SOLEMNIDAD
DE N. S. JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Todavía con el buen sabor de boca que nos
dejó a todos la ordenación diaconal de John Mario Moná Carvajal, celebrada en
Boltaña la semana pasada… quisiera reiteraros una de las convicciones más
profundas que mueven mi vida: ser sacerdote, al margen del cargo que uno ocupe,
del lugar donde uno haya sido destinado, del servicio ministerial que realice o
de la edad que uno tenga, sigue siendo una de las formas más sublimes de
ejercer hoy la paternidad en una sociedad lastrada por la soledad y la
orfandad. Como dirían nuestros jóvenes, ser sacerdote hoy es ¡una «pasada»!
Baste como botón de muestra el testimonio
que me impresionó al leer el libro «Motivos para creer. Introducción a la fe de
los cristianos». Su autor manifestaba haberse quedado sorprendido ante el éxito
que estaba teniendo en EEUU el libro de Tony Hendra, guionista descreído y
satírico de la tv británica, que paradójicamente llevaba por título: «El
Padre Joe, el hombre que salvó mi alma». En él narraba su gran amistad con un
sacerdote católico que durante décadas, comentaba el autor, fue su punto
de referencia: accesible, compasivo en momentos de crisis, de éxitos, de
fracasos… Nunca intentó hacer méritos, ni ganar una discusión, siempre supo ser
él mismo. Con paciencia fue desmontando, destruyendo mis falsas ilusiones y
ambiciones.
Aquel hombre anciano, con grandes orejas
de delfo, que lentamente iba menguando y envejeciendo… fue la mediación
perfecta para encontrarme con Dios. El mejor regalo que jamás hubiera podido
recibir. Y eso que yo no creía… pero ese hombre sirvió de conexión entre Dios y
yo. Sospecho que muchos hombres y mujeres de hoy atraviesan por situaciones
similares a la mía.
Podemos sentir la incertidumbre, podemos
ser incapaces de ofrecer una explicación intelectualmente satisfactoria de lo
que creemos pero… en alguna parte de nuestro horizonte hay personas que Dios ha
puesto en el mundo para que establezcan esta conexión paradójica y misteriosa.
No importa que esas personas sean tan frágiles y vulnerables como nosotros. Lo
importante es que descubrimos a alguien que vive en el mundo que a nosotros
también nos gustaría habitar…
Mientras haya personas, que de forma
eficaz y valiente, se responsabilicen de Dios, las puertas permanecerán
abiertas y existirá la posibilidad de que otros muchos podamos decir algún día:
CREO, he encontrado mi hogar en Dios.
Con otras palabras, aunque con el mismo
sentimiento, a los pocos días de comenzar mi ministerio episcopal entre
vosotros, al celebrar la fiesta de San José, el 19 de marzo de 2015, os
invitaba a dejaos habitar por Aquel que colma y llena de sentido la vida; os
urgía a salir sin miedo a los caminos; a ser EVANGELIO, esto es, Buena Noticia
para todos; a invitar, sin miramiento, a ser sacerdote a aquellos jóvenes
que intuyeseis que el Señor había adornado con el don de la ternura, la
compasión, la sencillez, la humildad, la entrega, la disponibilidad, la capacidad
de servicio…
Os pedía que no os cansaseis de
importunarle para que bendijese copiosamente nuestra tierra, regada por la
sangre de tantos mártires, con nuevas y santas vocaciones (a san José le
tengo pedidos 12 sacerdotes) como garantía inequívoca de su promesa de futuro.
Os decía también que me negaba a creer que en nuestra Diócesis, que, según los
que conocen su historia, ha sufrido y superado fuertes y profundas crisis, como
el riesgo de ser suprimida, la persecución religiosa de 1936, la crisis de identidad
de los años 70, entre otras, Dios no fuera a seguir suscitando también ahora un
puñado de jóvenes que, fascinados por Jesucristo, estuviesen dispuestos a
ofrecer su propia vida, regalarla a los demás para que pudiesen ser tan felices
como ellos. Me resisto a creer que llegue un día en el que, en nuestros
pueblos, cada vez más envejecidos y despoblados, los jóvenes sean tan
insensibles que no se estremezcan ante tantos “crucificados” como nos salen al
paso y no se ofrezcan para ser sus “cirineos” cargando con las cruces ajenas y
propiciando que se sientan sanados, perdonados, amados incondicionalmente por
Dios.
No se trata, como muy bien intuís, de
ofrecer algo de tiempo, de conocimientos, de energías, de dinero..., sino de
ofrecer la propia vida en favor de los demás, porque —como recordó el Papa
Benedicto XVI al inicio de su pontificado— al mundo no lo salvan los
“crucificadores”, sino los “crucificados”. Sólo Jesucristo crucificado ha
redimido el mundo y ha devuelto a cada persona su propia dignidad de
hijo. La vida y la misión del sacerdote, aunque algunos quisieran
negarles “el pan y la sal”, sigue siendo la «bomba de oxígeno» que regenera la
sangre de nuestro corazón, además de ser una de las formas más fascinantes y
sublimes para realizarse como persona, especialmente aquellos jóvenes que
desean recobrar la armonía, el equilibrio, el respeto, la libertad, la
dignidad, la autenticidad, el cariño, la reconciliación entre los hombres y
Dios…
Son un regalo, una gracia siempre
inmerecida. Los sacerdotes, bien lo sabéis, no caen del cielo con los bolsillos
repletos de estrellas, sino que nacen y crecen en el seno de una familia
cristiana como la vuestra, que es capaz de escuchar la voz de Dios a
través del grito de nuestros hermanos necesitados. A ver quién es el primero,
como diría el Facebook, que clica «me gusta» y reemplaza a John Mario en
el Seminario.
Con mi afecto y bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón
Amén
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