La ley orgánica 3/2021 de 24 de marzo de 2021 legaliza la eutanasia en nuestro país. Su entrada en vigor, a los tres meses de su promulgación, será el 25 de junio próximo. En la justificación de motivos para aprobarla, el texto habla de demanda social, de derecho a elegir sobre la propia vida y la propia muerte, al tiempo que la Constitución garantiza el derecho a la vida y la defensa de la vida de toda persona. Esta ley supone un paso atrás en la defensa de la vida, y constituye una derrota del hombre de nuestro tiempo.
Se
presenta con tintes de libertad: yo decido sobre mi vida y sobre mi muerte,
pero esconde un egoísmo acumulado en nuestra sociedad, en la que no se acepta
el sufrimiento porque no se le encuentra ningún sentido y se exalta la propia
libertad para dominar la vida y la muerte, la propia y la ajena. Con esta ley,
en la práctica, podrán ser eliminados los que estorban, o a petición propia o a
petición de sus familiares, o incluso de oficio por parte del personal sanitario,
al que le cabe siempre la objeción de conciencia. El hombre asume una vez más
el papel de Dios, y se considera dueño absoluto de su vida.
El
sufrimiento se nos presenta siempre como absurdo. Sólo Jesucristo ha iluminado
esta realidad de la persona, porque él mismo ha recorrido ese camino
voluntariamente, decididamente, con ansiedad incluso de que llegara. El
sufrimiento, algo repelente por su propia naturaleza, Jesucristo lo ha
convertido en lenguaje para expresar el amor hasta el extremo. Mirando a Cristo
crucificado, millones de cristianos a lo largo de toda la historia han
encontrado paz, fuerza y esperanza, han encontrado sentido a sus propios
sufrimientos.
“Amó más
que padeció”, recuerda san Juan de Ávila. La religión cristiana no es por tanto
la religión del dolor, sino la religión del amor. Es la luz de Cristo que
ilumina el sufrimiento humano y le da sentido, porque puede ser vivido como
expresión de un amor más grande, y adquiere así un valor cuasinfinito, si lo
vivimos unidos a Cristo redentor.
Este
sentido del sufrimiento se ha ido perdiendo en las sociedades cristianas. Más
aún, ha ido creciendo el sentido hedonista de la vida; es decir, estamos aquí
para disfrutar de la vida, para sacarle todo el jugo de placer que podamos. Si
a esto, además, nos incitan desde fuera con el consumismo que nos invade, no
necesitamos más. La vida se convierte en una carrera hacia el placer, para
conseguirlo a cualquier precio. He aquí un motor de la economía.
Pero
llegan momentos en la vida que no tienen explicación ninguna, en los que el
placer desaparece y las energías vienen a menos. Qué sentido tiene entonces
sufrir. Viene entonces el planteamiento del suicidio, realizado por sí mismo o
con la ayuda de otros, “para dejar de sufrir”.´
Jesucristo
es capaz de iluminar el corazón del hombre, incluso en esas situaciones
extremas, para decirnos: tu vida es muy valiosa, porque puede convertirse en
una ofrenda de amor más limpio, y con tu vida, por muy limitada que esté,
podemos arreglar el mundo.
Para eso,
hemos de salir al encuentro de los que sufren: un familiar, un amigo, un
enfermo en el hospital, cualquier otra persona. He encontrado en mi vida
verdaderos testimonios heroicos en este campo, que son fruto del amor y por
nada del mundo hubieran pedido nunca la muerte. Se necesita un rearme moral en
nuestra sociedad para que a nadie le apetezca morir, sino que quiera siempre
vivir, porque se siente amado y alentado continuamente. Hoy, con los avances de
la ciencia, se puede controlar el dolor para no sufrir por encima de la propia
capacidad. La solución no es la muerte, sino los cuidados paliativos, que habrá
que desarrollar para que lleguen a todos. La solución sigue siendo Jesucristo,
el único que da sentido al dolor y a la muerte.
Recibid
mi afecto y mi bendición:
+
Demetrio Fernández,
Obispo de
Córdoba
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