“Antes de haberte formado Yo en el vientre
te conocía, y antes que nacieses te tenía consagrado: Yo, Profeta de las naciones, te tenía consagrado”
Yo dije: “¡Ah, Señor Yahvé, mira que no sé
expresarme, que soy un muchacho!
Y me dijo Yahvé: “No digas soy un
muchacho, pues adonde quiera que Yo te envíe irás, y todo lo que te mande
dirás, no tengas miedo que contigo estoy para salvarte.
Entonces alargó Yahvé su Mano y tocó mi
boca. Y me dijo: “Mira que he puesto mis palabras en tu boca”
En
parecidos términos contesta Moisés a Yahvé, cuando éste le anuncia la misión de
hablar con el faraón para sacar a los israelitas de Egipto. Moisés dijo a Dios:
“¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar
de Egipto a los israelitas?
Dijo
Dios a Moisés: “Yo estaré contigo, y ésta
será la señal de que Yo te envío: Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto,
daréis culto a Dios en este monte” (Ex 3,11)
Más
adelante, Moisés replica al Señor: “¡Por
favor, Señor! Yo nunca he sido hombre de palabra fácil, ni aún después de haber
hablado tú con tu siervo; sino que soy torpe de boca y de lengua”. Yahvé le
respondió: “¿Quién ha dado la boca al hombre? ¿Quién hace al mudo y al sordo,
al que ve y al ciego? ¿No soy Yo Yahvé? Así, pues, vete, que Yo estaré en tu
boca y te enseñaré lo que debes decir” (Ex 4, 10-12)
Había
en Damasco un discípulo llamado Ananías. El Señor le dijo en una visión: “Ananías”. Él respondió: “Aquí estoy,
Señor”. Y el Señor: “Levántate y vete a la calle Recta y pregunta en casa de
Judas por uno de Tarso llamado Saulo; mira, está en oración y ha visto que un
hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos y recobraba la vista”.
Respondió Ananías: “Señor he oído a
muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos
en Jerusalén y que aquí tiene poderes de los Sumos Sacerdotes para apresar a
todos los que invocan tu Nombre”. El Señor le respondió: “Vete, pues éste me es
un instrumento elegido para llevar mi Nombre ante los gentiles, los reyes y los
hijos de Israel. Yo le mostraré cuanto tiene que padecer por mi Nombre” (Hch,
9,10-17)
Estos
tres relatos me recuerdan cuántas veces
habré hablado así cuando el Señor me inspiraba su Palabra para llevarla
a un hermano: no sé hablar, me da vergüenza, dirán que soy un ñoño, para eso
están los curas… ¡Siempre disculpas!, ¡siempre mirar a otro lado!
Pero
el Señor tiene paciencia, “…considerad
que la paciencia del Señor es la garantía de nuestra salvación…”. Él espera,
ama sin límites como dice Pablo a los Corintios, espera sin límite, ama sin
límite…
Pero
el Señor toca mi boca y tu boca. La Palabra de Dios, el Evangelio, no pueden
quedarse en nosotros como algo para nosotros solo. Es un sentimiento egoísta.
Dios da el pan de cada día, el pan tierno de cada día que es su Evangelio. NO TÚ EVANGELIO, el suyo. Cuando vas al
Evangelio, preséntate como Pablo temeroso, presto a escuchar lo que en ese
momento Jesús te dice.
Comenta Pablo a las Gálatas: “…Porque os hago saber, hermanos que el Evangelio
anunciado por mí no es de orden humano,
pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por Revelación de
Jesucristo…”(Ga1,11-13) y “…Mas, cuando
Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia,
tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles,
al punto, sin pedir consejo a hombre alguno…” (Ga 1,15-17).
Me
llama la atención esta expresión de Pablo, que es la misma con la que he
comenzado esta catequesis, parafraseando a Jeremías
Y en
la Carta a los Corintios dice: “…Pues yo,
hermanos, cuando fui a vosotros, no fui
con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de
Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste
crucificado…” (Cor 2, 1-5)
Por
ello hemos de acercarnos a la Palabra con el respeto de estar en la presencia
de Dios que nos habla, con la humildad de ser su criatura, con la alegría de
ser amados por Él, que se abaja a nosotros como dice Pablo en la Carta a los
Filipenses, capítulo 2.:” Cristo, a pesar
de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se
despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos…”
Él
nos dice: “¡Sígueme!”. Como le dijo a
Mateo el publicano, como invitó al Joven Rico, como elige a sus Apóstoles, como
llama a sus discípulos. No pregunta por tu vida anterior, no reprocha tus
errores, te ama y me ama como soy, con mis defectos, flaquezas, traiciones…con
el Amor más perfecto, más Misericordioso, como sólo Él sabe hacer.
¡Qué
diferencia con nosotros! Nosotros sí reprochamos la conducta del hermano,
mirando la paja en su ojo, sin ver la viga en el nuestro. Murmuramos su
conducta, desconociendo las circunstancias que le llevaron a esa situación.
Nosotros perdonamos pero no olvidamos. Ese no es el perdón de Dios, ni lo
quiere para nosotros.
¡Qué
libertad más grande la de no juzgar! Mirémonos por dentro, metamos como Moisés
la mano en el pecho, y saldrá llena de lepra. ¡Sólo Él la puede curar!
Tú
estabas dentro de mí, y yo te buscaba fuera, en las criaturas y no en el
Creador, nos dirá san Agustín. Y es un “fuego
devorador”, como nos dice Jeremías: “…Pero había en mi corazón algo así como un
fuego ardiente…” (Jer 20,9).
Por
ello, enamorémonos de la Palabra, que te coge y te acoge con Amor, que te
devora sin consumirse como el episodio de la “Zarza ardiente de Moisés”, como la llevó la Virgen María en su
seno purísimo que también ardió sin consumirse dentro de ella y a lo largo de
toda su vida terrenal. Y este enamoramiento no será nunca estático, “salta hasta la Vida Eterna”, le dice
Jesús a la Samaritana, y nos impulsa al mandato-Palabra de Jesús: “Id y
anunciad el Evangelio a todo el mundo, bautizando en el Nombre del Padre, y del
Hijo, y del Espíritu Santo…”.
Alabado
sea Jesucristo
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