martes, 15 de mayo de 2012

Yo les capacitaré. Preámbulo al título

Oh Jesús, Buen Pastor, acoge nuestra alabanza y agradecimiento, por todas las vocaciones que, mediante tu Espíritu, regalas contínuamente a tu Iglésia.
Multiplíca los evangelizadores para anunciar tu nombre a todas las gentes.

                                                                                
                                                                                    YO LES CAPACITARÉ

No, no hay corazón que pueda soportar tanto amor. Parece como si éste librase una batalla por su propia supervivencia, como si todo en su interior fuera a saltar en mil pedazos. Detengámonos un poco e intentemos hacernos cargo del caos que se ha desencadenado en las profundidades del apóstol. En realidad Jesús le está ofreciendo el don de  alimentar-apacentar a sus ovejas tal y como el Buen Pastor, descrito por el salmista, las apacienta (Sl 23).

Así es. Jesús, al proponer a Pedro el pastoreo de sus ovejas, le está capacitando para conducirlas a los verdes prados donde puedan alimentarse de la fresca hierba, es decir, no de pan recalentado, sino de ese pan de cada día, aún caliente y crujiente, recién salido del horno del Misterio de Dios. Bajo esta llamada, Pedro será el buen pastor que hará de la Palabra un banquete en el que cada invitado será ungido con perfumes por el anfitrión –Dios- y en el que la copa de la comunión –el amor en el espíritu- rebosa, como profetiza el salmista. Un banquete en el que todos somos  Juan (Jn 13,25) con nuestro oído recostado sobre el pecho de Dios, sede de su Sabiduría…, es decir, a la escucha.

 Apacienta mis ovejas. Por tres veces Jesús confía esta misión a Pedro. Por tres veces el pescador rudo se estremece, sus rodillas tiemblan como las de un adolescente que reprime sus emociones. Oigamos el rumor interior de Pedro: ¡Jesús me confía sus ovejas, aquellas por las que ha sido desfigurado en la cruz hasta morir! ¡Me confía lo que le ha costado toda su sangre, su cuerpo y su dignidad…!

Pedro, sin salir de su asombro, oye esta invitación. Siente que se dobla, como que necesita una fuerza sobrehumana para tenerse en pie; no se atreve a decirle a Jesús cuánto le ama, pues ni siquiera se considera digno de amarle. Sin embargo, cada uno de sus temblores y estremecimientos le delatan. No sabe muy bien por qué, pero adivina que sus negaciones se han perdido desdibujadas por el cosmos inmensurable. Por supuesto que no entiende lo que está pasando…, lo que sí intuye es que está limpio, sin pecado…; una sangre derramada le ha purificado, ha borrado sus pecados sin dejar rastro de ellos, como siglos antes había suplicado el rey David (Sl 51,3-4). Purificación que los cristianos tenemos ante nuestros ojos cada vez que celebramos la Eucaristía: “…porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,28).

 Pedro tiene ante sí al que ha dado la vida por él y le ha hecho nacer de nuevo con su perdón repitiéndole una y otra vez: ¿Me amas…? ¿Qué esperas para responder?  ¡Quiero que seas mi boca, apacienta mis ovejas!, dales mi Palabra, mi Evangelio. Mis ovejas se distinguen de todas las demás por lo que comen, y también ellas distinguen mi  Voz de la voz de los extraños (Jn 10,4-5). Pues bien, ¡tú serás mi Voz!

Por primera vez a lo largo de este encuentro, Pedro alzó sus ojos y los fijó en el Dios de los dioses, el Señor de los señores. Por dos veces, con la cabeza gacha y como avergonzado, apenas había alcanzado a susurrar: ¡Señor, tú sabes que te amo! En esta tercera vez, y como he señalado, se atrevió a levantar su rostro hacia su Señor. No se avergonzó de estar en presencia de su Maestro y Señor. Asiendo fuertemente sus brazos, confesó: ¡Señor, sabes que te amo! Aquí me tienes no con mis fuerzas sino con las tuyas, pues me has rescatado con tu amor, me has hecho subir desde mis infiernos,  y, por supuesto que te amo. No te lo digo con mis palabras –bien conoce la criada de Caifás el valor que ellas tienen- sino con las tuyas en mi corazón: tu Evangelio. Jesús, viéndole ganado para la salvación del mundo, selló definitivamente su propuesta: apacienta mis ovejas.

Este tú a tú entre el Resucitado y el hombre rescatado marca un punto de inflexión, al tiempo que abre una puerta  a la ininterrumpida generación de pastores según el corazón de Dios que nunca faltarán en la Iglesia. Pastores que recibirán de su Señor y Maestro el don y la sabiduría para partir el pan de la Palabra y darlo como alimento a sus ovejas, “cuyas almas viven porque la escuchan” (Is 55,3). Esta misión de los pastores según el corazón de Dios, tan impresionante como bella, no termina ahí. Sabemos que son pastores porque su Señor les enseña a partir la Palabra para darla como alimento a su rebaño. Esto, con ser sublime, es insuficiente, falta otro paso que también Dios les concede, y es el de enseñar a sus ovejas a partir la Palabra por sí mismas; sólo así alcanzarán la mayoría de edad, es decir, la fe adulta.

Apacienta mis ovejas. La propuesta-llamada de Jesús continúa recorriendo el mundo entero en busca de pastores que alivien las heridas del hombre sin Dios, del hombre que dio y da muerte a su esperanza  porque su arco existencial empieza y acaba en sí mismo. ¡Apacienta mis ovejas! He ahí la voz que resuena insistentemente por el mundo entero.  Bienaventurados los que oigan esta llamada y comprendan que su aceptación “no es una renuncia sino una ganancia” (Flp 3,7-8).



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