domingo, 11 de enero de 2015

El paso de Jesucristo






 En la crisis-reacción de Pedro, tenemos presente una realidad que se llama la tentación. Hemos visto que se presentó en forma de la violencia del viento y de la tempestad. Esto nos pasa a todos. ¿Cómo nos mira Dios cuando la vorágine de los acontecimientos nos envuelve y, a pesar de ello, continuamos gritándole? Los salmos nos ayudan a responder a esta pregunta: “De Yahvé penden los pasos del hombre, firmes son y su camino le complace; aunque caiga, no se queda postrado porque Yahvé le sostiene la mano” (Sl 37,23-24).

El hombre de fe también cae, pero la mano de Yahvé le sostiene en su caída. Su mano es la de Jesús que levantó a Pedro de las aguas. Aunque, por su falta de confianza y por su debilidad, Pedro duda y se hunde, el Señor Jesús conoce bien su amor y adhesión hacia Él. De hecho, los otros discípulos, que quedaron en la barca, no tienen posibilidad de hundirse, no le amaron tanto como para arriesgar su vida. El que hace la experiencia es Pedro. Los demás, muy formales todos ellos, están de espectadores para ver qué es lo que pasa. Ni saltan de la barca, ni caminan ni se hunden…; no van hacia Jesús. De los doce, el que le complació es Pedro; y porque le complació, aunque cayó no le dejó postrado, su mano le sostuvo.

Todo verdadero discípulo de Jesús habrá de oír más de una vez en su vida las mismas palabras que oyó Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? Aún así, su camino es agradable a Dios. Él prefiere y valora más tu caminar con caídas que permanecer en la barca sin arriesgar. De éstos que no arriesgan decimos en nuestro refranero que son los que “nadan y guardan la ropa”.

En tu caminar arriesgando tu vida bajo la palabra del Señor Jesús, se manifiesta que realmente le amas y confías en Él. Todo aquel que se aferra a la barca no busca a Dios. Está más bien pendiente de ver si puede agarrarse a un tablón para salvarse cuando se haga pedazos, pero a Dios no le busca. El salmo citado anteriormente termina así: “La salvación de los justos viene de Yahvé, él su refugio en tiempo de angustia; Yahvé los ayuda y los libera, de los impíos él los libra, los salva porque a él se acogen”.

La palabra salvación tiene unas proyecciones amplísimas en la Escritura. Podemos hablar de salvar en cuanto a librar, en cuanto a perdonar, y sobre todo y a la luz del Evangelio, salvar es la fe que da la vida eterna. Por eso oímos con frecuencia a Jesús que dice a los que sana: “Vete, tu fe te ha salvado”. Es la fe que lleva consigo las semillas de la vida eterna.

Pedro, como en general los personajes de la Escritura, es una radiografía de cada hombre que se acerca a Dios. ¿Qué significa, pues, para nosotros que se ponga a caminar, dé unos pasos, se hunda y se acoja a Jesucristo con su grito: Señor, sálvame? Nos encontramos ante la pedagogía que Dios tiene con el hombre; es la pedagogía de la fe. La fe solamente es real cuando está situada en la dinámica de un crecimiento continuo (Lc 11,23).

Pedro se acoge a Jesucristo porque en su opción no tiene, ni a la derecha ni a la izquierda, ni delante ni detrás, a nadie a quien acogerse. Así es cómo el Evangelio, por el que hemos optado, nos sitúa con frecuencia en nuestra vida. Nos empuja a la más terrible de las soledades para que podamos hacer la experiencia de apoyarnos en Dios. Es en esta soledad que se abre para el hombre la presencia que le salva. Dios, en su pedagogía, nos ha de conducir hacia allí donde no tengamos ningún apoyo de nadie. Si, aun con las mejores intenciones del mundo, buscamos y encontramos un apoyo en alguien que no sea Él, es fácil que pasemos a ignorarlo. Es en este contexto que cobran fuerza las palabras de Jeremías: “Maldito sea aquel que se fía en hombre, y hace de la carne su apoyo, y de Yahvé se aparta en su corazón” (Jr 17,5).

Es en estas soledades en las que Dios educa en la fe al hombre y le capacita para recibir su Sabiduría. Estas situaciones dolorosas, producidas por el riesgo de la fe, no son castigo de Dios ni mala suerte ni nada parecido. Son el momento, la ocasión oportuna, como dicen los Padres de la Iglesia, el paso de Dios por excelencia en nuestra vida.

En este kairós, -ocasión oportuna- de poco te sirven tus apoyos humanos: dinero, afectos, posición, etc. Es una experiencia que sería trágica si no fuera porque Dios está detrás y delante de ella. Desde ella, todo aquel que repita el grito de Pedro será encontrado y levantado. La terrible experiencia de soledad se convierte en comunión con Dios y, por extensión, comunión también con los hombres, todos los hombres… Se desborda tu círculo tan afanosamente trabajado. Ésta es la buena noticia: ¡Dios contigo, y tú, Emmanuel para los hombres!

La experiencia de Pedro es para todos. Esto lo vemos reflejado en todos los amigos de Dios a lo largo de la historia. Todos ellos pasaron por la misma experiencia para poder acceder desde el infantilismo a la fe adulta. Entendámonos bien; a Dios le agrada que hagas esta experiencia no porque te hundas, sino porque al asumir el riesgo de tu adhesión al Evangelio, manifiestas que verdaderamente y sin florituras confías en Él. De este confiar  en Él nace el Shemá. Tu relación con el Evangelio es el termómetro que marca tu amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,4-5). Es un amor acrisolado, como el oro, por el fuego, como dice el apóstol Pablo (1Co 3,13).

El pueblo de Israel, a través de su historia de salvación, es instruido catequéticamente por Dios a fin de que pueda saber y entender que sólo Él, y nadie más que Él, es quien le ha salvado; sólo en sus manos está la salvación y liberación. Recordemos, por ejemplo, el cántico de Moisés que encontramos en el libro del Deuteronomio: “En tierra desierta le encuentra, en la soledad rugiente de la estepa.  Y le envuelve, le sustenta, le cuida, como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y le toma, y le lleva sobre su plumaje. Sólo Yahvé le guía a su destino, con él ningún dios extranjero”.
Jesús camina sobre las aguas       
 A. Pavia.  Editorial Buena Nueva









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