miércoles, 29 de noviembre de 2017

Tiempo de esperanza



Hay situaciones personales y colectivas en que la esperanza es fortalecida con la euforia y otras en que está duramente probada. En aquellas situaciones es fácil hablar de esperanza; en éstas se requiere un atrevimiento especial, aunque la esperanza puede ser en ambas situaciones genuinamente cristiana. Podemos escuchar una interrogación formulada con la misma mirada: ¿Pero con los acontecimientos que padecemos, con las inquietudes que nos agobian, con las incertidumbres que nos cercan no es una osadía inconsciente invitar a la esperanza? Pues bien, en medio del discurrir de nuestra vida personal, familiar y social estamos celebrando el tiempo litúrgico del Adviento, en que se nos pide que levantemos nuestras cabezas con esperanza. El Adviento, que significa “advenimiento”, venida y llegada, es tiempo de esperanza. El esplendor de la esperanza consiste en levantar la antorcha de la esperanza en medio de la oscuridad. ¿Qué esperas en la vida? ¿Tienes los brazos caídos? ¿Está tu ánimo postrado en el suelo?

En el tiempo litúrgico del Adviento, que dura cuatro semanas y desemboca en la celebración del nacimiento de Jesús en Belén, se unen en nuestra mirada espiritual dos perspectivas; por una parte, celebramos en la memoria litúrgica la primera venida de Jesús en la humildad de nuestra carne, y por otra, esperamos la segunda venida del Señor en el esplendor de su gloria. Jesús ha venido como Salvador y vendrá como Juez. En el Credo profesamos que Jesús “nació de Santa María la Virgen” y que “ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”. Ha venido para salvarnos y vendrá para llevarnos a su Reino.

Nos preparamos para celebrar la primera venida, cuando Jesús nació en Belén. En Jesucristo Dios Padre ha cumplido las promesas del Antiguo Testamento y de la humanidad entera. Deseamos profesar con todo nuestro ser a Jesús como al que esperamos, a quien puede dar sentido pleno a nuestra vida y a quien colma la aspiración profunda de nuestro ser. Cuando ha llegado el prometido, descansa el expectante. Yo invito a todos a reconocer en el Niño de Belén al Hijo de Dios hecho hombre; a descubrir en el que nació en un establo de animales a todos los pobres y marginados de la sociedad, a aprender de Él, el Príncipe de la paz, a ser pacíficos y pacificadores. Tres sublimes lecciones nos da el Niño de Belén: Dios mismo es humilde, el Salvador se encuentra entre los indigentes, el Pacificador padece la persecución de los prepotentes. En el tiempo de Adviento vamos preparando el corazón con la conversión y la purificación de los pecados para descubrir a quien viene a nuestro encuentro. En el silencio de la noche del mundo ha encendido con su presencia una antorcha; en el frío de la noche su amor nos enardece; en el solsticio de invierno se levanta como el Sol que ilumina nuestros pasos para guiarnos por el camino de la paz.

Esperamos la segunda venida del Señor; de ella nos hablan los textos que proclamamos en la asamblea litúrgica con términos que llamamos apocalípticos; es decir, con lecturas que nos hablan de conmoción cósmica, de catástrofes inauditas, de tribulaciones como nunca han existido. A la venida del Señor en gloria preceden señales impresionantes. Si hubo un tiempo de ocultación del Señor, habrá un tiempo de presencia espectacular del mismo Señor.

¿Cómo situarnos cristianamente ante la segunda venida del Señor, que acontecerá para cada uno al final de nuestra vida y para la humanidad entera al término de la historia? El Señor nos pide que levantemos nuestra mirada a lo alto, ya que se acerca la liberación final. El Apocalipsis habla de la gran tribulación y también de la salvación definitiva. Como no sabemos el día ni la hora, debemos estar atentos, vigilar, no adormecernos, no distraernos pensando que lo desconocido es como lo no-existente. La Palabra de Dios nos exhorta a pasar por la vida haciendo el bien para que cuando vuelva nuestro Señor Jesucristo, nos presentemos “santos e irreprochables ante Dios nuestro Padre” (1Tes. 3, 13). Vivir con sabiduría significa proyectar la vida contando con la segunda venida del Señor. La esperanza cristiana es una fuente excelente de moralidad. Vive como desearías haber vivido al atravesar el umbral de la muerte. Nuestras actitudes y comportamientos serán justos y compasivos si pensamos en que nos encontraremos definitivamente con el Juez infinitamente justo y misericordioso. Por otra parte, somos exhortados a superar el temor con la confianza, incluso pedimos que el Señor venga pronto (cf. Apoc. 22, 20). En la aclamación después de la consagración respondemos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!” ¿Por qué vamos a temer si el que nos juzgará es Jesucristo por quien vamos gastando la vida, a quien creemos y amamos?

El tiempo de Adviento proyecta nuestra mirada hacia adelante, porque es tiempo de esperanza. Esperamos al Señor sobre la base del reconocimiento del Jesús nacido en Belén como el Salvador. ¡Que la memoria de la primera venida y la esperanza de la segunda nos sitúen en la vida como caminantes que, acompañados por el Señor, buscamos la patria!

¿Qué rasgos caracterizan nuestra esperanza, que debemos cultivar particularmente en el Adviento? La esperanza va unida a la alegría (cf. Rom. 12, 12), así como la tristeza va unida a la desesperación. La esperanza en Dios no defrauda, otorga calma y serenidad. La esperanza auténtica es paciente en las pruebas, de igual modo que el gozo cristiano es compatible con la cruz (cf. 1 Ped.1, 6 ss.). La esperanza da valor para afrontar los obstáculos y perseverar en el camino. La esperanza, si no quiere quedarse en puro deseo, es operativa, es decir, trabaja en el sentido de lo que espera; debemos orar y trabajar; “canta y camina”, decía San Agustín. Por la esperanza estamos llamados a servir a los demás. Esperar para otros, alentar a otros, acercarnos solidariamente a otros es un precioso servicio. ¡Buen tiempo de Adviento y feliz Navidad!


Mons. Ricardo Blázquez Pérez
Cardenal Arzobispo de Valladolid
Presidente de la Conferencia Episcopal Española

martes, 28 de noviembre de 2017

Mensaje Papa Francisco. Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero 2018.


Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz

 1. Un deseo de paz
Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad, es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi recuerdo y en mi oración.
De entre ellos quisiera recordar a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI, «son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz». Para encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino.
Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental.
Somos conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados.
El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu».
Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir.

2. ¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes?
Ante el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en Belén, san Juan Pablo II incluyó el número creciente de desplazados entre las consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, “limpiezas étnicas”», que habían marcado el siglo XX.
En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Pero las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la “desesperación” de un futuro imposible de construir».
Se ponen en camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato si’, «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental».
La mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible, bloqueada o demasiado lenta.
En muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos, en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada ser humano.
Todos los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza. Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza, como una oportunidad para construir un futuro de paz.

3. Una mirada contemplativa
La sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir».
Estas palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las naciones, que la admiran y la colman de riquezas.
La paz es el gobernante que la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro de ella. Necesitamos ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia»; en otras palabras, realizando la promesa de la paz.
Observando a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad, sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen.
Esta mirada sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso cuando los recursos no son abundantes.
Por último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad», es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única familia humana y del bien de cada uno de ellos.
Quienes se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados.

4. Cuatro piedras angulares para la acción
Para ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger, proteger, promover e integrar.
«Acoger» recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles».
«Proteger» nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda».
«Promover» tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios «ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto».
Por último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios».

5. Una propuesta para dos Pactos internacionales
Deseo de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año 2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y otro, sobre refugiados.
En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia.
El diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza la disponibilidad de los fondos necesarios.
La Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción17 como pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas.
Estas y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples actividades.


6. Por nuestra casa común
Las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el “sueño” de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en “casa común”».
A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable. Entre ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre, numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria.
Esta pequeña gran mujer, que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz para quienes trabajan por la paz».



lunes, 27 de noviembre de 2017

Os daré pastores según mi corazón


Jóvenes: No tengáis miedo a ser santos! Tened el coraje y la humildad de presentaros ante el mundo decididos a ser santos, pues de la santidad brota la libertad plena y verdadera. Esta aspiración os ayudará a descubrir el amor auténtico, no contaminado por el permisivismo egoísta y alienante; os hará crecer en humanidad mediante el estudio y el trabajo; os abrirá a una posible llamada a la donación total en el sacerdocio o la vida consagrada; os convertirá de «esclavos» del poder, el placer, el dinero o la carrera, en jóvenes libres, «señores» de la propia vida, dispuestos siempre a servir al hermano necesitado, a imagen de Cristo siervo, para dar testimonio del Evangelio de la caridad.


  
«En una sociedad donde se persigue el éxito, la carrera, el hedonismo, la posición económica, el joven que responde a la llamada sacerdotal intenta orientar de otra forma su vida, buscando no lo efímero, sino los valores que duran. Y éste es el desafío que los jóvenes aman: ir a contracorriente»



«Es necesario hablar más de experiencia y con el testimonio de vida», como ya lo subrayó Pablo VI, según el cual «el mundo de hoy requiere más testigos que maestros»





«Se ven crecer de nuevo las actividades juveniles, los movimientos de oración. ¿Cómo podrían seguir los jóvenes a sus sacerdotes si éstos no lograran hablarles y hacerse comprender?»,



Ser hombre de Dios y testigo de la «Belleza» que salva: ésta es la identidad del sacerdote.



Al sacerdote como «hombre de Dios», «elegido y enviado para ser Cristo en los caminos del mundo» «y reflejar el Rostro eucarístico de Cristo en la propia santidad de vida»; es todo y únicamente lo que se pide a los sacerdotes.


El sacerdote no es «autor» «de los sacramentos», sino que lo es «Cristo, que por voluntad del Dios Padre» hace al sacerdote «instrumento de su santidad en beneficio de todos».



«Por eso me gusta pensar en nuestro sacerdocio ordenado como en un don de la misericordia divina que empapa todo nuestro ser».

 

«Los hombres desean contemplar en nosotros el rostro de Cristo». Cristo Crucificado es la imagen suprema del amor del Dios invisible, y el amor humilde del Dios encarnado, crucificado y resucitado es la puerta de la santidad en el mundo, y en esta puerta estamos nosotros, sus ministros».



«Ser siempre hombres en busca del único Dios verdadero» es el «ineludible desafío para todo sacerdote», cualquiera que sea su edad y procedencia.





Y es que «ser sacerdote es bello, más allá de toda medida de cansancio o de toda interpretación sólo mundana del misterio recibido y donado, porque el sacerdote es cuna y volcán de la santidad trinitaria».



«En la belleza singular de una vida presbiteral gastada sin reservas en la fe con esperanza y amor, en la belleza singular de poder decir “Esto es mi Cuerpo – Esta es mi Sangre” o de perdonar los pecados, está el don de la verdadera belleza que pasa por las manos, los labios y el corazón de un sacerdote».



«Escondido con Cristo en Dios, bebiendo de las fuentes de la Trinidad divina y de su santidad infinita, el sacerdote precisamente con la santidad de su vida es el testigo contagioso de la Belleza que salva»

 



sábado, 25 de noviembre de 2017

XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario: Jesucristo, Rey del Universo




Jesucristo rey al servicio del Reino de Dios

        Al final del año litúrgico la Iglesia celebra el reinado de Cristo, al servicio del Reino de Dios Padre. Si reinar es gobernar buscando el bien del pueblo y si Dios es amor, el reino de Dios es la plenitud del amor. Reino y amor se identifican. Al servicio de esta tarea está todo el ministerio de Jesús, que murió y resucitó por amor para capacitarnos a vivir en el amor. Por eso al final seremos examinados de amor para poder entrar en la plenitud del reino de Dios.
       
La segunda lectura ofrece la clave teológica para comprender esta celebración.  Nos recuerda que Jesucristo resucitado es el nuevo Adán, que trae la vida. Esto significa que con su resurrección llevó a plenitud su solidaridad con todos los hombres, permaneciendo en el corazón de toda persona humana, dándoles nueva dignidad y posibilitándoles responder a las invitaciones de Dios.

 Si el hombre desde su creación es “imagen y semejanza de Dios”, desde ahora será imagen y semejanza de Cristo resucitado y, por ello, acoger al hombre, especialmente al necesitado, es acoger a Cristo. Por otra parte, la gracia de Cristo resucitado actúa en el corazón de toda persona sugiriéndole buenos pensamientos y deseos y capacitándola    para responder a ellos. Por la fe y el bautismo la persona acoge libre y conscientemente esta presencia dinámica, se integra en la Iglesia y recibe gracias especiales para responder. La tarea actual de Cristo rey es invitar a todos los hombres a someterse al reino del amor y, al final, Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo.

        El Evangelio ofrece una escenificación del juicio final. Nos espera a todos unos exámenes finales, porque Cristo tiene la última palabra en la historia y en la vida de cada uno. Nos examinará Jesús rey, el que ahora ejerce como Buen Pastor para que vivamos en el amor, y naturalmente nos examinará de amor. Un amor que no es simple sentimentalismo, sino que se manifiesta en obras de misericordia concretas, que siguen teniendo hoy día plena actualidad: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, visitar al enfermo y al preso. Es interesante que estas obras se presenten como servir a Jesús, porque desde la resurrección está presente en todos los hombres y se identifica con los pequeños, especialmente con los necesitados. A lo largo del Evangelio se habla de distintos modos de presencia de Jesús, todos ellos relacionados: está presente en la comunidad eclesial “dónde dos o tres están reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), está también sacramentalmente en la Eucaristía, pero todas estas presencias están al servicio de Cristo, que quiere que se le sirva en los pequeños. Por eso el cristianismo es esencialmente servir a Jesucristo en los necesitados y, por ello, lógicamente al final seremos examinados de esto. La Eucaristía es acción de gracias al Padre porque nos ha capacitado para esto y para esto se nos alimenta, la comunidad eclesial es para ayudarnos a vivir en el amor y en el servicio. Eucaristía, Iglesia, servicio a los pequeños son inseparables. De esta manera reina Jesús en nosotros.

        Es interesante igualmente constatar que los protagonistas que aparecen en esta escenificación del juicio no son cristianos, pues son personas que no conocen a Cristo. Esto significa que si todos, cristianos y no cristianos, seremos examinados de amor, todos podemos vivir en el amor con la gracia de Cristo resucitado, presente en el corazón de toda persona. Los cristianos, que podemos realizar el servicio que pide Cristo de forma privilegiada por las gracias especiales que recibimos en la Iglesia, seremos examinados a la luz del Evangelio, los no cristianos, a la luz de la ley natural (cf. Rom 2,12-16).

        La Eucaristía se inserta entre el pasado y el futuro del Reino de Dios. Es actualización del sacrificio de Cristo para dar gracias a Dios y recibir gracia que nos capaciten para servir a Cristo en sus hermanos necesitados y así ir preparando el examen final que nos permita el acceso al reino definitivo de Dios.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


viernes, 24 de noviembre de 2017

Ser sacerdote hoy, ¡ una pasada !




DOMINGO TRIGÉSIMO CUARTO
SOLEMNIDAD DE N. S. JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Todavía con el buen sabor de boca que nos dejó a todos la ordenación diaconal de John Mario Moná Carvajal, celebrada en Boltaña la semana pasada… quisiera reiteraros una de las convicciones más profundas que mueven mi vida: ser sacerdote, al margen del cargo que uno ocupe, del lugar donde uno haya sido destinado, del servicio ministerial que realice o de la edad que uno tenga,  sigue siendo una de las formas más sublimes de ejercer hoy la paternidad en una sociedad lastrada por la soledad y la orfandad. Como dirían nuestros jóvenes, ser sacerdote hoy es ¡una «pasada»!
Baste como botón de muestra el testimonio que me impresionó al leer el libro «Motivos para creer. Introducción a la fe de los cristianos». Su autor manifestaba haberse quedado sorprendido ante el éxito que estaba teniendo en EEUU el libro de Tony Hendra, guio­nista descreído y satírico de la tv británica,  que paradójicamente llevaba por título: «El Padre Joe, el hombre que salvó mi alma». En él narraba su gran amistad con un sacerdote católico que durante décadas, comentaba el autor,  fue su punto de referencia: accesible, compasivo en momentos de crisis, de éxitos, de fracasos… Nunca intentó hacer méritos, ni ganar una discusión, siempre supo ser él mismo. Con paciencia fue desmontando, destruyendo mis falsas ilusiones y ambiciones.
Aquel hombre anciano, con grandes orejas de delfo, que lentamente iba menguando y envejeciendo… fue la mediación perfecta para encontrarme con Dios. El mejor regalo que jamás hubiera podido recibir. Y eso que yo no creía… pero ese hombre sirvió de conexión entre Dios y yo. Sospecho que muchos hombres y mujeres de hoy atraviesan por situaciones similares a la mía.
Podemos sentir la incertidumbre, podemos ser incapaces de ofrecer una explicación intelectualmente satisfactoria de lo que creemos pero… en alguna parte de nuestro horizonte hay personas que Dios ha puesto en el mundo para que establezcan esta conexión paradójica y misteriosa. No importa que esas personas sean tan frágiles y vulnerables como nosotros. Lo importante es que descubrimos a alguien que vive en el mundo que a nosotros también nos gustaría habitar…
Mientras haya personas, que de forma eficaz y valiente, se responsabilicen de Dios, las puertas permanecerán abiertas y existirá la posibilidad de que otros muchos podamos decir algún día: CREO, he encontrado mi hogar en Dios.
Con otras palabras, aunque con el mismo sentimiento, a los pocos días de comenzar mi ministerio episcopal entre vosotros, al celebrar la fiesta de San José, el 19 de marzo de 2015, os invitaba a dejaos habitar por Aquel que colma y llena de sentido la vida; os urgía a salir sin miedo a los caminos; a ser EVANGELIO, esto es, Buena Noticia para  todos; a invitar, sin miramiento, a ser sacerdote a aquellos jóvenes que intuyeseis que el Señor había adornado con el don de la ternura, la compasión, la sencillez, la humildad, la entrega, la disponibilidad, la capacidad de servicio…
Os pedía que no os cansaseis de importunarle para que bendijese copiosamente nuestra tierra, regada por la sangre  de tantos mártires, con nuevas y santas vocaciones (a san José le tengo pedidos 12 sacerdotes) como garantía inequívoca de su promesa de futuro. Os decía también que me negaba a creer que en nuestra Diócesis, que, según los que conocen su historia, ha sufrido y superado fuertes y profundas crisis, como el riesgo de ser suprimida, la persecución religiosa de 1936, la crisis de identidad de los años 70, entre otras, Dios no fuera a seguir suscitando también ahora un puñado de jóvenes que, fascinados por Jesucristo, estuviesen dispuestos a ofrecer su propia vida, regalarla a los demás para que pudiesen ser tan felices como ellos. Me resisto a creer que llegue un día en el que, en nuestros pueblos, cada vez más envejecidos y despoblados, los jóvenes sean tan insensibles que no se estremezcan ante tantos “crucificados” como nos salen al paso y no se ofrezcan para ser sus “cirineos” cargando con las cruces ajenas y propiciando que se sientan sanados, perdonados, amados incondicionalmente por Dios.
No se trata, como muy bien intuís, de ofrecer algo de tiempo, de conocimientos, de energías, de dinero..., sino de ofrecer la propia vida en favor de los demás, porque —como recordó el Papa Benedicto XVI al inicio de su pontificado— al mundo no lo salvan los “crucificadores”, sino  los “crucificados”. Sólo Jesucristo crucificado ha redimido el mundo y ha devuelto a cada persona su propia dignidad de hijo.  La vida y la misión del sacerdote, aunque algunos quisieran negarles “el pan y la sal”, sigue siendo la «bomba de oxígeno» que regenera la sangre de nuestro corazón, además de ser una de las formas más fascinantes y sublimes para realizarse como persona, especialmente aquellos jóvenes que desean recobrar la armonía, el equilibrio, el respeto, la libertad, la dignidad, la autenticidad, el cariño, la reconciliación entre los hombres y Dios…
Son un regalo, una gracia siempre inmerecida. Los sacerdotes, bien lo sabéis, no caen del cielo con los bolsillos repletos de estrellas, sino que nacen y crecen en el seno de una familia cristiana como la vuestra, que es capaz de escuchar la voz de Dios a  través del grito de nuestros hermanos necesitados. A ver quién es el primero, como diría el Facebook,  que clica «me gusta» y reemplaza a John Mario en el Seminario.
Con mi afecto y bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón


Zaqueo




La lectura del fragmento evangélico (Lc 19, 1-10) nos pone, creo, ante una conversión, nos presenta un encuentro con el Señor, en cierto modo inesperado porque Zaqueo solo sentía curiosidad  trataba de ver quién era Jesús‒, había oído hablar tanto de Él que sentía la sana curiosidad humana de conocerlo físicamente; su doctrina, por la expresión usada en el evangelio, parece que no le llamaba tanto la atención como su aspecto físico; para Zaqueo, Jesús debería de ser un fenómeno de masas, en lenguaje actual, que arrastra a muchos seguidores y él sentía necesidad de fisgonear. Se podía dar por bien empleado el que llegáramos a conocer al Señor, aunque solo fuera por fisgoneo, la sola curiosidad merece la pena intentar un encuentro con Él, los medios es lo de menos, lo que importa es la finalidad.
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Pero aquel curioso tenía una dificultad: no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Con suma frecuencia a algunos cristianos nos pasa lo mismo, somos “bajitos” espiritualmente, no damos la talla y además estamos rodeados de infinidad de cosas materiales que nos impiden acercarnos al Señor. Vamos llevados en volandas de acá para allá por la cantidad de necesidades materiales que nos hemos buscado y, claro, esas propias necesidades nos impiden ver el rostro del Señor, ellas son nuestro gentío que nos supera y nos empequeñece. Deberíamos de tener la sagacidad y astucia del propio Zaqueo para salir de ese mundo que nos rodea e impide ver a Jesús.

[Zaqueo] corriendo más adelante, se subió en un sicomoro. Nosotros debemos adelantarnos al gentío, no debemos dejarnos rodear por ese mundo de infinidad de asuntos y problemas, debemos correr adelante para subirnos a nuestra higuera que nos permita verle el rostro. Pero cuál no sería su sorpresa al ocurrir lo contrario: Jesús lo ve primero y dirigiéndose a él le dice: “Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa”. Esos dos verbos en imperativo encerrando al sustantivo “prisa” son muy elocuentes; Jesús tiene prisa para hospedarse en nuestra casa, nos requiere con urgencia; no le dice: a ver si nos vemos o ya te llamo y quedamos, no: date prisa y baja. Zaqueo responde a la celeridad y urgencia con celeridad y urgencia: Él se dio prisa en bajar. Nosotros también tenemos que darnos prisa a la llamada divina, no debemos hacerle esperar, es urgente que entre en nuestra casa y para ello hay que bajar a ras de suelo y apartar todo ese gentío que nos impide verle cara a cara, plantarnos ante Él y recibirlo muy contento.

Pero nuestro cometido no es solo recibirlo muy contentos en nuestra casa, sino que lo inmediato es actuar, cambiar de actitud, ya le hemos conocido y nos ha mostrado su generosidad, pues ahora nos toca a nosotros corresponder no solo con nuestros medios económicos en favor de los más desfavorecidos, sino que todo nuestro ser con todas sus facultades tiene que ser puesto a disposición del prójimo. Ahora es el momento de olvidarnos de nosotros mismos y ponernos al servicio de los demás. Esa es la conversión: volver nuestra vida del revés. Nuestra total entrega a Dios en la persona del prójimo y así recibir la misma respuesta que recibió Zaqueo: Hoy ha sido la salvación de esta casa.


Pedro José Martínez Caparrós

jueves, 23 de noviembre de 2017

Ven­ga a no­so­tros tu Reino


El úl­ti­mo do­min­go del tiem­po or­di­na­rio ce­le­bra­mos la so­lem­ni­dad de Je­su­cris­to Rey del uni­ver­so. Es una fies­ta de es­pe­ran­za. Los cris­tia­nos te­ne­mos la cer­te­za de que por la re­su­rrec­ción de Je­sús, el pe­ca­do y la muer­te no tie­nen la úl­ti­ma pa­la­bra en la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad; y sa­be­mos que to­dos los an­he­los de ver­dad y de vida, de jus­ti­cia, de amor y de paz que hay en el co­ra­zón del hom­bre, se ha­rán reali­dad cuan­do el Se­ñor vuel­va en glo­ria y ma­jes­tad. Las per­so­nas, que po­de­mos im­pe­dir la rea­li­za­ción del de­sig­nio de amor de Dios en cada uno de no­so­tros per­so­nal­men­te si re­cha­za­mos to­tal­men­te ese amor, no po­dre­mos im­pe­dir que el plan de sal­va­ción so­bre la his­to­ria y el mun­do lle­gue a su meta.

Con la per­so­na, las ac­cio­nes y las pa­la­bras de Je­sús, es­pe­cial­men­te con su muer­te y re­su­rrec­ción, se sem­bró la pri­me­ra se­mi­lla del Reino de Dios en nues­tro mun­do. La Igle­sia, obe­de­cien­do a su Fun­da­dor, está para con­ti­nuar es­par­cien­do esa se­mi­lla. Para po­der rea­li­zar esta mi­sión no ha re­ci­bi­do de Cris­to ni ar­mas, ni ri­que­za ni po­der, por­que ni la fuer­za ni el mie­do son el ca­mino para que ese Reino crez­ca en­tre no­so­tros. Los ins­tru­men­tos para esta mi­sión son otros: la Pa­la­bra del Evan­ge­lio, la gra­cia de los sa­cra­men­tos por los que lle­ga al co­ra­zón de los hom­bres la vida nue­va del Re­su­ci­ta­do, y el man­da­mien­to de dar tes­ti­mo­nio del amor de Dios en el ser­vi­cio a los más po­bres y ne­ce­si­ta­dos.

El tex­to evan­gé­li­co que se pro­cla­ma este año, que es la gran pa­rá­bo­la del jui­cio fi­nal, nos re­cuer­da que en­tra­rán en el Reino de Dios aque­llos que ha­yan prac­ti­ca­do las obras de mi­se­ri­cor­dia. En esta pa­rá­bo­la el Se­ñor nos está in­di­can­do tam­bién cómo y cuán­do se hace pre­sen­te el Reino en nues­tro mun­do: cuan­do da­mos de co­mer o be­ber al ham­brien­to y al se­dien­to; cuan­do vi­si­ta­mos a los en­fer­mos y a los pre­sos; cuan­do ves­ti­mos al des­nu­do y hos­pe­da­mos al sin te­cho.
Tal vez po­de­mos pen­sar que esta mi­sión es en el fon­do una ilu­sión, por­que cuan­do mi­ra­mos la reali­dad de nues­tro mun­do dos mil años des­pués de Cris­to te­ne­mos la im­pre­sión de que nada ha cam­bia­do: las in­jus­ti­cias, la vio­len­cia, la men­ti­ra, el ham­bre, las gue­rras… con­ti­núan en­tre no­so­tros. Tam­bién po­de­mos pen­sar que es­tos ins­tru­men­tos son in­efi­ca­ces y no sir­ven para nada: ¿No vi­vi­mos en un mun­do en el que quie­nes tie­nen po­der, in­fluen­cia, di­ne­ro o pres­ti­gio son ad­mi­ra­dos, es­cu­cha­dos y aca­ban con­si­guien­do lo que se pro­po­nen? Ante esta si­tua­ción ¿vale la pena se­guir cre­yen­do en esta uto­pía?
Sin em­bar­go, cuan­do con­tem­pla­mos la his­to­ria de la Igle­sia y ve­mos la gran can­ti­dad de san­tos que se han to­ma­do en se­rio esta pa­la­bra del Evan­ge­lio, des­cu­bri­mos que el paso de Je­sús por la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad no ha sido inú­til; que gra­cias a los ver­da­de­ros dis­cí­pu­los su Reino está más pre­sen­te de lo que apa­ren­te­men­te se ve; que por ellos nues­tro mun­do es mu­cho me­jor de lo que se­ría si no hu­bie­ran vi­vi­do; y que vale la pena se­guir tra­ba­jan­do para que la hu­ma­ni­dad lle­gue a la meta que Dios le ha pre­pa­ra­do.
Con mi ben­di­ción y afec­to,
+ En­ri­que Be­na­vent Vidal
Obis­po de Tor­to­sa