Según el DRAE “prudente” es el que
actúa con moderación y cautela y “necio” es el que no sabe lo que podía o debía
saber. De tejas para abajo y antes de entrar en las consideraciones que el
evangelio (Mt 25, 1-13) nos pueda inspirar a cada uno, ya la definición del
hombre le da un matiz positivo o
negativo a cada término. Llama la atención que la definición de “necio”
conlleve una falta de ganas de aprender, esto es, no es que Dios lo haya
privado de inteligencia, sino que somos nosotros mismos los que con nuestra
apatía hemos dejado de saber lo que debíamos o podíamos. Jesús se apoya en el
concepto de sabiduría humana, como tantas otras veces, para exponernos su
doctrina; ello nos indica que su enseñanza no está cargada de profundos
conceptos filosóficos, sino que está expuesta de forma tan sencilla que
cualquier ser humano, por humilde que sea, la comprenda. ¡Qué casualidad! El
valor que Dios, en su evangelio da a la sabiduría coincide, por deducción o
contraposición, con la definición que acabamos de ver que el propio hombre da a
su antónimo “necedad”. Según el evangelio (cf 7, 24-27), la sabiduría consiste
en escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica, o sea, que interviene la
voluntad humana para practicar lo que Dios nos anuncia.
Realmente, creo que cada hombre y por
tanto cada cristiano tiene una parte de prudente y otra de necio. La cuestión
está en qué proporción se entremezcla la una con la otra y qué voluntad o
esfuerzo ponemos cada uno para ir disminuyendo esta para aumentar aquella, esto
es, poner en práctica la palabra de Dios. Todos hemos recibido nuestra lámpara
y el aceite suficiente para mantenerla encendida en tanto no llega el esposo.
Es cuestión de estar en tensión y no relajarnos con las sombras de la noche
para que no se apague nuestra lámpara y si esto llega a ocurrir, porque nuestra
naturaleza es humana y débil, nada más oír la voz ‒que puede ser la propia conciencia,
una lectura, un consejo, etc.‒
de que viene el esposo nos pongamos alerta y retomemos prontos y raudos las
prácticas y obras correspondientes. Cada uno tenemos nuestra propia lámpara con
sus características especiales y únicas, nuestra luz es distinta de las demás,
por ello y en consecuencia la luz y el aceite de cada uno no es intercambiable
porque solamente yo puedo poner en práctica la palabra de Dios. Dios nos ha
encomendado un cometido específico a cada uno y, aunque quisiéramos, no
podríamos hacer el del prójimo, cada uno tenemos que hacer nuestras propias
obras y así ir pasando el tanto por ciento correspondiente de necedad a
prudencia. No se trata de que seamos egoístas, ‒que también, pero no es el caso en
esta reflexión‒
y no queramos compartir el aceite, sino que mi marca de aceite es incompatible
con la marca de la lámpara del otro, cada uno tenemos que mantener encendida
nuestra propia lámpara y nadie podrá hacerlo por nosotros, únicamente nosotros
podemos y debemos usar de nuestra moderación y prudencia y únicamente nosotros
solos sabemos lo que podemos y debemos hacer.
En realidad, la enseñanza principal, que
aparentemente nos quiere anunciar el fragmento evangélico referido al título,
es que hay que estar vigilantes porque no sabemos el día ni la hora. Realmente
es lo mismo que el pensamiento
anteriormente expuesto: nuestras obras deben mantener encendidas nuestras
lámparas para que cuando llegue el esposo nos coja con la luz encendida y la
alcuza al cien por cien.
Pedro
José Martínez Caparrós
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