Testigos de Cristo
glorificado
La fiesta de la
Ascensión gravita sobre dos temas importantes de la vida cristiana: Exaltación
de Jesús y misión, invitándonos, por una parte, a reconocer el señorío de Jesús
y, por otra, a darlo a conocer a todos los hombres.
La
Iglesia primitiva proclamó la riqueza de la nueva vida de Jesús con un
vocabulario variado que se complementa mutuamente, especialmente afirmando su
“resurrección” y “exaltación”. Resucitar,
de por sí, sólo indica vuelta a la vida, pero no precisa qué tipo de vida, si
la misma vida humana limitada que tenía la humanidad de Jesús antes u otra
divinizada. El vocabulario de exaltación
lo matiza y saca de duda: Jesús ha vuelto a la vida divina, su humanidad ha
sido divinizada y glorificada. La fiesta de hoy recuerda el hecho con el que
Jesús resucitado puso punto final a las apariciones. Quiso tener una período
especial de apariciones a sus discípulos para convencerlos de su resurrección y
constituirlos testigos privilegiados de ella. Al final le vieron subir, significando con ello que es el
Señor que iba a su trono celestial. Unos mensajeros celestiales les aclaran que
vendrá de nuevo en su gloria para pedirnos cuenta de lo que hemos hecho con su
cosecha y comenzar un reinado total.
La
Iglesia primitiva dio testimonio de diversas maneras, una de ellas fue
proclamando el señorío de Jesús, como aparece en el himno de Filipenses
(2,8-11): Dios le agració con el Nombre
sobre todo nombre... y toda lengua confiese: Jesucristo es Señor para gloria de
Dios Padre. El Resucitado ha sido constituido Señor de la creación, porque
ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,19); porque todo ha
sido creado en él, por él y para él, porque es primogénito de toda criatura y
primogénito de entre los muertos; porque es la
plenitud desbordante (pleroma, Col 1,14-17).), es decir, en él reside toda la vida
natural y sobrenatural y él nos la comunica a nosotros. La Iglesia cristiana
está formada por todos los que reconocen en su vida este señorío, por eso
solemos decir: nuestro Señor, no mi Señor, es decir, es Señor de toda la
comunidad de salvados. Hoy se nos invita a reconocer este señorío en la
celebración litúrgica, pero también inseparablemente en nuestra forma de pensar
y actuar, en nuestra escala de valores y en nuestras decisiones.
Otra implicación
del señorío de Jesús es la obligación de darlo a conocer. La primera lectura lo
explicita: estamos entre el tiempo de la exaltación de Jesús y el de su segunda
venida. Es el tiempo de la Iglesia, cuya finalidad es ser testigos en Jerusalén, Judea, Samaría y hasta el confín de la
tierra, es decir, dar testimonio a todo el mundo de que Jesús es el Señor
que ha conseguido el señorío salvador en beneficio de toda la humanidad. Jesús
ha conseguido la cosecha y toca a la
Iglesia ofrecerla a toda la humanidad hasta que toda ella se beneficie, como se
hará manifiesto el día de la parusía de Jesús. La Iglesia primitiva vio en ello
el cumplimiento del salmo 110,1: Dijo el
Señor a mi Señor, siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como
escabel de tus pies. Esta es la segunda idea clave de esta festividad: la
Iglesia es pueblo misionero (segunda lectura y Evangelio), cuya tarea es ser testigos, es decir proclamar con su vida
y palabras lo que han visto y oído.
Hoy día se nos
invita de una forma especial a ser testigos en un mundo que no sólo desconoce a
Jesús sino que tiene ideas deformadas de él. Nuestra vida tiene que ayudar a
quitar toda idea falsa y ello con convicción, alegría y paciencia, conscientes
de que no se trata de conseguir la victoria final de Jesús, pues ya es Señor y
ya ha conseguido la salvación, sino de que ésta alcance al mayor número posible
de personas. Puede haber fracasos parciales, pero la victoria final ya se ha
conseguido.
La
celebración eucarística es tiempo fuerte en que la comunidad cristiana celebra
y reconoce a Jesús como su Señor para gloria de Dios Padre, y renueva su envío
a la misión.
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