundamental. Es «la
belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y
resucitado» (Exh. ap. Evangelii gaudium, 36), el primer anuncio que
«siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y siempre hay que volver
a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis» (ibíd.,
164). La Misericordia entonces «expresa el comportamiento de Dios hacia el
pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y
creer» (Misericordiae vultus, 21), restableciendo de ese modo la
relación con él. Y, en Jesús crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador
incluso en su lejanía más extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó
de Él. Y esto lo hace con la esperanza de poder así, finalmente, enternecer el
corazón endurecido de su Esposa.
3. Las obras de misericordia
La misericordia de Dios transforma el
corazón del hombre haciéndole experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez
capaz de misericordia. Es siempre un milagro el que la misericordia divina se
irradie en la vida de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y
animándonos a vivir lo que la tradición de la Iglesia llama las obras de
misericordia corporales y espirituales. Ellas nos recuerdan que nuestra fe se
traduce en gestos concretos y cotidianos, destinados a ayudar a nuestro prójimo
en el cuerpo y en el espíritu, y sobre los que seremos juzgados: nutrirlo,
visitarlo, consolarlo y educarlo. Por eso, expresé mi deseo de que «el pueblo
cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia
corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia,
muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más
en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la
misericordia divina» (ibíd., 15). En el pobre, en efecto, la carne de
Cristo «se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado,
desnutrido, en fuga... para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo
asistamos con cuidado» (ibíd.). Misterio inaudito y escandaloso la
continuación en la historia del sufrimiento del Cordero Inocente, zarza
ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés, sólo podemos quitarnos las
sandalias (cf. Ex 3,5); más aún cuando el pobre es el hermano
o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe.
Ante este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6),
el pobre más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es
rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es
esclavo del pecado, que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder no para
servir a Dios y a los demás, sino parar sofocar dentro de sí la íntima
convicción de que tampoco él es más que un pobre mendigo. Y cuanto mayor es el
poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor puede llegar a ser este
engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que ni siquiera ve al pobre
Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21),
y que es figura de Cristo que en los pobres mendiga nuestra conversión. Lázaro
es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y
este ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio de omnipotencia, en el
cual resuena siniestramente el demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5)
que es la raíz de todo pecado. Ese delirio también puede asumir formas sociales
y políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como muestran
hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden
hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para
utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las estructuras de pecado
vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero,
como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven
indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose
incluso a mirarlos.
La Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es
para todos un tiempo favorable para salir por fin de nuestra alienación
existencial gracias a la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia.
Mediante las corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas
que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las
espirituales tocan más directamente nuestra condición de pecadores: aconsejar,
enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras
corporales de las espirituales. Precisamente tocando en el mísero la carne de
Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él
mismo es un pobre mendigo. A través de este camino también los «soberbios», los
«poderosos» y los «ricos», de los que habla el Magnificat, tienen
la posibilidad de darse cuenta de que son inmerecidamente amados por Cristo
crucificado, muerto y resucitado por ellos. Sólo en este amor está la respuesta
a la sed de felicidad y de amor infinitos que el hombre —engañándose— cree
poder colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer. Sin embargo,
siempre queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más herméticamente
a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de su corazón, los
soberbios, los ricos y los poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer
en el eterno abismo de soledad que es el infierno. He aquí, pues, que resuenan
de nuevo para ellos, al igual que para todos nosotros, las lacerantes palabras
de Abrahán: «Tienen a Moisés y los Profetas; que los escuchen» (Lc 16,29).
Esta escucha activa nos preparará del mejor modo posible para celebrar la
victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte del Esposo ya resucitado,
que desea purificar a su Esposa prometida, a la espera de su venida.
No perdamos este tiempo de Cuaresma
favorable para la conversión. Lo pedimos por la intercesión materna de la
Virgen María, que fue la primera que, frente a la grandeza de la misericordia
divina que recibió gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48),
reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38).
Vaticano, 4 de octubre de 2015
Fiesta de San Francisco de Asís