Lo propio de la sabiduría de este mundo es ocultar con artificios lo que siente el corazón, velar con las palabras lo que uno piensa, presentar lo falso como verdadero y lo verdadero como falso. La sabiduría de los hombres honrados, por el contrario, consiste en evitar la ostentación y el fingimiento, en manifestar con las palabras su interior, en amar lo verdadero tal cual es, en evitar lo falso, en hacer el bien gratuitamente, en tolerar el mal de buena gana, antes que hacerlo; en quererse vengar de la injurias, en tener como ganancia los ultrajes sufridos por causa de la justicia. Pero esta honradez es el hazmerreír, porque los sabios de este mundo consideran una tontería la virtud de la integridad. Ellos tienen por una necedad el obrar con rectitud, y la sabiduría según la carne juzga una insensatez toda obra conforme a la verdad. Esta narración moral tan acertada lo expresó siglos atrás San Gregorio Magno profundizando en el libro de Job y afirmó que de ahí parten los tratados morales.
Es
sintomático que todas las épocas de la historia se han caracterizado por los
mismos sesgos en confundir lo noble como algo que nada tiene que ver con las
situaciones ambientales dónde el más pillo y más inmoral parece que impera y,
aún más, se le considera en la avanzadilla de la mejor ideología. Hoy se tapa
la boca a quien se salga del guion y cuya marca es la progresía envalentonada y
orgullosa. Me hace gracia observar muchas manifestaciones públicas donde la
palabrería oculta el vacío de los contenidos que no existen. Por otra parte la
nobleza del corazón bien orientado y con valentía exponiendo los contenidos que
se albergan en la razón y en el sentido de la verdad, llegan como semilla que
se siembra y un día florecerá. Sin embargo los apoyos vacíos y aparentemente
victoriosos al final se quedan en “agua de borrajas”.
Recuerdo
cuando yo era un sacerdote recién salido del Seminario que un día me encontré
con un compañero que había dejado, años antes, el mismo. Con la furia de las
ideologías imperantes y con las nuevas formas de vida basadas en el liberalismo
más absurdo, me visitó un día y me narró su estilo de comportamiento y con la
euforia exaltada me presenta su estilo de vida totalmente al margen de
cualquier vivencia moral. Para él era lo mejor que había encontrado en su vida.
Después el tiempo -que no perdona- le pasó factura. Todos los falsos ídolos que
le habían fascinado se quedaron en traumas y en un vacío existencial. Al final
por una serie de circunstancias le sobrevino una enfermedad muy agresiva.
Cuando fui al Hospital a visitarlo me confesó: “Me he equivocado en la vida. La
mentira la tenía como verdad y la fascinación de lo superficial como signo de
libertad. Quise formar una familia y se derrumbó porque quise construir una
familia pero sin cimientos. Recordé el Evangelio que habla de la casa
construida sobre roca o construida sobre arena. Yo la he construido sobre arena
y todo se me ha derrumbado”. Murió en paz porque sabía que Dios es compasivo y
misericordioso. Tuve la oportunidad de ejercer mi ministerio con la gracia de
mediar con el sacramento del perdón.
Las
falsas ilusiones hacen que los sabios de este mundo consideren una tontería la
virtud de la integridad. Y la honradez es lo que ayuda a crecer en justicia,
verdad, amor y misericordia. La honradez depende a menudo de la honestidad que
busca y manifiesta la verdad. A esto lo llamamos también rectitud, dado que en
la vida elegimos el camino recto y directo y no el camino serpenteante, sinuoso
y que se oculta. La honradez es considerada una virtud. De una persona honrada
se espera que actúe de forma clara, transparente, sin engaños y sin tapujos. “A
los justos los guía su integridad, a los falsos los destruye su hipocresía” (Pr
11, 3). La persona honrada lleva consigo el mejor bagaje que, por sí mismo, se
convierte en la mejor recompensa.
+
Francisco Pérez González
Arzobispo
de Pamplona y Obispo de Tudela
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