La opinión que
tenemos de santo Tomás de Aquino es probablemente la de un gran teólogo
envuelto en una montaña de pergaminos, documentos, libros, etc., lo que
popularmente llamamos un ratón de biblioteca. Sin embargo, tenemos datos y
motivos para apreciar en él a un gran pastor, un discípulo del Señor Jesús que
supo encontrar el manantial de vida eterna que mana de las Escrituras.
Célebre es, por
poner sólo un ejemplo, la exhortación que dirigió a sus hermanos dominicos
dedicados en cuerpo y alma a la predicación del Evangelio, y que sirve para
todos los pastores enviados por el Señor Jesús al mundo entero. Les dijo:
“Anunciad lo que habéis contemplado”. El Tomás profesor, el académico, el
investigador minucioso de las Escrituras, da el salto que sella la identidad de
todo predicador del Evangelio. He aquí el salto: La Palabra va mucho más allá
de una comprensión intelectual; la Palabra se contempla y, desde lo que
nuestros ojos del alma han podido presenciar, se anuncia. Tenemos motivos
fundados para creer que Tomás no habría hecho esta exhortación, tan real como
profunda, si él mismo no hubiese experimentado esta contemplación.
Damos las
gracias, desde la comunión de los santos que nos une, a Tomás, y nos metemos de
lleno en una nueva dimensión del rostro de los pastores según el corazón de
Dios. Son pastores que han cogido entre sus manos posesivas y acariciadoras la
vida que habita en la Palabra, “en ella estaba la Vida” (Jn 1,4a). Una vez que
la Palabra ha posado sus alas en sus manos, estos pastores son llamados a hacer
una experiencia tan trascendente que podemos llamarla extramundana.
En sus manos el
Evangelio se hace ver, oír, es como si Dios se dejara palpar. Ser testigo de
esto es ser testigo de lo que es Dios: Todo. A partir de entonces y movidos por
un impulso irresistible, también irrenunciable, la Palabra es anunciada; es tal
la pasión que mueve al pastor que no tiene dónde reclinar la cabeza, dónde
asentarse (Lc 9,58). Arrastrado por esta pasión, anuncia el Evangelio “a tiempo
y a destiempo” (2Tm 4,2) y, parafraseando con cierta libertad a Pablo, podemos
decir de él que “ya no es él quien vive, sino el Anuncio y la Fuerza del
Evangelio quien vive en él” (Gá 2,20). Esta clase de pastores son continuamente
vivificados, y tanto más, cuanta más vida mana de su boca (Lc 4,22).
Nos acercamos
ahora al apóstol y evangelista Juan quien, con una belleza deslumbrante,
-adivinamos el Manantial que corre por sus entrañas- nos habla de la Palabra
desde los más diversos prismas: Vida, Comunión, Encarnación, Manifestación de
Dios, Ojos que ven y contemplan, Manos que palpan, Oídos que oyen… (1Jn 1,1-3).
En unos pocos
versículos, Juan –también él habla desde su experiencia y la de la Comunidad
apostólica- describe las líneas maestras del crecimiento de la fe y de la
comunión entre los discípulos del Señor Jesús; por supuesto, también de la
misión que Él les ha confiado al llamarles con su Palabra creadora, Palabra que
moldea sus corazones a imagen y semejanza del suyo.
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