viernes, 15 de febrero de 2013

JESÚS: DISCÍPULO Y MAESTRO


No hay mayor belleza que la del discipulado. Esa serena belleza que suavemente desata de nuestro ser todo lo superfluo. Y lo más sorprendente: todo lo superfluo, que se ha  ido dejando de lado en el seguimiento al Señor Jesús, fue considerado en su día como valores irrenunciables.

 
 

 


Uno de los rasgos que los profetas nos presentan como más determinante en lo que respecta a reconocer al Mesías esperado es el de su relación de discípulo con Yahvé, su Padre. Isaías, iluminado por el Espíritu Santo, conjuga de forma magistral el oído abierto del Mesías con su capacidad de hacer llegar, por medio de su predicación, palabras colmadas de fuerza interior que servirán para levantar a los débiles, a los cansados, a todos aquellos que ya no esperan nada de nadie, ni siquiera de Dios: “El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que haga llegar al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50,4).

Mañana tras mañana conecta el Señor Jesús con el Padre, alarga su oído hacia Él para llenarse de sabiduría y fortaleza; también de la vida, oculta en su Palabra, para poder hacer su voluntad, que no es otra que llevar a cabo la misión a la que ha sido enviado. Es tal la convicción del Hijo a este respecto que proclama solemnemente que Él no puede hablar por su cuenta, que lo que sale de sus labios le viene de su Padre: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, yo sé que su Palabra es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).

Jesús es Maestro y Pastor, en realidad el único Maestro (Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn 10,14). Lo es porque primeramente ha sido el Discípulo por excelencia, el que ha sabido escuchar al Padre en actitud de continua disponibilidad “mañana tras mañana”, en el decir de Isaías, mostrando así la calidad de su obediencia. Es por ello que tiene autoridad para decir a los suyos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17).

Fijémonos bien en lo que dice: “os haré llegar a ser”. Tengamos en cuenta que se sirve de la misma expresión utilizada por los autores bíblicos que nos narran la creación, la génesis del mundo. Jesús no funda una escuela del discipulado: Él mismo es la escuela, la génesis donde unos pobres hombres llegan a ser sus discípulos. Llegan a serlo por la calidad de lo que escuchan: el Evangelio, y porque Él mismo les abre el oído; y, por supuesto, porque ellos libremente aceptan el seguimiento.

El hombre que se acerca a Jesucristo como Señor descubre alborozado la libertad interior que Él, como Maestro y Pastor, gesta en sus entrañas. Libertad interior que nace del hecho de saber distinguir, al tiempo que escoger, entre la carga de la ley y las alas que da la Palabra; mas no termina ahí el gozo, el asombro, de los suyos ante lo que reciben de su Maestro. Así como Él llegó a ser Maestro por la calidad y profundidad de su ser discípulo del Padre, acontece que –y ahí radica el asombro que da paso al estupor- también ellos, por la calidad de su discipulado, llegan a ser maestros por el Maestro, pastores por el Pastor según su corazón.

Todo esto,  por muy sublime que sea, no tendría ningún valor si no estuviese apoyado y atestiguado por el mismo Jesucristo, por su Evangelio. La buena noticia es que no hemos inventado absolutamente nada, ni siquiera ha sido necesario sondear hasta la saciedad escritos de diversos expertos en espiritualidad con el fin de encontrar un apoyo a lo que estamos diciendo. Las palabras que Jesús proclama a este respecto son meridianamente claras. Hablando con su Padre, y con evidente intención catequética hacia los suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,6-8).

 

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