Cuando
la Palabra
alcanza a ser Presencia, el alma conoce el estar de Dios en su ser. Es un estar
que no pasa desapercibido; más aún, se tiene conciencia de su realismo y
consistencia, bien sea en su dimensión silenciosa, como en la clamorosa que
puede llegar a ser atronadora. No importa la dimensión, lo importante es que el
alma se sabe habitada.
UN HOMBRE SEGÚN SU CORAZÓN
Nos adentramos
en los entresijos de la historia de Israel y recogemos el encuentro entre el
profeta Natán y el rey Saúl, aunque más que encuentro habría que llamarlo
ruptura. El profeta es portador de un mensaje de Dios para el rey: ha sido
desechado a causa de su desobediencia, pues ha desoído su mandato para hacer lo
que él creía más oportuno. Para que no quede la menor duda de lo que ha
supuesto la deslealtad de Saúl para con
Dios, el profeta le dice textualmente: “Yahvé se ha buscado un hombre según su
corazón, al que ha designado caudillo de su pueblo, porque tú no has cumplido
lo que Yahvé te había ordenado” (1S 13,14).
Un hombre
según su corazón, es decir, alguien que dará prioridad en su misión a lo que le
dice Dios, y no a sus corazonadas, aquellas que dan paso a la desobediencia,
que fue lo que hizo Saúl. Pablo, al comentar la elección de David, resalta la
unión indisoluble entre corazón recto según y conforme a Dios y el cumplimiento
de su voluntad: “… les suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este
testimonio: He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón,
que realizará todo lo que yo quiera” (Hch 13,22).
“Os daré
pastores según mi corazón”, había prometido Dios a su pueblo por medio de sus
profetas (Jr 3,15). Promesa y profecía que alcanza toda su plenitud en
Jesucristo, y, por medio de Él, a los pastores que llamó y sigue llamando a lo
largo de los tiempos.
Antes, sin
embargo, de abordar al Hijo, nos conviene sondear en las inagotables riquezas
de la Escritura, cómo es la acción de Dios en orden a moldear, trabajar, el
corazón del hombre; ese corazón “tan retorcido como doloso” que nos retrata
Jeremías (Jr 17,19).
No, no se
cansa Dios de escrutar, como buen Alfarero, nuestro corazón tan posesivo; sabe
que se puede trabajar en él aunque las primeras impresiones den a entender que
es material desechable; algo así como el escultor que rechaza una piedra
arenosa por su inconsistencia, ya que sabe perfectamente que no puede sacar de
ella la figura que tiene en mente. Dios no es así; es capaz de convertir la
arena en roca firme y hacer su obra; por eso es llamado el Alfarero, el
Escultor por excelencia (Is 29,16).
Así es Dios.
Es Creador, el que hace ser de donde no es, el que da forma a lo que parece
hueco y vacío. Es capaz de moldear nuestro corazón hasta hacerlo semejante al
suyo. Lo trabaja con un cuidado y amor infinito, está pendiente, extremadamente
atento y preocupándose de que alcance la suficiente madurez mientras se fragua
en el crisol de la prueba. Él sabe marcar los tiempos para que pueda resistir
al fuego que le permite moldearlo. A la vez le va limpiando de toda ganga y
escoria. Oigamos la experiencia del salmista: “Tú sondeas mi corazón, me
visitas de noche; me pruebas al crisol sin hallar nada malo en mí: mi boca no
claudica al modo de los hombres. La palabra de tus labios he guardado…” (Sl
17,3-4).
Si fuerte nos
parece el testimonio del salmista, mucho más, creo yo, se nos antoja el de Job,
la figura bíblica que representa al hombre de fe, el que “se deja hacer por
Dios” por más que no entiende en absoluto los acontecimientos que caen sobre
él. Sólo sabe una cosa: que Dios no puede jamás hacerle el mal, sino el bien.
Por eso y enfrentándose incluso a sí mismo, a sus protestas interiores, se deja
hacer por Él. En su angustia se agarra a una certeza: si se deja probar por
Dios, llegará a ser oro puro a sus ojos. Oigamos su testimonio: “Pero él sabe
todos mis pasos: ¡probado en el crisol, saldré oro puro…! Del mandato de sus
labios no me aparto, he albergado en mi ser las palabras de su boca” (Jb
23,10-12).
No, no es
nada fácil dejarse hacer por Dios. No lo es en absoluto, ya que la tentación,
siempre vigente de la desconfianza que nos mueve a esquivar su voluntad, nos
acosa sin cesar. Llegar a tener un corazón según el de Dios es todo un proceso,
más aún, un combate en el que se ganan y pierden pequeñas y grandes batallas.
Al final, el vencedor -me estoy refiriendo al que deja vencer a Dios- puede
testificar, igual que Jeremías, que su corazón está con Él, le pertenece: “… A
mí ya me conoces, Dios mío, me has visto y has comprobado que mi corazón está
contigo” (Jr 12,3).
Cuando Dios
afirma respecto de alguien que tiene un corazón según el suyo, no le está
confiriendo una especie de título honorífico, está afirmando que ha alcanzado
la actitud e idoneidad para hacer su voluntad. Por increíble que parezca, es
como si Dios le dijera: “Eres de fiar, te encomiendo esta misión”.
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