En la
crisis-reacción de Pedro, tenemos presente una realidad que se llama la
tentación. Hemos visto que se presentó en forma de la violencia del viento y de
la tempestad. Esto nos pasa a todos. ¿Cómo nos mira Dios cuando la vorágine de
los acontecimientos nos envuelve y, a pesar de ello, continuamos gritándole?
Los salmos nos ayudan a responder a esta pregunta: “De Yahvé penden los pasos
del hombre, firmes son y su camino le complace; aunque caiga, no se queda
postrado porque Yahvé le sostiene la mano” (Sl 37,23-24).
El hombre de
fe también cae, pero la mano de Yahvé le sostiene en su caída. Su mano es la de
Jesús que levantó a Pedro de las aguas. Aunque, por su falta de confianza y por
su debilidad, Pedro duda y se hunde, el Señor Jesús conoce bien su amor y
adhesión hacia Él. De hecho, los otros discípulos, que quedaron en la barca, no
tienen posibilidad de hundirse, no le amaron tanto como para arriesgar su vida.
El que hace la experiencia es Pedro. Los demás, muy formales todos ellos, están
de espectadores para ver qué es lo que pasa. Ni saltan de la barca, ni caminan
ni se hunden…; no van hacia Jesús. De los doce, el que le complació es Pedro; y
porque le complació, aunque cayó no le dejó postrado, su mano le sostuvo.
Todo verdadero
discípulo de Jesús habrá de oír más de una vez en su vida las mismas palabras
que oyó Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? Aún así, su camino es
agradable a Dios. Él prefiere y valora más tu caminar con caídas que permanecer
en la barca sin arriesgar. De éstos que no arriesgan decimos en nuestro
refranero que son los que “nadan y guardan la ropa”.
En tu caminar
arriesgando tu vida bajo la palabra del Señor Jesús, se manifiesta que
realmente le amas y confías en Él. Todo aquel que se aferra a la barca no busca
a Dios. Está más bien pendiente de ver si puede agarrarse a un tablón para
salvarse cuando se haga pedazos, pero a Dios no le busca. El salmo citado
anteriormente termina así: “La salvación de los justos viene de Yahvé, él su
refugio en tiempo de angustia; Yahvé los ayuda y los libera, de los impíos él
los libra, los salva porque a él se acogen”.
La palabra
salvación tiene unas proyecciones amplísimas en la Escritura. Podemos hablar de
salvar en cuanto a librar, en cuanto a perdonar, y sobre todo y a la luz del
Evangelio, salvar es la fe que da la vida eterna. Por eso oímos con frecuencia
a Jesús que dice a los que sana: “Vete, tu fe te ha salvado”. Es la fe que
lleva consigo las semillas de la vida eterna.
Pedro, como en
general los personajes de la Escritura, es una radiografía de cada hombre que
se acerca a Dios. ¿Qué significa, pues, para nosotros que se ponga a caminar,
dé unos pasos, se hunda y se acoja a Jesucristo con su grito: Señor, sálvame?
Nos encontramos ante la pedagogía que Dios tiene con el hombre; es la pedagogía
de la fe. La fe solamente es real cuando está situada en la dinámica de un
crecimiento continuo (Lc 11,23).
Pedro se acoge
a Jesucristo porque en su opción no tiene, ni a la derecha ni a la izquierda,
ni delante ni detrás, a nadie a quien acogerse. Así es cómo el Evangelio, por
el que hemos optado, nos sitúa con frecuencia en nuestra vida. Nos empuja a la
más terrible de las soledades para que podamos hacer la experiencia de
apoyarnos en Dios. Es en esta soledad que se abre para el hombre la presencia
que le salva. Dios, en su pedagogía, nos ha de conducir hacia allí donde no
tengamos ningún apoyo de nadie. Si, aun con las mejores intenciones del mundo,
buscamos y encontramos un apoyo en alguien que no sea Él, es fácil que pasemos
a ignorarlo. Es en este contexto que cobran fuerza las palabras de Jeremías:
“Maldito sea aquel que se fía en hombre, y hace de la carne su apoyo, y de
Yahvé se aparta en su corazón” (Jr 17,5).
Es en estas
soledades en las que Dios educa en la fe al hombre y le capacita para recibir
su Sabiduría. Estas situaciones dolorosas, producidas por el riesgo de la fe,
no son castigo de Dios ni mala suerte ni nada parecido. Son el momento, la
ocasión oportuna, como dicen los Padres de la Iglesia, el paso de Dios por
excelencia en nuestra vida.
En este
kairós, -ocasión oportuna- de poco te sirven tus apoyos humanos: dinero,
afectos, posición, etc. Es una experiencia que sería trágica si no fuera porque
Dios está detrás y delante de ella. Desde ella, todo aquel que repita el grito
de Pedro será encontrado y levantado. La terrible experiencia de soledad se
convierte en comunión con Dios y, por extensión, comunión también con los
hombres, todos los hombres… Se desborda tu círculo tan afanosamente trabajado.
Ésta es la buena noticia: ¡Dios contigo, y tú, Emmanuel para los hombres!
La experiencia
de Pedro es para todos. Esto lo vemos reflejado en todos los amigos de Dios a
lo largo de la historia. Todos ellos pasaron por la misma experiencia para
poder acceder desde el infantilismo a la fe adulta. Entendámonos bien; a Dios
le agrada que hagas esta experiencia no porque te hundas, sino porque al asumir
el riesgo de tu adhesión al Evangelio, manifiestas que verdaderamente y sin
florituras confías en Él. De este confiar
en Él nace el Shemá. Tu relación con el Evangelio es el termómetro que
marca tu amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas (Dt 6,4-5). Es un amor acrisolado, como el oro, por el fuego, como dice
el apóstol Pablo (1Co 3,13).
El pueblo de
Israel, a través de su historia de salvación, es instruido catequéticamente por
Dios a fin de que pueda saber y entender que sólo Él, y nadie más que Él, es
quien le ha salvado; sólo en sus manos está la salvación y liberación.
Recordemos, por ejemplo, el cántico de Moisés que encontramos en el libro del
Deuteronomio: “En tierra desierta le encuentra, en la soledad rugiente de la
estepa. Y le envuelve, le sustenta, le
cuida, como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a su nidada, revolotea
sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y le toma, y le lleva sobre su
plumaje. Sólo Yahvé le guía a su destino, con él ningún dios extranjero”.
Jesús camina sobre las aguas
A. Pavia. Editorial Buena Nueva
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