La vida de todo hombre desde que nace hasta que muere es un
combate. Es un combate contra sí mismo, y contra todo lo que le rodea. No vamos
a hablar de las guerras horribles que degradan a toda la humanidad hoy en día y
durante toda la historia pasada.
Es algo mucho más sutil, es la competitividad actual desde
que nacemos. Desde que el niño tiene conocimiento, orientamos a nuestros hijos
a elegir una profesión en la que se gane mucho dinero y tenga prestigio social.
Y no es que eso en esencia esté mal; lo que está mal es que sea el dinero y el
afán del mismo lo que marque y oriente nuestra vida, de tal forma, que, como
todo es relativo, todo es válido mientras no te pillen. Y así nos encontramos
en la situación actual que vivimos en el mundo donde las virtudes cristianas
brillan por su ausencia. Hemos apartado a Dios de nuestra vida, hemos quitado
los crucifijos de los colegios y ya no se enseña la asignatura de Religión;
nuestros jóvenes, y no tan jóvenes desconocen la historia de Abrahán o de
Moisés, y si la conocen es descafeinada por las películas de “romanos”, si es
que aún se conservan.
Y así, es válido el aborto, las relaciones prematrimoniales,
la eutanasia, la mujer es dueña de su propio cuerpo y libre de abortar, la
Iglesia no debe opinar en política, sino sólo en el ámbito de su fe, pero de
puertas para adentro y sin molestar.
El ateísmo reina a sus anchas por doquier, y se pregona como
un valor democrático, en vez de una vergüenza mundial. Es la hora de las tinieblas.
Reina el Príncipe de la Mentira: el diablo.
Hemos dado la espalda a Dios. Hay que convertirse. Palabra
extraña esta, de gran riqueza etimológica; convertirse viene de cum
vertere, es decir, volverse hacia. Otro valor de los tiempos
actuales: ya no preocupa la cultura; la cultura del conocimiento real de las
palabras, de nuestra ascendencia del latín, incluso del desinterés de saber de
dónde viene las palabras y su significado real.
Y ya que el hombre es incapaz de volverse a Dios, es Él el
que tiene que volverse a nosotros para convertirnos.
Dice Jeremías: “Echémonos en nuestra vergüenza y que
nuestra confusión nos cubra, ya que contra Yahvé, nuestro Dios, hemos pecado,
nosotros como nuestros padres, desde nuestra mocedad hasta hoy, y no escuchamos
la Voz de Yahvé, nuestro Dios. ¿Si volvieras Israel! ¡Si a mí volvieras! ¡Si
quitaras tus Monstruos abominables y de Mí no huyeras!” (Jr 3.25, 4.1) Y
pone Monstruos con mayúscula, por denominar a Satanás.
Y dice el Salmo 6: “Y Tú, Yahvé, ¿hasta cuándo? ¡Vuélvete
Yahvé, restablece mi vida! (Sal 6, 4-5).
Como siempre la Palabra de Dios revelada en la Escritura
viene en nuestro auxilio. Ya lo dice el Salmo 121, que denominamos “El Guardián
de Israel”: “Levanto mis ojos a los montes; ¿De dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor, que hizo el Cielo y la tierra.
Los montes, en la espiritualidad bíblica, es donde habitan
los dioses, nuestros dioses. Y el salmista se pregunta quién le ha de auxiliar,
porque los dioses que él tiene, cuando levanta la vista hacia ellos, no le
satisfacen. Solo el auxilio lo encuentra en Dios.
Estos dioses son hechura de manos humanas: “…el oro y la
plata; tienen boca y no hablan, tiene ojos y no ven, tiene oídos y no oyen,
tiene boca y no respiran…”(Sal 135,15-18)
San Pablo, en la epístola a los Efesios, nos relata lo que él
llama El combate espiritual. Dice: “…Tomad las armas de
Dios, para que podáis resistir en el día funesto, y manteneos firmes
después de haber vencido todo. Poneos en pie, ceñida vuestra cintura con la
verdad y revestidos de la justicia como coraza, calzados los pies con el celo
por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la fe, para que
podáis con él todos los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la
salvación y la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios, siempre en
oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con
perseverancia…”
Bellísimo texto que deberíamos saber de memoria, para
resistir nuestro particular combate; texto absolutamente aclaratorio, en el
que, con la alegoría del guerrero que lucha en la fe, se arma, como él dice,
con las armas de Dios.
Si siguiéramos los consejos del Señor Jesús, revelados en su
Evangelio, no habría guerras, ni hambre, ni dolor el mundo. Seríamos todos
hermanos con un único Padre: Dios.
Pero no seamos inocentes: en el mundo dominan las fuerzas del
mal, y los deseos anunciados los tendremos en la Casa del Padre: “Ni el ojo
vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios tiene preparado
para los que le aman” (1Cor.2,9)
Alabado sea Jesucristo.
Tomás Cremades
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