sábado, 6 de abril de 2013

MI PADRE ESTÁ CONMIGO

      ¡Bendita locura la de la fe! Sólo ella es capaz de deshilachar las ataduras a las que el escepticismo pretende sujetarnos. Es cierto que esta locura nos puede dejar a medio camino en nuestro deseo de alcanzar la Presencia; mas también es la gran apuesta del hombre para alcanzar certezas.




 

A la luz de la experiencia de Abrahám e Isaac, acercamos nuestra alma al testimonio de Jesús quien, sobreponiéndose al cúmulo de humillaciones, desprecios y burlas que ya se ciernen sobre Él y que alcanzarán su punto culminante en su muerte de cruz como si fuera un maldito (Gá 3,13), proclama con serena majestad: “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8,29).  No es simplemente estar juntos como Abrahám e Isaac. La experiencia-realidad de Jesús alcanza la plenitud de la comunión con el que le envía. Oigamos lo que dice a sus discípulos: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,11).

Jesús sabe que está llevando a su pleno cumplimiento toda la Escritura (Mt 5,17); por lo tanto, también la figura de Isaac en todas sus dimensiones: su relación con su padre, su caminar juntos a lo largo de la misión confiada, la prodigiosa intervención de la Voz de lo alto mostrando a Abrahám un cordero para el sacrificio. Jesús no espera ningún cordero que le sustituya en la cruz; sabe que ¡Él es el Cordero que carga con el pecado del mundo! (Jn 1,29).

Sin embargo, el “¡Dios proveerá!” que Abrahám anunció a su hijo Isaac, resuena en Él con toda la fuerza y convicción que emanan del amor y la confianza que tiene en su Padre. Sólo así se entiende el enlace que hace con el anciano patriarca ante los judíos que se resistían a creer en Él: “Vuestro padre Abrahám se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró” (Jn 8,56).

El gozo de Abrahám viendo a lo lejos la resurrección del Hijo de Dios, de esto es de lo que está hablando Jesús. Su Día no es otro que el día de Yahvé por excelencia, día en el que realizó la obra que está por encima de todas las obras, la maravilla de las maravillas. Tal y como nos anuncian los santos Padres de la Iglesia: el Día de la resurrección del Señor. Día que absorbe, hasta anularla por completo, “la hora del poder de las tinieblas” (Lc 22,53).

Es el día Santo y Glorioso en el que Dios Padre levantó a su Hijo del sepulcro, abriendo así la vida eterna a toda la humanidad; el día en que sus discípulos -los de entonces  y los de todos los tiempos- han venido a saber que era verdad que el Padre “dio al Hijo tener vida en sí mismo” (Jn 5,26). Es el Día de los días, en el que podríamos decir que Dios se esmeró hasta el extremo en su amor por el hombre. Día, en fin, anunciado y profetizado por el salmista con toda clase de epítetos que rivalizan en esplendor. “…Ésta ha sido la obra de Yahvé, una maravilla a nuestros ojos. ¡Este es el día que Yhavé ha hecho, exultemos y gocémonos en él! ¡Yahvé nos da la salvación! ¡Yahvé nos da la victoria!…” (Sl 118,23-25).

La muerte ha sido absorbida por la victoria -cantaban los primeros cristianos en sus liturgias al celebrar la resurrección del Señor. La hora del príncipe de este mundo ha sido absorbida por el Día de Yahvé, convertido ahora en el Día de su Hijo, aquel que Abrahám vio a lo lejos con los ojos de su alma provocando su exultación.

Jesús, el Pastor por excelencia, da su vida por sus ovejas sin separarse de su Padre. Al igual que Abrahám con Isaac, ambos caminaron juntos a lo largo de la misión. Lo que ahora nos llena de sorpresa y colma de gozo es ver que el Hijo de Dios pasa el paralelismo que ha vivido con el Padre respecto a Abrahám e Isaac, a sus discípulos, aquellos que han de pastorear el mundo entero con su Evangelio, al que Pablo llama “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1,16).

No les envía a anunciar el Evangelio por su cuenta y riesgo, menos aún como obra suya y personal. No, Él está con ellos en su misión, nunca les dejará solos, como el Padre nunca le dejó a Él. Así se lo hace saber cuando les envía por el mundo entero. “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). El yo estaré con vosotros no es sólo una garantía de seguridad, sino -y por encima de todo- garantía de que serán pastores según su corazón.

 

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