El Espíritu Santo,
alma de la iglesia.
Pentecostés significa cincuenta y alude a
la fiesta agrícola que celebraba el pueblo judío a los cincuenta días de
comenzar la siega, que comenzaba en la fiesta de Pascua. Era fiesta de acción
de gracias por la cosecha obtenida. Más adelante, se le añadió un sentido
religioso a la cosecha material y además se agradecía el don de la ley y de la
alianza, pues la alianza sinaítica tuvo lugar aproximadamente a los 50 días de
la salida de Egipto. Pentecostés se convirtió así en fiesta de la alianza y de
la ley. Este era un significado muy vivo
en tiempos Jesús. San Lucas, al colocar
el don del Espíritu Santo en Pentecostés, sugiere que el Espíritu Santo es el
gran don que resume toda la cosecha que nos ha conseguido Jesús en su Pascua,
muriendo y resucitando. El Espíritu es la nueva ley interior y la nueva
alianza. Hoy invita la Iglesia a considerar y agradecer el gran don de la
resurrección de Jesús, el Espíritu Santo.
El Espíritu es el amor todopoderoso y
sabio del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Jesús en su resurrección nos lo ha
enviado a todos los bautizados y por ello es el alma del cristiano y de la
Iglesia. Es el Espíritu el que
transforma nuestra débil naturaleza humana en hijos de Dios, uniéndonos a
Cristo resucitado e introduciéndonos así
en la vida divina, en la que podemos compartir la vida filial y fraternal de
Jesús; nos capacita para dirigirnos al Padre con confianza en la oración y para
comportarnos fraternalmente con todos los hombres; nos capacita para pensar,
desear, hablar y actuar como lo hizo Jesús, convirtiéndonos así en signos de
Cristo. Él es el que nos resucitará, llevando a plenitud nuestra incorporación
a la vida divina, lo que implicará compartir la felicidad y la alegría divina.
Toda la vida cristiana es un crecer en el amor a Dios y a los hermanos bajo el
impulso del Espíritu.
El Espíritu no
realiza su tarea transformadora en cada persona de forma aislada sino
incorporándola a la Iglesia y haciendo que actúe dentro de ella, pues en el
bautismo nos une al cuerpo de Cristo, en cuyo contexto realiza su labor en cada
bautizado. En la Iglesia nos capacita para realizar cada uno el carisma propio
que ha recibido para provecho de todo el cuerpo, carisma de dirección, de
apostolado, de profecía, de enseñanza, de socorrer al necesitado... El Espíritu
es alma de todo cristiano y alma de la Iglesia.
La acción del
Espíritu abarca todas las facetas de la vida cristiana. Las lecturas de este
ciclo B subrayan varias de ellas. Gálatas recuerda que la vida humana es lucha
entre tendencias buenas y malas y que el Espíritu nos capacita para vencer,
pero es necesario que nos examinemos para ver si realmente domina en nosotros
el Espíritu o la carne, es decir, las tendencias egoístas y pecaminosas. Para
ello nos ofrece las nueve facetas inseparables del don del Espíritu en tres
ternas: donde está el Espíritu tiene que haber amor, alegría y paz, / capacidad
de comprender al otro, servicialidad, bondad, / lealtad, amabilidad, dominio de
sí.
Por su parte, el
Evangelio invita a dar testimonio de Jesús bajo el impulso del Espíritu y a
dejarse guiar por él en la tarea de actualizar el mensaje de Jesús,
profundizando en todas sus virtualidades, de forma que ilumine las nuevas
situaciones humanas. Esto exige, por una parte, afinidad viva con la palabra de
Dios, pues sólo puede conocer las implicaciones de la palabra de Dios los que
las están viviendo, ya que con el crecimiento de la vida en el Espíritu crece
también la comprensión de las realidades de las que habla el texto bíblico (cf.
VD 30). Por ello los santos en su vida muestran el sentido profundo de la
palabra de Dios (VD 48-49). El Espíritu ayuda a profundizar al que busca
responder mejor a la voluntad de Dios y no al que sólo busca acrecentar
conocimientos. Por otra parte, la profundización la realiza el Espíritu a la
luz de la Tradición viva de la Iglesia y en comunión con el Magisterio (DV 8 y
10).
El
Espíritu es el protagonista de la celebración eucarístíca: es él quien nos une
en Iglesia y nos capacita para orar; es él el que convierte la proclamación de
las lecturas en palabra viva de Dios y abre los corazones para acogerla; es él
el que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo y el que nos
une al sacrificio de Cristo y por él al Padre. Siempre que recibimos a Jesús,
recibimos con él su Espíritu.
Dr.
Antonio Rodríguez Carmona
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