miércoles, 26 de marzo de 2014

En soledad con Dios





Dios permite en nuestra vida acontecimientos que no son sobrenaturales sino de lo más normales, y que abren nuestros ojos y los dirigen hacia Él como el único en quien podemos asentarnos. El Señor Jesús, enviado del Padre, ha descendido a los infiernos, al centro de la mentira de nuestro corazón, para poder redimensionarnos, siempre contando con nuestra libertad. Seguiremos siendo débiles y pecadores, pero nuestros pies están asentados sobre la Verdad, ella es la roca firme que garantiza la permanencia de nuestro querer y amor a Dios y a los hombres.
Una vez que los discípulos se alejaron en el lago, subió al monte para orar. Entramos aquí en una dimensión de la oración: la oración como combate contra la mentira. Combate absolutamente necesario, cuya victoria nos posibilita el entrar en la voluntad de Dios. A final de cuentas, la razón más profunda de la oración es que ella te abre a la voluntad de Dios. Hay una línea muy tenue entre la verdad y la mentira. Jesucristo también es hombre, lo que quiere decir que tiene una sensibilidad y unos deseos exactamente como los nuestros, y que también Él está sujeto a la tentación. También a Él le podría gustar su momento de triunfo, las miles de personas que le aclaman; por eso necesita retirarse a solas con su Padre.
Esta puntualización de que Jesús entra en oración a solas con su Padre, es muy importante para entender lo que veremos más adelante: su caminar sobre las aguas, su manifestación a los apóstoles, y también la experiencia de fe de Pedro quien saltó de la barca y se dirigió hacia Jesús caminando sobre el mar.
Vemos a Jesús en oración y entendemos que ésta es para Él el arma y la medicina que Dios le ofrece para ser fiel a su misión. A la luz de esta oración de Jesús, entendemos que la medida de nuestra comunión con Dios viene marcada por la comunión con su voluntad. Esto es imposible si el hombre no tiene el discernimiento y la sabiduría que nos vienen de Dios, la confianza de saber y entender que su voluntad es buena para él, no un estorbo que hay que sobrellevar con esfuerzo inhumano.
Esta calidad de oración no es un lujo, como no es un lujo comer; comemos porque si no la vida se nos escapa. De la misma manera, sin esta clase de oración la vida espiritual, la de la fe, se nos diluye. Recordemos que el mismo Hijo de Dios entra en esta modalidad de oración en el momento crucial de su pasión. Se dirige al Huerto de los Olivos para recibir de su Padre la fortaleza a fin de poder hacer su voluntad. 

Sabemos que su oración terminó con estas palabras: ¡Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya!
                  Así pues, una vez que fuerza a sus discípulos a subir a la barca, Jesús se dirigió a un monte para orar a solas. En soledad con el Padre, sin nadie en quien apoyarse, que esto es lo que significa estar en soledad con Dios. Esta predisposición para la oración tiene como objeto que el orante tenga a Dios como único apoyo.
Todos los discípulos del Señor Jesús somos llamados en orden a una misión confiada por Él. Son estos espacios y experiencias de soledad con Él los que fortalecen y, si es el caso, recuperan la misión que nos ha sido confiada. Misión que resplandece y se viste de urgencia en el cara a cara del hombre orante con Dios.
Los discípulos somos prolongación de la misión de Jesús confirmada por sus últimas palabras: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Quizá nos parezca muy atrevido decir que el discípulo es prolongación de Jesucristo en el mundo. Señalemos que con estas palabras textuales se expresaron los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo, san Gregorio de Nisa.
Volvemos al texto evangélico que nos decía que Jesucristo se dirigió al monte a solas para orar. Y observamos que Mateo, con su peculiar estilo de pormenorizar los acontecimientos, nos hace notar que al atardecer estaba solo allí.
Al atardecer, al caer la noche, imágenes que nos hablan tanto de la tentación como de la acción creadora de Dios. ¿Por qué también imagen de su acción creadora? Fijémonos que así es como nos relata el Génesis el paso del tiempo en la obra creadora de Dios: “Pasó una tarde y pasó una mañana…” Pasa la mañana, y al atardecer Dios vuelve a crear.
En estos atardeceres que preanuncian las tinieblas, el discípulo conoce la tentación profunda y angustiosa. Da la impresión de que el Dios tantas veces cercano, está completamente ausente. En ese desvalimiento y soledad, Dios está creando la misión dentro de él, está pronunciando para él una palabra nueva. La Palabra de Dios,    –la escrita es siempre la misma-  en cuanto suya y pronunciada por Él, es siempre nueva y con el mismo poder creador.

La misión del discípulo es siempre una creación de Dios, por lo que está siempre totalmente por encima de sus cualidades y posibilidades. Recordemos el miedo que tenían los profetas cuando eran llamados y enviados por Yahvé para cumplir su misión. No era falta de disposición o generosidad para obedecerle, sino la conciencia de su más absoluta incapacidad para llevar a cabo lo que Dios les confiaba. Recordemos que, ante esos miedos y temores, Dios mismo les ponía en camino diciéndoles: ¡no temas, yo estoy contigo!
Vayamos nuevamente a la Escritura, y entremos en la experiencia de soledad con Dios que vivieron algunos de los que Él llamó para hacer posible la historia de salvación del pueblo de Israel y, a partir de él, de toda la humanidad. Hombres y mujeres cuyas historias son también eslabones de nuestra fe.
Abrahám recibe la Palabra de Yahvé que le dice que lleve a su hijo Isaac para sacrificarlo en el monte. Se dirige al lugar indicado con sus criados; mas al llegar al pie del monte les dijo: “quedaros aquí, el muchacho y yo subiremos para adorarle”. ¡Vaya que si adoró Abrahám a Dios! Él se le manifestó en toda su gloria salvando a su hijo y anunciando al Cordero que vendría a salvar a toda la humanidad. El cordero sustituyó a su hijo Isaac en el sacrificio. Isaac es la figura de todo hombre rescatado por el Cordero que fue elevado en la cruz.
 Recordemos que, en este trance, Abrahám no quiso el apoyo de sus criados por más  que lo podría necesitar. Imaginemos a este hombre anciano llevando al sacrificio al hijo de sus entrañas, el hijo de la promesa. Podría alegar: ¿cómo es posible esto si Él mismo me lo dio? Abrahám obedeció en la vorágine de una soledad despiadada, con el alma atravesada por la aflicción. Sabía, sin embargo, que su historia no la llevaba él sino Dios, y que era poderoso para cambiar las tinieblas de su alma en luz, ¡y vaya que si las cambió! Su confianza total en Dios le ha valido el título de nuestro padre en la fe.
Jesús camina sobre las aguas       

 A. Pavia.  Editorial Buena Nueva



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