La encarnación ha
dignificado la naturaleza humana
La
liturgia de este domingo invita a una reflexión reposada sobre el alcance de la
encarnación: no ha sido una cosa pasajera, Dios se ha hecho hombre para
quedarse con nosotros para siempre, dignificando así la naturaleza y la
condición humana. Las lecturas nos lo recuerdan. La primera lectura presenta la
sabiduría divina buscando un sitio donde posarse definitivamente y, después de
ver todo el mundo, lo hizo en Israel. Refleja la convicción que tiene el pueblo
judío de que con la revelación divina posee su sabiduría. Era un anuncio de la
encarnación del Verbo, Sabiduría de Dios (1
Cor. 1,24) que se encarnó permanentemente en la raza humana (Evangelio). La
segunda lectura ofrece el marco general de la actuación divina: no improvisa
nada. Decidió crear la humanidad para que participara su gloria por medio de su
Hijo, al que destinó a ser el mayor de muchos hermanos. Esto explica la
encarnación. Para eso envió a su Hijo, que, para actuar entre nosotros de forma
accesible y respetuosa con nuestra libertad, quiso, a pesar de su condición divina (Flp 2,6), tomar la condición humana
(Evangelio).
Desde
entonces Jesucristo, Dios y hombre verdadero, es el centro salvador de la
humanidad, el hombre solo se salva unido a él y por él. En el bautismo nos unimos de forma misteriosa
a su humanidad glorificada, participando así su vida. Desde este momento la
vida cristiana consiste en reproducir su vida en nosotros, haciendo que vaya
creciendo y se vaya manifestando en la forma de pensar, hablar y actuar, en la
muerte estará a nuestro lado y en la resurrección compartiremos su
glorificación. Y en todo este proceso el nexo que nos permite unirnos a él es
nuestra común humanidad.
Su
humanidad es el camino que nos permite imitarle y conocer en profundidad su
persona y en definitiva a Dios invisible. Sta. Teresa lo puso de relieve e
invita a seguir este camino.
Son
muchas las consecuencias prácticas de esta realidad.
Una
muy importante es la dignificación de la persona humana. Toda persona, por ser creada a imagen y semejanza de Dios, tiene valor transcendente. Afeada esta
imagen por el pecado, la encarnación del Hijo de Dios le ha devuelto su valor primitivo
y lo realzado hasta llegar a convertir la persona humana en templo de la Sma.
Trinidad. Una de las manifestaciones de la inculturación de la fe cristiana en
la cultura occidental es la idea compartida de la fraternidad e igualdad, que
ha calado en todas partes y es recordada espontáneamente en estos días de
Navidad.
Otra
faceta es el valor salvador de las acciones humanas. La naturaleza humana no
está corrompida y es capaz de realizar
con la ayuda de la gracia obras buenas. No nos santificamos haciendo cosas
extrañas o recitando fórmulas misteriosas, sino viviendo una auténtica vida
humana, en nuestra vida de familia, de trabajo, de relaciones sociales. Se
trata de vivir todas las facetas de nuestra vida como servicio y expresión de
amor.
La
encarnación es la norma de la actuación divina en el mundo, porque es la más
adecuada a la libertad del hombre, que él respeta. Por ello aparece en otras
manifestaciones. La Palabra de Dios
se nos da encarnada en lenguaje humano. La Iglesia es pueblo de Dios, prolongación de la encarnación. En ella el
sacerdote es signo sacramental de Cristo
Pastor que alimenta y guía a su pueblo. Los sacramentos son acción eficaz
de Dios en una celebración humana. Finalmente Jesús ha querido hacerse presente
de forma especial en los necesitados. Todas estas manifestaciones, al ser
humanas, se exponen a la debilidad y al escándalo, pero manifiestan la
condescendencia de Dios que quiere actuar en nosotros siempre a nuestra altura.
Cuando
celebramos la Eucaristía, celebramos la continuidad del misterio de la
encarnación. Jesús está presente en la comunidad reunida, en el sacerdote
celebrante, en la palabra humana proclamada y en el pan y vino consagrados por
obra del Espíritu Santo.
P. D. Antonio Rodríguez Carmona
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