martes, 7 de agosto de 2012

EN COMUNIÓN CON CRISTO

La muerte tiene algo, o bien, mucho, de indiscreta. Digo esto porque el secreto tan celosamente   guardado por Dios, el de su relación íntima con sus amigos, deja de ser tal cuando su vida alcanza su ocaso. Es a partir de la muerte cuando lo oculto se pone al descubierto: se acabó la discreción. Con la muerte Dios se entrega totalmente a los suyos.





Ya he señalado que el término soportar en la espiritualidad del Nuevo Testamento, no tiene nada que ver con el fatalismo, pasividad, aguante de algo irremediable, sino que supone una actitud acogedora, un tomar sobre sí mismo una carga –como es la cruz- por decisión propia. Es en este sentido que el autor de la carta a los Hebreos nos presenta a Jesucristo en su decisión de tomar sobre sí mismo la cruz de nuestra salvación. La toma sobre sus espaldas ya que sólo Él pudo cargar con el mal del mundo sin ser aplastado por su poder destructor.

A la luz de todo esto leamos con asombro amoroso la cita de la carta a los Hebreos a la que hemos hecho alusión: “…Corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia” (Hb 12,1b-2a).

El Pastor de pastores carga sobre sí con la cruz en la que están grabados todos los males del mundo, por supuesto también los que salen de nuestras propias manos, y los sepulta victoriosamente. Juan nos describe esta victoria sobre el mal y su príncipe con la magistral sabiduría que le caracteriza: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5).

La luz de Dios brilló sobre aquel crucificado que en el estertor de su agonía apenas alcanzó a balbucir “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Jesús, luz del mundo (Jn 8,12), inclinó la cabeza, murió, y las sombras y tinieblas del sepulcro lo envolvieron con sus marañas mortíferas. Cuando éstas, orgullosas, proclamaban su primacía, el Hijo de Dios se elevó en todo su esplendor expandiendo por todo el mundo su victoria. Muchos fueron sus testimonios gloriosos ante los suyos; damos pie a éste que proclamó ante Juan: “Soy yo, el Primero y el Último; el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte…” (Ap 1,17b-18).

Volvemos al prisionero por amor a Jesús y a su Evangelio y, por supuesto, también por amor a sus ovejas, a quienes llama, como hemos podido ver, los elegidos. Más adelante volveremos sobre qué significado tiene el término elegidos a la luz del Nuevo Testamento. Ahora nos apetece ver al apóstol en comunión con su Pastor, comunión en sus padecimientos, como lo hemos podido comprobar en la apreciación que nos ha ofrecido el autor de la carta a los Hebreos, para quien el verbo soportar tiene la connotación de “tomar sobre sí” no obligada sino voluntariamente. Sí que podríamos hablar en términos de obligación en el sentido de que  no se pueden poner cadenas al impulso del amor que nace de lo alto. Le pasó al Hijo de Dios,  le pasa a sus discípulos, y lo viven de forma especial sus pastores, los que Él mismo moldea con su Evangelio a imagen y semejanza de su propio corazón. Es cierto que no hay ninguna obligación, pero lo es más que este impulso es irresistible.

Veamos ahora a Pablo en comunión con Jesucristo con sus padecimientos. Comunión que es su gala y su orgullo como pastor. Se siente privilegiado de poder vivir esta experiencia; sabe perfectamente que no sería posible sin la fuerza de Dios. La ha recibido y la ha puesto, junto con su vida entera, al servicio de sus ovejas: “los elegidos”, por lo que se siente con autoridad para hacer esta confesión: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura por ganar a Cristo… Y conocerle a él, y el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte” (Flp 3,8-10).

Por supuesto que el estar gozosamente en comunión con los padecimientos de Jesucristo no es una experiencia únicamente de Pablo. Leyendo las diferentes cartas de los apóstoles nos damos cuenta de que es algo normal en la primera cristiandad. Podemos acercarnos al testimonio de Pedro: “Queridos, no os extrañéis del fuego que ha prendido en medio de vosotros para probaros, como si os sucediera algo extraño, sino alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1P 4,12-13).



No hay comentarios:

Publicar un comentario