La Iglesia, hace unas semanas, ponía
a nuestra consideración dos pasajes evangélicos en dos días próximos ‒domingo
y miércoles‒: parábola de los talentos y la del noble que marchó a un país
lejano para conseguir el título de rey. En ambas parábolas, Señor, quieres
darnos un mismo mensaje, quieres que extraigamos una enseñanza.
Entiendo que nos pides a los cristianos que seamos un poco más
atrevidos, más arriesgados, que tengamos un poco de más inventiva, que no
seamos tan conservadores. No podemos guardar tus enseñanzas escondidas, debemos
airearlas, aunque corramos el riesgo de ser señalados o ninguneados –en el
mejor de los casos‒ o que nos partan la cara por esta causa –en el peor, desde
el prisma humano‒. Creo que nos quieres decir que el mayor tesoro que tenemos
no lo podemos ocultar bajo tierra, que está bien que lo guardemos y
custodiemos, pero solo lo imprescindible para no perderlo. Que tenemos la
obligación de exponerlo, compartirlo y repartirlo con todos.
Nos estás invitando a diligenciar los grandes valores donados con
criterios comerciales a fin de obtener los máximos intereses en nuestra gestión.
Que como el mejor de los comerciantes demos productividad y multipliquemos este
gran tesoro que nos has entregado.
Señor, temo y me da miedo que al presentar mi balance tengas que decirme
“Eres un empleado negligente y holgazán
[…] a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas”. Esta sería una
sentencia terrible para este siervo tuyo que pretende llegar a tu derecha, que
desea escuchar, por el contrario, aquellas otras palabras dirigidas al siervo
fiel “…pasa al banquete de tu Señor”.
Por tanto, Señor, perdona mis infidelidades, perdona que no te haya defendido
con la fuerza necesaria en las ocasiones en que me has puesto a prueba. Perdona
mi tibieza, falta de elegancia y entusiasmo al exhibir los talentos
proporcionados.
Gracias, Señor, por tantos talentos que has puesto a mi disposición a lo
largo de mi vida: nacer en una buena familia cristiana, la formación en una
gran institución religiosa, los profesores que me instruyeron, los ejemplares
párrocos y amigos que me han arropado. Todos ellos han engrosado una cuenta
corriente que me ha proporcionado unos abundantes intereses espirituales.
Gracias por este providencial guía que sabia, humilde y ejemplarmente nos conduce en este tiempo tan difícil, el papa
Francisco. Hombre que con su llaneza, a veces hasta con sus ocurrencias, ha
sabido ganarse el respeto de todos y a todos
nos da ejemplo de vida. Él sí que ha comprendido este pasaje evangélico y
explota con su decir y hacer los talentos.
Sobre todo, gracias por haberte prestado a ser mi gran maestro, por
redimir mis pecados a un coste insuperable: tu sangre.
Por último te pido, Señor, que ilumines a todos tus siervos cristianos o
no para que sepamos aprovechar los talentos que nos has regalado y tengamos el
suficiente ingenio y la suficiencia agudeza para aprovecharlos y sacarles el
máximo fruto y rendimiento.
Pedro José Martínez Caparrós
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