sábado, 22 de marzo de 2014

La fragilidad de los pies




Veamos algunos textos bíblicos que nos hablan acerca de esta realidad que alcanzó al pueblo de Israel: “Oíd esto, pueblo necio y sin seso, tiene ojos y no ven, orejas y no oyen, ¿a mí no me temeréis?, ¿delante de mí no temblaréis?... Pero este pueblo tiene un corazón traidor y rebelde: traicionaron llegando hasta el fin”     (Jer 5,21-23).
Más allá de estas duras palabras, Dios siempre se compadece y, por eso, envía al Mesías para curar a su pueblo de tanta ceguera y necedad. Pero el pueblo tiene en su mente y en su corazón otros planes que no son los de Dios; parece como si se pusieran una venda en los ojos, como si taparan con las manos sus oídos, y quieren arrastrar a Jesús hacia sus intereses.
Vamos a ver la misma realidad del pueblo desde el profeta Isaías: “Idiotizaos y quedad idiotas, cegaos y quedaos ciegos… Toda revelación será para vosotros como palabras de un libro sellado, que se da a uno que sabe leer diciendo: ea, lee eso; y dice el otro: no puedo, porque está sellado…” (Is 29,9-12). Es decir, que se puede saber la Biblia de memoria y, al mismo tiempo, tener el corazón sellado para su comprensión. El profeta está denunciando que su pueblo tiene un corazón ignorante, incapaz de entender la Escritura que lee con los labios.
Ante esta realidad, entendemos que Dios le visite por medio de su Hijo; mas lo único que les interesa es que éste les libre del poder de los romanos. Esta actitud de Israel es como un espejo para que todos entendamos lo enfermos que nos deja el Príncipe del mal y su mentira que, como hemos dicho, así es como le llama Jesús. Pero la misericordia de Dios es siempre mayor que nuestro pecado; y así, en el mismo Isaías, escuchamos en el capítulo siguiente una promesa impresionante y esperanzadora: “Sin embargo, aguardará Yahvé para haceros gracia, y así se levantará para compadeceros, porque Dios de equidad es Yahvé: dichosos todos los que en él esperan… No llorarás ya más; de cierto tendrá piedad de ti, cuando oiga tu clamor… Con tus ojos verás al que te enseña” (Is 30,18-20).
He ahí la promesa. Dios se va a abrir al hombre, se va a manifestar para romper su ceguera y sus oídos sordos, para cambiar su corazón obstinado. No importa que, ante su Hijo, el corazón de este pueblo se manifieste tal y como es, con sus propias y obstinadas ideas acerca de lo que Dios tiene que hacer. No por esta cerrazón, Jesús dejará de cumplir su misión de salvar a toda la humanidad, incluido Israel.

Ahora sí estamos en condición de entender por qué, ante la situación que se ha presentado, Jesús obligó a los apóstoles a subir a la barca. Percibe el peligro, la tentación que se está cerniendo sobre ellos que, de por sí, ya eran bastante débiles. Les apremió a subir a la barca, algo así como urgiéndoles a poner tierra por medio ante el canto de sirenas que estaba sonando a sus oídos.
Dios, en cierto modo, nos obliga, nos fuerza, a volvernos a él. ¿Cómo? Con acontecimientos concretos que nos pasan que, por otra parte, son hechos normales; como puede ser una enfermedad, un fracaso personal que redimensiona toda nuestra vida, el mismo hecho de constatar que las expectativas que tenías a los veinte años no se están cumpliendo del todo, y que están ahí pululando entre la energía y el desmayo. Eran expectativas, proyecciones, indudablemente buenas, pero tan idealizadas que pensabas que llenarían toda tu existencia. No es que se hayan echado a perder, no hay que ser negativos, pero sí es cierto que, a una altura de tu vida adulta, comprendes que no han respondido a lo que tú pensabas que sería tu plenitud personal. No estoy hablando de maldad ni de perversidad; estoy hablando de la imposibilidad que el hombre tiene para realizarse por sí mismo en todo lo que es como persona.
Recordemos el sueño de Nabucodonosor. Vio aquella estatua imponente y deslumbrante, imagen de los proyectos del hombre: la cabeza de oro, el pecho de plata, los brazos de bronce, etc. ¿Sobre qué se sostenía aquella impresionante estatua?, ¿esos proyectos maravillosos, esas expectativas deslumbrantes…? Sobre unos pies mitad de barro, mitad de hierro. Y ¿qué nos dice el libro de Daniel? “De pronto una piedra se desprendió, sin intervención de mano alguna, vino a dar a la estatua en sus pies de hierro y arcilla, y los pulverizó. Entonces quedó pulverizado todo a la vez: hierro, arcilla, bronce, plata y oro” (Dn 2,34-45).
 Esto es lo que acontece a todo hombre que proyecta sus expectativas al margen de Dios. Y si Dios no está, los ídolos se hacen tus señores. Cuando llega un momento en que tu vida es golpeada como la estatua, es entonces cuando, desde la sabiduría que nace de esta experiencia, te vuelves a Dios. No te vuelves a Él desde el sentimiento, que es voluble, sino desde la verdad.
Jesús camina sobre las aguas       

 A. Pavia.  Editorial Buena Nueva

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