jueves, 21 de junio de 2012

Mi pueblo se saciará de mis bienes

 

 

          Todo hombre ha nacido con alas en el alma para volar hacia Dios; de ahí la necesitad de la predicación del Evangelio. En él aprendemos a despegarnos hacia lo alto. Él nos da ojos para descubrir las alas que nos impulsan hacia Dios.







Mi pueblo se saciará de mis bienes

Lucas continúa narrándonos el discurso bellísimo de Jesús acerca de los pastores; nos unimos a los apóstoles para participar con ellos de su asombro. Asombro, porque nunca en su existencia, a veces tan escasa de incentivos y novedades, se habían sentido tan valorados y tan amados. ¡Resulta que el Hijo de Dios les considera aptos para colaborar con Él, les hace partícipes de la misión a la que su Padre le envió al mundo! Sin inmutarse, como quien está diciendo la cosa más natural, Jesús acaba de proclamar que pondrá a los suyos -pastores según su corazón- al frente de todos los bienes que el mismo Dios tiene preparados para los hombres. Bienes de los que  tenían noticia por medio de los profetas.

 Fijémonos en la profecía de Jeremías teniendo en cuenta que los bienes de los que hace mención, pensando en la vuelta del destierro, no son sino una pálida figura de aquellos que Dios ha puesto en manos de su Hijo para nosotros (Ef 1,3 ss.) Nos detenemos, pues, en esta profecía: “… El que dispersó a Israel le reunirá y le guardará como un pastor su rebaño… Entonces se alegrará la doncella en la danza, los mozos y los viejos juntos, y cambiaré su duelo en regocijo, y les consolaré y alegraré de su tristeza; empaparé el alma de los sacerdotes de grasa, y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,10b-14).

No nos es difícil ver su cumplimiento en el gesto y acontecimiento del Buen Pastor, al llamar a sus discípulos con el fin de enviarlos al mundo con su Evangelio. “Mi pueblo se saciará de mis bienes” había dicho Dios por medio de Jeremías; y vemos a Jesús empapando el alma de sus pastores con sus palabras que “son espíritu y vida” (Jn 6,63). Él es quien les da el Pan de vida, lo da por que lo es. “Yo soy el pan de vida” (Jn 6,35). Bien entendió esto –por supuesto que  a la luz del Espíritu Santo- el salmista que nos dio a conocer el paralelismo entre el alimento que sacia el cuerpo y el que sacia el alma: “Como de grasa y  médula se empapará mi alma (de Ti)” (Sl 63,6). Paul Jeremie traduce catequéticamente este texto con la maestría a la que nos tiene acostumbrados: Así como el cuerpo se deleita con la grasa y la médula –las mejores raciones de la carne en aquel tiempo-, así el alma de los buscadores de Dios se empapan de Él.

En este contexto, bajo esta realidad, profecía y promesa se cumplen en los pastores llamados por Jesús. Son pastores en consonancia con su ímpetu buscador del rostro del Dios vivo en el Evangelio. Sólo así, empapados de Dios, pueden ser administradores y repartidores de sus bienes, aquellos que hacen crecer a sus ovejas “hasta ver al Señor Jesús formado en ellas” (Gá 4,19).

He ahí, pues, uno de los signos de identidad con los que Dios reconoce si un pastor es o no según su corazón. Lo es en la medida en que arden sus entrañas en búsqueda de su Sabiduría, de su Palabra. No lo hace para instruirse simplemente, sino porque ansía la vida. Jesús dejó muy claro la diferencia entre la búsqueda académica y la existencial. Dice a los fariseos: “Vosotros investigáis las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jn 5,39-40), en realidad, nos parece seguir oyéndole, no buscáis la vida eterna sino la vuestra; queréis ser sabios sólo para vuestra gloria, y dejáis a las ovejas “vejadas y abatidas…”, sin la Palabra donde está la Vida (Jn 1,4).

El pastor según el corazón de Dios le busca, pues sabe que vive oculto en la letra de la Escritura. Dios corona sus pesquisas, hechas con sencillez y con la clara percepción de sus límites ante el Misterio de la Palabra, revelándoseles, manifestándoseles en Ella. Al abrir su Misterio a sus corazones, les está dando, tal y como prometió, “el maná escondido” (Ap 2,17a).

Una vez que Dios pone en sus manos y en sus bocas el maná escondido, los pastores hacen partícipes de este alimento  a sus ovejas. Esta es la predicación que alimenta de verdad al hombre. Delicia que alegra y robustece el alma a través de una escucha paciente y amorosa. Lo profetizó Isaías: “¡Oíd todos los sedientos, id por agua, los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed, sin dinero, y sin pagar, vino y leche!… Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma” (Is 55,1-3).

Saciados y empapados los pastores por la Palabra que Dios mismo ha sacado a la luz para ellos, la reparten a sus ovejas, que no son otras que aquellas que tienen hambre y sed de vivir (Mt 4,4). Reparten el alimento de Dios con sencillez, sin prepotencia ni derechos sobre nadie.  Lo expresa muy bien el autor israelita al mostrarnos la experiencia de un buscador de Dios que, encontrándole, recibió su Sabiduría. “Con sencillez la aprendí y sin envidia la reparto; no me guardo ocultas sus riquezas porque son para los hombres un tesoro inagotable, y los que lo adquieren se granjean la amistad de Dios” (Sb 7,13-14).

Pastores según su corazón. Gratis han recibido los tesoros, los bienes de Dios, gratis y sin jactancia los comparten con sus ovejas (Mt 10,8), como hacen los padres con sus hijos. Al igual que Pablo, han comprendido que el Evangelio está todo él lleno de las riquezas de Dios, las que empapan el alma de Vida, de Él; por eso lo anuncian sin descanso (2Tm 4,2). Además, al igual que Pablo, saben que el que predica el Evangelio participa de sus bienes (1Co 9,23).



1 comentario:

  1. El creyente, quien ha vivido la experiencia del encuentro con la Vida, es quien bien conoce la potencia de la semilla.

    Este es un blog hecho "al gusto de Dios", como solia decir una amiga monja. Gracias por vuestro apostolado y por sembrar bien el Evangelio.

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