viernes, 30 de junio de 2017

XIII Domingo del Tiempo Ordinario




Categoría cristiana de valores

        El trozo del Evangelio es el final del discurso de misión con dos ideas: para ir a la misión, en la que el discípulo va a tener dificultades, es necesario que tenga una categoría clara de valores, en la que Jesús y el Evangelio sean lo primero de forma que pueda superar todos los obstáculos. La segunda idea es una invitación a los oyentes de todos los tiempos a acoger al enviado de Jesús, pues acoger  a su enviado es acogerlo a él y con él al Padre que lo envió. La primera lectura se hace eco de esta idea, recordando cómo una mujer del pueblo judío de Sunem acogía al profeta Eliseo por ser un enviado de Dios. Por su parte, la segunda lectura refuerza la primera idea: Jesús tiene que ser nuestro primer valor porque estamos injertados en él por el bautismo y la tarea fundamental de nuestra vida es que “agarre” el injerto, compartiendo ahora  su muerte para compartir después su resurrección. Por ello lo más importante en nuestra vida es vivir unidos a Jesús.

Para trabajar con decisión en una tarea hay que estar muy convencidos, tener muy claro que la tarea es importante y que vale que se le dedique la vida. La razón es que en toda tarea serán inevitables las dificultades provenientes incluso de lo más íntimo nuestro, de la propia familia y de nuestros propios intereses. Por eso Jesús nos dice: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará”. El “amar más” no se refiere a los afectos humanos, donde es natural que sintamos ante nuestros hijos unos sentimientos especiales que no lo sentimos en el plano religioso, sino a la opción que tiene que prevalecer en caso de colisión de valores, lo primero será Jesús. Y lo mismo en el caso de colisión con nuestros intereses humanos, lo primero será Jesús, lo que implica que estemos dispuestos a “tomar la cruz” e ir a la muerte con Jesús. Este será el mejor camino de “ganar la vida”.

Todo esto responde a nuestra realidad personal cristiana. Por el bautismo estamos vitalmente unidos a Jesús y nuestra tarea básica es hacer que el injerto agarre, compartiendo ahora la muerte de Jesús, un compartir que es camino de “encontrar la plenitud de la vida”. Esto se traduce en las pequeñas opciones que tenemos que realizar en nuestro caminar de cada día, haciendo la voluntad de Dios en cada momento, dando testimonio constante de Jesús con nuestra vida y palabras, y sufriendo las contrariedades que ciertamente vendrán, especialmente cuando intereses de allegados nos impulsen a seguir caminos no queridos por Dios. Ser cristiano y no fracasar en el intento exige que Jesús sea el valor determinante de nuestra vida, no valen las medias tintas.
En este contexto hemos de recordar también el segundo mandato de Jesús: acoger a sus enviados de todo tipo, sacerdotes, consagrados, fieles cristianos, hombres de buena voluntad,  y colaborar en su tarea. En general, acoger a todo cristiano como cristiano: "Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa."La forma normal de la actuación de Dios es por medio de enviados. La fe ha llegado a nosotros por medio de enviados, familia, catequistas, sacerdotes, amigos… y hemos de acogerlos en su tarea.
        En cada celebración de la Eucaristía Jesús se entrega a nosotros, demostrándonos que somos su primer valor. En ella él nos da fuerzas y amor para que le correspondamos adecuadamente en nuestra vida de cada día.
Dr. Antonio Rodríguez Carmona




Tu vara y tu cayado me sosiegan



El salmista manifiesta su plena confianza en Dios porque "su vara y su cayado le sosiegan". En la vertiente catequética publicada ayer, insistimos en esa faceta de los discípulos de Jesús de dejarse cuidar por Él. En la que publicamos hoy, nos apetece verle cumpliendo su misión apoyado en su Padre que le envía al mundo para salvarlo. El cayado que sirve de apoyo a los pastores, nos habla de Jesús apoyándose una y otra vez, y hasta su ignominiosa muerte, en su Padre. 

Veamos esto catequéticamente adelantando así esta bellísima noticia: El cayado que sostiene y fortalece nuestra relación con Jesús es imagen y figura del suyo con el que se apoyó en el Padre. Jesús, como fue profetizado, es sostenido por su Padre: “He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma…” (Is42,1). Hemos leído bien. Su Padre que le sostiene es su cayado, de ahí la continua referencia que hace Jesús al Padre, llegando incluso a afirmar que el Evangelio que sale de sus labios salió antes de los labios de su Padre. “…Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar… Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).

Su Padre le habla, se le manifiesta y testifica ante el pueblo reunido en el Jordán, que es su Hijo amado en quien se complace, testimonio que ratifica en el Tabor (Mt 17,5). Efectivamente, Jesús puede decir: Yahveh es mi Padre y mi Pastor, también mi Cayado, la Fuerza que me sostiene. Nos invade el asombro al ver que lo que Jesús llama su Cayado bendito, Israel, el pueblo elegido, lo convierte en maldición. Recordemos que, a lo largo de su misión, fue considerado ignorante, endemoniado, embaucador; por último y como razón para poderle condenar, blasfemo (Mt 26,65-66). 

Ahí está la mentira y su Príncipe convirtiéndose como única “verdad” del pueblo elegido. Recordemos que todo el pueblo, a coro con los sumos sacerdotes y escribas, blasfemaron contra el Hijo de Dios y el Cayado que según Él le sostenía: “…Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: Soy Hijo de Dios” (Mt 27,43). El Príncipe de la mentira se adueñó del corazón de Israel, quien convirtió el Cayado del Hijo de Dios en la cruz en la que fue crucificado. Hicieron de Él, como dice Pablo, un maldito. “Maldito el que está colgado de un madero” –de una cruz-. (Gá 3,13).

Los discípulos de Jesús tenemos su mismo Cayado que nos sostiene; y el mundo, cuyo corazón está sometido al Príncipe de la mentira, al igual que a Él también nos llama malditos. Nuestro Cayado nos convierte en el blanco del odio de Satanás. Somos malditos para el mundo, sí, pero… ¡Benditos para Dios! ¡Nunca un Padre estuvo tan orgulloso de sus hijos como Dios Padre de nosotros en cuanto discípulos de Jesús y de su Evangelio!

Padre Antonio Pavía


jueves, 29 de junio de 2017

El Señor Es Mi Pastor


No creo equivocarme si digo que el salmo 23, el que conocemos como el del “Buen Pastor”, es el más popular no sólo para nosotros los cristianos, sino también para innumerables personas de otras o ninguna creencia; de hecho nos encontramos con él en multitud de libros, películas, poesías, etc.

Su riqueza es inagotable, como es propio de todo texto de la Palabra de Dios. Me voy a centrar en dos manantiales catequéticos con el deseo de que nuestra alma sea pausadamente regada por ellos; riego siempre eficaz para todo aquel que tiene hambre y sed de Dios. En el texto que publicamos hoy, nos fijamos en el grito de gozo con que da comienzo el salmo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

En el texto que publicaremos mañana, pasaremos del grito al susurro confiado que emerge del alma del salmista dirigido hacia Dios: “Tu vara y tu cayado me sosiegan”.

"El Señor es mi pastor, nada me falta"

Con temor y temblor, como diría Pablo, acariciamos estas palabras; toda una confesión de fe a la luz de la enseñanza de la Iglesia, que nos dice que los salmos son profecías que se cumplen en Jesucristo y en sus discípulos. Dicho esto, acogemos la bellísima promesa de que nada falta ni faltará a los discípulos de Jesús, que lo son por el hecho de haber puesto su vida en sus manos. Aclaremos un punto: no hay adhesión a Jesucristo sin la misma intensidad de adhesión a su Evangelio. Hablamos con propiedad y anunciamos que la medida de nuestro amor a Jesús es la misma que nuestro amor a su Evangelio. Jesús, el Señor y su Evangelio son indisolubles.

Un discípulo de Jesús es llevado a confiar absolutamente en Él; confianza que va creciendo conforme vivimos experiencias bellísimas de amor y solicitud hacia nosotros por parte de Él como Buen Pastor. Sólo siendo sus ovejas que seguimos sus pasos podremos decir un día con el salmista: es verdad, nada me ha faltado.

Hablando del seguimiento a Jesús y su relación con hacer la experiencia de que nada me falta, vemos cómo Él da un giro de ciento ochenta grados en lo que respecta a la fidelidad de todo aquel que quiera ser discípulo suyo; es un giro de ciento ochenta grados en lo que se refiere a las seguridades que todos buscamos y procuramos como hijos del mundo. Jesús dice a sus discípulos que son infinitamente más valiosos a los ojos de su Padre que las aves del cielo  a quienes alimenta y que los lirios del campo a quienes viste esplendorosamente (Mt 6,25…).
Al hacerles este anuncio no les está imponiendo una vida de renuncias y privaciones. No se está refiriendo a esto en absoluto, sino que les está dando la buena noticia de que su Padre lo es también de sus discípulos y que, por lo tanto, cuidará de ellos. Fijémonos en la bellísima promesa que como broche de oro cierra lo que podríamos llamar: La Providencia de Dios Padre para los que viven amorosamente abrazados al Evangelio. “…No andéis preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los paganos; pues ya sabe vuestro Padre Celestial que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6,31-32).

Un punto de referencia respecto a vivir en la precariedad de depender de Dios  y de su promesa lo encontramos en esta pregunta que hace Jesús a sus discípulos cuando les envió de misión de dos en dos sin bolsa ni alforja. “Les dijo: Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada” (Lc 22,35). La precariedad evangélica no tiene que ver nada con la pobreza; implica la confianza de ser amorosamente cuidados por Dios que es Padre de todos aquellos que intentamos seguir los pasos de su Hijo.

Padre Antonio Pavía


martes, 27 de junio de 2017

No ten­gáis mie­do, con­fiad en Dios.

Final del formulario


         La Pa­la­bra del Se­ñor en esta se­ma­na no se anda por las ra­mas, sino que se de­tie­ne en los as­pec­tos esen­cia­les que nos to­can vi­vir día a día, in­clui­das las per­se­cu­cio­nes. Si es­cu­cha­mos en si­len­cio me­di­ta­ti­vo es­tas lec­tu­ras lle­ga­re­mos a la con­clu­sión de que lo que Dios nos está pi­dien­do es que no ten­ga­mos mie­do, por­que Dios es nues­tro re­fu­gio y for­ta­le­za. Po­si­ble­men­te tú seas uno de los que ne­ce­si­tas ga­nar en con­fian­za, qui­zás por­que el rit­mo de vida te hace pa­sar por mu­chas “tor­men­tas” o su­frir mu­chas di­fi­cul­ta­des, y ne­ce­si­tes com­pro­bar que solo no pue­des ven­cer tan­to in­con­ve­nien­te. El ejem­plo está de­lan­te de tus ojos, te lo ofre­ce el per­so­na­je que se des­cri­be en la lec­tu­ra del pro­fe­ta Je­re­mías, que se ha pues­to en las ma­nos de Dios, por­que ya no pue­de más, le re­sul­ta muy do­lo­ro­so el am­bien­te de per­se­cu­ción que su­fre y los fal­sos ami­gos que le trai­cio­nan. Acu­de a Dios, por­que sólo en Él des­can­sa, acu­de al que se ma­ni­fies­ta fuer­te y juez jus­to, por­que se hace car­go de todo el que acu­de a Él. Pero in­clu­so esto tie­ne sus con­se­cuen­cias, ya que la per­so­na que ha de­ci­di­do ha­bi­tar en la casa del Se­ñor y se­guir sus pa­sos, el que tie­ne cla­ro que su ca­mino es el amor de Dios, ha de pre­pa­rar­se bien, por­que tro­pe­za­rá con el re­cha­zo de sus se­me­jan­tes. Pero no hay que des­fa­lle­cer en es­tas cir­cuns­tan­cias, por­que allí don­de su­fra­mos des­pre­cios y opo­si­ción es don­de más fuer­te­men­te de­be­mos aga­rrar­nos a la Pa­la­bra de Dios, al Dios que nos pro­te­ge y sal­va.
En el Evan­ge­lio no se des­car­ta que los dis­cí­pu­los no ten­gan per­se­cu­cio­nes o pa­sen mo­men­tos de su­fri­mien­to, por eso la in­sis­ten­cia de Je­sús en este tema: “No ten­gáis mie­do”. Di­rec­ta­men­te se te in­vi­ta a la ne­ce­si­dad de con­fiar en Dios, en el que nos cui­da y nos pro­te­ge. Este mis­mo era el dis­cur­so de Car­los de Fou­cauld a los que se ha­bían pues­to en las ma­nos del Se­ñor: “Acep­tad pa­cien­te­men­te la Vo­lun­tad de Dios, dán­do­le la bien­ve­ni­da a todo lo que su­ce­da. Su­frid con co­ra­je vues­tros pa­de­ci­mien­tos, ofre­cién­do­se­los a Dios como un sa­cri­fi­cio, su­frid­los ro­gan­do por vues­tros per­se­gui­do­res, ya que son hi­jos de Dios y yo mis­mo os he dado el ejem­plo de re­zar por to­dos los hom­bres”. Es­cu­che­mos con se­re­ni­dad esta Pa­la­bra y de­je­mos que lle­gue al fon­do del co­ra­zón. Nos ha­rán bien es­tas pa­la­bras de Je­sús: “¡No te­máis a los que ma­tan el cuer­po…!”. Je­su­cris­to nos ani­ma a se­guir ade­lan­te, que los pro­ble­mas y las di­fi­cul­ta­des no han sur­gi­do en este tiem­po so­la­men­te, son de siem­pre, de la con­di­ción hu­ma­na, pero Dios se ha com­pro­me­ti­do con no­so­tros, ha dado la cara por no­so­tros, sale a nues­tro en­cuen­tro siem­pre y nos res­ca­ta por su mi­se­ri­cor­dia de las ga­rras del mal, nos li­be­ra de nues­tras ca­de­nas y ya ha sa­li­do a nues­tro en­cuen­tro.

Dios es la fuen­te de la vida; eli­mi­nar­lo equi­va­le a se­pa­rar­se de esta fuen­te e, inevi­ta­ble­men­te, pri­var­se de la ple­ni­tud y la ale­gría: “Sin el Crea­dor la cria­tu­ra se di­lu­ye” (GS, 36). Mu­cho áni­mo a to­dos, te­ne­mos fu­tu­ro y es­pe­ran­za si per­ma­ne­ce­mos en Dios, Él nos ha crea­do y lle­va­mos su “hue­lla”, nos ha he­cho a su ima­gen y se­me­jan­za y nues­tro me­jor ám­bi­to es el amor, la ale­gría y la paz, siem­pre aga­rra­dos a la Cruz, como Él.

+ José Ma­nuel Lor­ca Pla­nes
Obis­po de Car­ta­ge­na


lunes, 26 de junio de 2017

¡Sobredosis!


El que avisa no es traidor. Esta semana no es apta para cardiacos. Algunos podrían sufrir incluso «sobredosis». Sobredosis de santidad, es decir, de autenticidad y coherencia de vida, de amor y de humildad, de sin­ceridad y de honradez, de entrega y de generosidad… Valores tan poco frecuentes hoy, que al descubrir cómo los vivían algunos santos, tratando de imitar al Señor, muchos puedan quedar «alucinados», «tocados», «descolocados» o «fascinados»… ante su testimonio de vida.

El día 21 celebramos la fiesta de San Ramón del Monte, obispo de Barbastro, nuestro patrono aunque siga siendo el gran desconocido. Fue un gran ejemplo de amor al prójimo, de espíritu conciliador y dialogante, de una fe inquebrantable… Un santo ¾como afirma María Puértolas¾ cuyos valores siguen siendo un referente para todos los hijos del Alto Aragón. Un modelo a seguir y, aunque casi nos separen 1000 años, su figura y su legado siguen siendo únicos y están todavía vigentes. Dos días después, el 23 de junio, celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que no ofrece ninguna «póliza de seguro» sino que desvela el inmenso amor que Dios nos tiene y cómo ha de estar enardecido, purificado y conformado nuestro corazón con el de Cristo. El día 24 celebramos la fiesta de la natividad de San Juan Bautista, el hombre más grande nacido de mujer, según refiere Nuestro Señor. Profeta auténtico, austero, sincero, honrado, recto, servidor insobornable de la verdad. Valores que trató de encarnar aunque le costara la vida. Tres fiestas marcadas por el «fuego del Espíritu» que enciende, purifica  y conforma nuestros corazones con el mismo Corazón de Jesús.

La «FIESTA» es la forma que tenemos las personas de exteriorizar estos valores, de expresar el gozo y la alegría interior que cada uno vive y siente. Necesitamos agradecer y celebrar la vida. ¡Qué son los sacramentos sino la celebración de los siete momentos más importantes de nuestra propia vida! Anhelamos la fiesta. No una «fiesta enlatada» sino la fiesta que emerge desde dentro, la fiesta que nos dignifica, nos humaniza y nos diviniza. Nuestros mayores que sembraron de fiestas el calendario es lo que querían hacernos entender. La vida sólo tiene pleno sentido y fecundidad en Dios. Él es quien realmente conforma nuestro modo singular de ser y nos ayuda a  «humanizar – divinizar» la vida y nuestras relaciones con los demás.

A nadie se le escapa el desconcierto, que en cualquiera de sus ámbitos, se halla sumida hoy la humanidad entera. No es extraño, por tanto, que el corazón humano se sienta interiormente, en muchas ocasiones, desorientado, amenazado, manipulado, deshabi­tado… En una palabra, triste vacío. Tal vez, una de las causas, pueda ser que el hombre ha invertido las relaciones que le vinculaban con la creación, con los demás y con Dios. Como hiciera Mosén Sol en su tiempo ―aunque para muchos pueda resultar insólito― también hoy podríamos encontrar en la adoración eucarístico-reparadora, ligada a la devoción al Corazón de Jesús, tan propia de su tiem­po, la clave para recrear a todo hombre y al hombre todo en Cristo. Él sigue siendo hoy el único que ciertamente puede restablecer la dignidad perdida, «reparar» a la humanidad caída, devolver a la tierra la caridad hurtada y hacer nuevas todas las cosas.

Hoy, igual que ayer, aunque tratemos de cambiar el nombre, la vida está marcada por dos tiempos. Para nuestros abuelos, que de ingenuos tenían poco, la vida venía sellada por Dios. Establecieron un «tiempo sagrado», de fiesta, caracterizado por el descanso dominical (donde se mudaban de ropa y se relacionaban con los demás en la casa de Dios o en la plaza del pueblo tomando el vermú), por las grandes solemnidades litúrgicas (la Inmaculada, la Navidad, la Semana Santa, la Pascua, la Ascensión, Pentecostés, la Santísima Trinidad, el Corpus Christi…) y por las fiestas patronales (San Ramón, San Mateo, San Pedro, el Santo Cristo de los Milagros, la Virgen del Pilar, el Santo Cristo y San Vicente Ferrer, etc.); frente al «tiempo profano», de trabajo, marcado por el ritmo de las cosechas. Para nuestros padres, en esta era secularizada y postmoderna, la vida viene caracterizada por la producción y el consumo donde nuestras relaciones son mucho más abundantes pero efímeras. Se establece el ritmo del «finde» (fin de semana) y de las cuatro fiestas religiosas (muchas veces descafeinadas o comercializadas) que cada comunidad autónoma autoriza en su calendario laboral. Los cinco días restantes de la semana, están marcados por un ritmo de vida tan frenético que, en no pocos casos, nos conducen al “estrés” o a la “depre”.

Tal vez pueda estar confundido pero, a medida que buceo por vuestro corazón, me asalta la duda de qué es lo que realmente nos hace más felices, más fecundos, más libres y más auténticos a los seres humanos. Sigo creyendo que, como imagen de Dios que somos, lo que verdaderamente nos construye como personas es querernos a nosotros mismos, relacionarnos con los demás, desvivirnos por ellos y juntos tratar de construir un mundo más humano y habitable donde todos descubran la dignidad de ser hijos de un mismo Padre que nos ha creado por amor y anhela que un día podamos compartir eternamente con Él su misma gloria.

Ojalá que el Corazón de Jesús nos haga entender a todos que no se puede permanecer cruzados de brazos esperando que Dios resuelva nuestros problemas sino hacer visible, como San Ramón o San Juan Bautista, el regalo que Él puso en nuestras manos: el de respetarnos, querernos y ayudarnos… Un verdadero milagro, aparentemente imperceptibles, pero que es el que cambia desde dentro el corazón de las personas y de los pueblos.

Durante estos meses de verano, aprovechando las vacaciones de los hijos que vuelven a sus pueblos de origen, se celebrarán multitud de fiestas y romerías. Disfrutad de la naturaleza y de un merecido descanso. Recread vuestra vida familiar. Aprovechad también para volver a las raíces cristianas, despertando al Dios que lleváis dentro, recitando esta hermosa y comprometida oración:

Señor,
no tienes manos,
tienes sólo nuestras manos
para construir un mundo nuevo donde habite la justicia.
Señor,
no tienes pies.
tienes sólo nuestros pies
para poner en marcha a los hombres por el camino de la libertad.
Señor,
no tienes labios.
tienes sólo nuestros labios
para proclamar al mundo la buena noticia que es tu Evangelio.
Señor,
no tienes corazón,
tienes sólo nuestra acción
para lograr que todos los hombres sean hermanos.

Con mi afecto y mi bendición,

Ángel Pérez Pueyo

Obispo Barbastro-Monzón

sábado, 24 de junio de 2017

XII Domingo del Tiempo Ordinario



TESORO EN VASOS DE BARRO

        Las lecturas de este domingo invitan a agradecer y valorar el “don mayor” que nos ha conseguido Jesús, que nos fortalece y capacita para superar la debilidad  que hemos heredado del pecado original (segunda lectura), tesoro que tenemos que vivir en un contexto débil debido a las persecuciones que sufrimos como cristianos (primera lectura y Evangelio). La primera lectura recuerda la persecución que sufrió el profeta Jeremías por ser fiel al mensaje de Dios, que molestaba a los oyentes y el Evangelio ofrece varios motivos para no temer en la persecución.

        La palabra de Dios ofrece una visión equilibrada y realista del ser humano, frente al optimismo que defiende que todo hombre es naturalmente bueno y que lo corrompe la sociedad    y el pesimismo de los que creen que el hombre está corrompido y que no tiene remedio. La segunda lectura nos dice que el hombre es radicalmente débil, como consecuencia del pecado original, pero que Cristo muriendo y resucitando nos ha conseguido una fuerza que supera ampliamente esta debilidad y con características contrarias al pecado de Adán: si este pecado afecta a toda la humanidad para el mal, la gracia de Cristo afecta igualmente a todos para el bien, si el pecado de Adán crea debilidad, la gracia de Cristo ofrece una fuerza que supera con creces la debilidad. Ya no estamos sujetos a ningún fatalismo del mal. Con la gracia de Cristo podemos construir un mundo mejor, en que reine la paz y la justicia.  

Igual que físicamente estamos sujetos a la ley de la gravedad que nos empuja para abajo, sufrimos la atracción permanente del mal. El catecismo la resume en lo que conocemos como pecados capitales, que no son pecados, sino atracciones permanentes que tenemos que superar: soberbia, avaricia, lujuria, ira, envidia, gula, pereza. Su presencia solo nos recuerda que somos débiles, pero es posible superar todas estas raíces malas con la gracia de Cristo, muy superior a todas ellas. Por ello Jesús, el nuevo Adán, nos capacita para vivir como él, como hijos de Dios. La palabra de Dios nos invita a colaborar con la gracia de Cristo y agradecer nuestra situación.

        Pero vivimos como hijos de Dios en situación débil, pues seremos perseguidos. De nuevo la palabra de Dios invita al realismo. El camino del cristiano no es un camino de rosas, habrá dificultades también provenientes de  los pecados capitales en forma institucionalizada: seremos perseguidos por personas  o instituciones movidas por la envidia, el orgullo, avaricia… que se endiosan con sus ideologías y no permiten que nadie piense o actúe de forma diferente.
        La palabra de Dios nos dice también cómo afrontar la persecución: con optimismo, porque vivimos de acuerdo con el plan de Dios que quiere que se pregone en las terrazas y él tiene la última palabra en la Historia de la salvación, con confianza en la providencia del Padre que siempre nos acompaña y con sentido de la responsabilidad, porque tenemos que dar cuenta de todas las gracias recibidas.

        Cada Eucaristía es comunión con Cristo y el Padre en el Espíritu Santo y por ello fuente de fuerza para superar nuestras debilidades y luchas.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


viernes, 23 de junio de 2017

El Corazón de Cristo es símbolo de la fe cristiana





El Corazón de Cristo es símbolo de la fe cristiana, particularmente amado tanto por el pueblo como por los místicos y los teólogos, pues expresa de una manera sencilla y auténtica la "buena noticia" del amor, resumiendo en sí el misterio de la encarnación y de la Redención.

La solemnidad litúrgica del Sagrado Corazón de Jesús es la tercera y última de las fiestas que han seguido al Tiempo Pascual, tras la Santísima Trinidad y el Corpus Christi. Esta sucesión hace pensar en un movimiento hacia el centro: un movimiento del espíritu guiado por el mismo Dios.

Desde el horizonte infinito de su amor, de hecho, Dios ha querido entrar en los límites de la historia y de la condición humana, ha tomado un cuerpo y un corazón, para que podamos contemplar y encontrar el infinito en el finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el Nazareno.

En mi primera encíclica sobre el tema del amor, el punto de partida ha sido precisamente la mirada dirigida al costado traspasado de Cristo, del que habla Juan en su Evangelio (Cf. 19,37; Deus caritas est, 12).

Este centro de la fe es también la fuente de la esperanza en la que hemos sido salvados, esperanza que ha sido el tema de mi segunda encíclica.

Toda persona necesita un "centro" para su propia vida, un manantial de verdad y de bondad al que recurrir ante la sucesión de las diferentes situaciones y en el cansancio de la vida cotidiana.

Cada uno de nosotros, cuando se detiene en silencio, necesita sentir no sólo el palpitar de su corazón, sino, de manera más profunda, el palpitar de una presencia confiable, que se puede percibir con los sentidos de la fe y que, sin embargo, es mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo.

Os invito, por tanto, a cada uno de vosotros a renovar en el mes de junio su propia devoción al Corazón de Cristo.

Uno de los caminos para revitalizar esta devoción al Corazón de Cristo es valorar y practicar también la tradicional oración de ofrecimiento del día y teniendo presentes las intenciones que propongo a toda la Iglesia.

Junto al Sagrado Corazón de Jesús, la liturgia nos invita a venerar el Corazón Inmaculado de María. Encomendémonos siempre a ella con gran confianza.


jueves, 22 de junio de 2017

El Evangelio: única Palabra que se proclama




Entre las lecturas de la Escritura, la única palabra que se proclama es el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Dicho esto, podemos observar que en muchas celebraciones de la Eucaristía, el sacerdote desde el ambón, lugar sagrado desde donde se lee la Palabra de Dios, comienza la lectura del Evangelio con estas palabras:

-Lectura del Santo Evangelio según… (Se anuncia el evangelista que corresponda según el Canon)

La realidad es que es una gracia de Dios poder subir al ambón y dar esa “Buena Noticia” que es el Evangelio. Como es una gracia de Dios, de infinito valor, poder colaborar con Él en el Milagro Eucarístico del Misterio de la Transubstanciación, esto, es, la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.

Decían los Santos Padres de la Iglesia Primitiva, que el Evangelio tiene un cuerpo y un alma: el cuerpo es la letra impresa sobre papel; el alma es la misma Divinidad de Dios. No en vano nos dirá san Juan en el prólogo del Evangelio: “…En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios…” (Jn 1,1)

Pues ya que el Evangelio, la  Palabra, es Dios mismo, tratémosla con el respeto y la grandeza que merece el Misterio. El Evangelio es la única Palabra que se PROCLAMA. Y así podrá decir el oficiante (sacerdote o diácono):

- “Proclamación del Santo Evangelio según…”

En las “cosas santas de Dios”, su Palabra, hemos de ser escrupulosos, conscientes de la Grandeza que se está realizando, ante quien “toda rodilla se ha de doblar, en el cielo y en la tierra, y en el abismo, Jesucristo…” (Fp. 2,10).

Ya en tiempos de Moisés, el libro del Deuteronomio decía: “…Voy a proclamar el Nombre de Yahvé, ¡dad gloria a vuestro Dios...” (Dt 32,3), preanunciando la proclamación de la Palabra de Dios. Palabras que nos recuerdan lo que decimos en la celebración de la Misa, como contestación a las palabras del sacerdote: ¡Gloria a Ti, Señor! Demos, pues, la importancia de “proclamar” la Palabra de Dios, que es Jesucristo, Palabra única del Padre, revelada en su Santo Evangelio.

“Es bueno dar gracias al Señor,
y tocar para tu Nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu Misericordia y de noche tu Fidelidad…”(Sal 91)


Alabado sea Jesucristo,


Tomas Cremades Moreno

miércoles, 21 de junio de 2017

Yo de mayor, quiero ser «íntegro»


El 28 de mayo de 2016 fue el día que más llena he visto la catedral de Barbastro. No cabía ni un alfiler. Más de 1.700 personas jubiladas de todo Aragón llegaron a nuestra ciudad para pasar el día. Me invitaron a recibir la ofrenda floral a la Virgen que don Francisco Javier Iriarte, como Presidente de COAPEMA (Consejo Aragonés de las Personas Mayores), hiciera en nombre de todos. Providencialmente, en esos días, un compañero de la residencia sacerdotal me había regalado un libro de don Leopoldo Abadía que me pareció muy sugerente y que leí de un tirón. Se titulaba: «Yo de mayor quiero ser joven». Fue el «grito de guerra» que coreamos todos por tres veces después de rezar la Salve a la Virgen. Si ese día no se vino abajo la catedral… os aseguro que jamás se caerá.
Don Leopoldo tiene razón. Este zaragozano de pro, de 83 años, con 12 hijos y 45 nietos, ingeniero industrial, profesor durante 31 años en el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa… asegura que se puede ser feliz y sentirse joven a pesar de la edad que uno tenga si logramos mantener la vitalidad por dentro.
Esta alegría interior que brota del corazón fue la que percibí un año más tarde, el 21 de mayo de 2017, al celebrar la pascua del enfermo y administrar la unción de los enfermos a nuestros mayores. Fue una verdadera fiesta de la ternura, del consuelo y de la paz.
Desgranando algunas de las afirmaciones de su libro logré aquella tarde componer un decálogo para la homilía, y que hoy, solemnidad del Corpus Christi, icono de la verdadera COMUNIÓN DE AMOR, quisiera regalar a nuestros padres y a nuestros abuelos como expresión de nuestro cariño, cercanía y gratitud. Ellos siguen siendo en nuestra vida el reflejo más nítido del AMOR COMPARTIDO. Por eso, yo de mayor quiero ser «ÍNTEGRO», es decir, visibilizar y regalar a manos llenas el amor de Dios que llevo dentro. Y que se trasluce en cosas tan sencillas como:
1.   Tener criterio. No hacer caso al primer «cantamañanas» que me adule o que trate de «venderme la moto» (engañarme). Es lo que distingue al que no piensa por sí mismo ni discurre.
2.   Ser responsable, es decir, maduro, sensato, honrado, trabajador, leal, sincero. Asumir lo bueno y lo malo que te pueda venir, con paz y con serenidad. Mira, majo ¾comenta con certeza don Leopoldo¾ si las cosas te van bien, es culpa tuya. Y si te van mal, también.
3.   Tener sentido común. Me asustan las personas sin sentido común pero me aterran todavía más ¾vuelve a apostillar¾ las que «no tienen vergüenza».
4.   Saber escuchar y callar. Aunque pueda resultar paradójico, una conversación la domina quien más calla. Y la gana quien más escucha y logra ofrecer lo mejor de sí mismo.
5.   Aprender a perdonar y a olvidar, sobre todo, si tienes razón. Es lo que realmente ennoblece tu alma.
6.   Tener detalles con las personas que me quieren y me ayudan. Tratar de ser agradecido. Intentar ser útil y servir al otro mientras tengas fuerza. Es, sin duda, lo que más incentiva tu sensibilidad.
7.   Aprender a equivocarse. Aceptar los propios errores. Nadie ha nacido enseñado. Dios no creó personas «papelera», «basura» o «descarte» como dice el Papa Francisco.
8.   Vivir con dignidad y respetar las diferencias de los demás. Nadie puede usurpar la dignidad que Dios te otorgó al crearte.
9.   Tener esperanza es aceptar como posible lo que deseamos. Generarla, es ayudar al otro a que consiga lo que desea.
10.       Ser normal, es decir, confiar en los demás y sembrar siempre a tu alrededor la paz y la comunión.
No es fácil aprender a cerrar bien la vida. Lo más difícil es dejarse ayudar pero lo más duro es tener algo pendiente (no haber compartido algún secreto con alguien, no haberse reconciliado con éste o aquél, no haber podido cumplir un sueño inconfeso…). Asumir que la vida «OTRA» comienza realmente al nacer, es una GRACIA. A veces sólo somos conscientes cuando aparece la primera arruga o mancha de vejez en nuestra cara o en nuestras manos, cuando sobreviene el primer suspiro de nostalgia por un mundo que se desvanece y se aleja, de pronto, frente a nuestros ojos... Aprender a envejecer es un don divino y, al mismo tiempo, un arte que nos permite paulatinamente desasirnos de todo lo superficial para llegar a ser uno mismo en Dios. Es vivir la vida como si hiciéramos un viaje en globo y nuestra tarea consistiese en ir soltando lastre hasta que «flotásemos», nos «elevásemos»… y llegásemos al lugar de dónde vinimos, es decir, a los brazos de Dios nuestro Padre para fundirnos en un abrazo eterno y gozar de su misma gloria.
El camino que realmente plenifica a cada persona, desde que abrimos los ojos a la vida, es ir despojándonos, desprendiéndonos, desposeyéndonos… de todo lo que nos impide ser nosotros mismos (ser en Dios), de todo lo que nos esclaviza, nos estresa, nos cosifica… Justo, el camino inverso que otros proponen como verdadero elixir de la felicidad.
Lo sublime en esta etapa final ¾ eufemismos aparte ¾ es que nos toca ofrendarle (regalarle) al Señor nuestra propia vida ajada por los años, debilitada por el trabajo o la enfermedad, marcada con tantas «cicatrices»… siendo conscientes de que es esta etapa, aunque nos cueste aceptarlo, la más hermosa y fecunda. Hasta ahora sólo le ofrecíamos nuestra fortaleza, nuestra sabiduría, nuestros éxitos… Ahora soy yo mismo la mejor ofrenda ante el Padre. Te regalas todo tú y sólo tú. Es entonces, sólo entonces, cuando uno llega a descubrir realmente la dignidad y el amor del que hemos sido objeto por Aquel que nos creó.
Esto es lo que celebramos aquel domingo y que hoy evocamos en la solemnidad del Corpus Christi, como nuestra mejor ofrenda. Nuestros mayores, una vez más, supieron estar a la altura y vivir este momento como una verdadera fiesta, como una gracia, como una ofrenda de su propia vida, como un anticipo de la plenitud que les aguarda cuando vuelvan a los brazos del Padre. Esta etapa de la vida es, sin duda, un verdadero tiempo de gracia y de fecundidad porque ellos también son testigos de Jesucristo aunque puedan decir o hacer menos cosas.
Con mi afecto y bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo Barbastro-Monzón


martes, 20 de junio de 2017

El agua, la toa­lla y el ADN


Es­ta­ba todo pre­pa­ra­do y sos­pe­cha­ban que aque­lla no­che se­ría cru­cial. Los ner­vios y el re­vue­lo fue­ron ma­yúscu­los. Es­ta­ban los más ín­ti­mos, por de­cir­lo de al­gu­na ma­ne­ra. Aun­que no te­nía nada que ver con aque­lla boda, en Caná, que vi­vie­ron jun­tos ha­cía más o me­nos tres años (¿o qui­zás sí?). Esa no­che es­ta­ban to­dos ex­pec­tan­tes, pen­dien­tes de las pa­la­bras y los ges­tos de quien se la man­dó pre­pa­rar. Ya os digo, se ba­rrun­ta­ba que no iba a ser como las ce­nas de Pas­cua de los dos años an­te­rio­res, pues la ha­bía ade­lan­ta­do de día.

La es­ce­na nos la he­mos ima­gi­na­do a lo lar­go de los si­glos, tan­to y de tan­tas ma­ne­ras,  que ya for­ma par­te de nues­tro acer­vo po­pu­lar. Por lo me­nos has­ta aho­ra, aun­que un pe­rio­dis­ta, emi­tien­do por la ra­dio la pro­ce­sión del Cor­pus de To­le­do el año pa­sa­do, no de­ja­ra de in­sis­tir: “es una gran ma­ni­fes­ta­ción cul­tu­ral de tin­tes re­li­gio­sos”. En ese mo­men­to su­frí de vér­ti­gos.

Y mien­tras, Je­sús, to­man­do un tro­zo de pan lo par­tió y en­tre­gán­do­se­lo les dijo: “to­mad, co­med, esto es mi cuer­po”. Y les dio a be­ber de la copa: “esta es mi san­gre, de la nue­va alian­za, de­rra­ma­da por vo­so­tros”. Está cla­ro que no es­ta­ba para su­per­fi­cia­li­da­des. Ha­bla­ba de cuer­po, de san­gre, de alian­za. Son pa­la­bras ma­yo­res. Por­que en el len­gua­je y la cul­tu­ra de Je­sús, di­fe­ren­te a la con­cep­ción grie­ga, que es la nues­tra, el cuer­po in­di­ca a la per­so­na y to­das sus re­la­cio­nes: ale­grías, es­pe­ran­zas, su­do­res, fa­ti­gas… y la san­gre es la sede de la vida. Por ello el de­rra­ma­mien­to de san­gre  es de­vol­ver y en­tre­gar la vida a Dios. Y la Alian­za son las bo­das, o el com­pro­mi­so de amor que Dios du­ran­te toda la his­to­ria in­ten­ta man­te­ner con la hu­ma­ni­dad en ge­ne­ral y con cada uno de no­so­tros en par­ti­cu­lar. De ahí el man­da­mien­to del amor: “amaos como yo os he ama­do”. Y pun­to. Todo está di­cho.

Como pa­re­ce ser que sus ami­gos es­ta­ban un poco con­fun­di­dos, qui­zás por el mo­men­to, la an­sie­dad, o un poco de mie­do… pero so­bre todo por­que Je­sús, des­pués de tres años con ellos, sa­bía lo que da­ban de sí… Y, a par­te, que, ha­blan­do de amor cada uno en­ten­de­mos una cosa, y nor­mal­men­te ten­de­mos sólo ha­cia lo afec­ti­vo, se ciñó la toa­lla y se puso a la­var­les los pies como si de un es­cla­vo se tra­ta­ra. Pe­dro, que con­ce­bía las co­sas de otra ma­ne­ra, armó una bron­ca, ya se le ha­bía ol­vi­da­do eso de que “el que quie­ra ser el pri­me­ro en­tre vo­so­tros sea el ser­vi­dor de to­dos”.  No hay nada como el agua para acla­rar­lo todo.

Y con la toa­lla les fue se­can­do los pies. No sé tú, pero yo lo veo como un ges­to de ter­nu­ra, como una ca­ri­cia. In­ten­ta se­car los pies a una per­so­na an­cia­na, a una cria­tu­ra, ya me di­rás lo que sien­tes. Eso, como el que con sua­vi­dad va poco a poco lim­pian­do las he­ri­das. Es un acto de amor, de sa­na­ción, de pu­ri­fi­ca­ción. Y para fi­na­li­zar les dijo: “ha­ced esto en me­mo­ria mía”. Mi­rad que este men­sa­je nos lo he­mos pa­sa­do de boca en boca du­ran­te casi 2000 años y tie­ne más im­por­tan­cia que el San­to Grial, el Prio­ra­to de Sión, los mis­te­rios de los cru­za­dos y to­das las obras de Leo­nar­do da Vin­ci jun­tas. Mi­rad que este es el eje más im­por­tan­te de nues­tra fe, por­que en esta me­mo­ria viva se en­cie­rra la vida de Je­sús, el Se­ñor, y nues­tra pro­pia vida.

En efec­to, es­tos son nues­tros her­ma­nos y, como en cual­quier fa­mi­lia, aten­de­re­mos con amor es­pe­cial­men­te a los más po­bres y des­va­li­dos, por­que esto va en el ADN de todo bau­ti­za­do, por­que to­dos so­mos hi­jos de un mis­mo Pa­dre. Por eso nos or­ga­ni­za­mos en CA­RI­TAS, que sig­ni­fi­ca ni más ni me­nos que “Amor de Dios”.  Es la úni­ca ma­ne­ra de ce­le­brar con cohe­ren­cia la so­lem­ni­dad del Cor­pus Ch­ris­ti: como la fies­ta de la Vida, la Uni­dad y el Amor. Y al con­tem­plar al Se­ñor por nues­tras ca­lles pen­se­mos que los cris­tia­nos de­be­mos lle­gar a ser Eu­ca­ris­tía, Cuer­po de Cris­to, ali­men­to, pan par­ti­do, re­ga­lo, cuer­po y san­gre en­tre­ga­da para Dios y para los de­más, es­pe­cial­men­te para los más ne­ce­si­ta­dos de amor.

¡Ánimo y ade­lan­te!

+ An­to­nio Gó­mez Can­te­ro
Obis­po de Te­ruel y Al­ba­rra­cín