martes, 31 de marzo de 2020

Ángeles que despiertan





Da la impresión de que nuestro primer mundo tan orgulloso de " tocar el cielo" ha quedado sumido en un "valle de tinieblas y sombras" (Lc 1,79) a causa de un virus casi microscópico. Lo de tocar el cielo fue la pretensión de los constructores de la Torre de Babel para quienes no había otro dios que ellos mismos y que el Otro, el supuesto Dios no tenía que inmiscuirse en su vivir de cada día. Así pensaban aquellos y una buena parte de nuestra sociedad hasta que vino el bichito y nos puso a su altura creando miedos y desconciertos.

También es cierto que está situación ha sacado de a la luz lo mejor de nuestra sociedad. No voy a citar profesiones ni gremios, seguro que dejaría de nombrar alguno, tengo pues presentes a todos, quiero no obstante decir que los discípulos de Jesús además de ayudar en este movimiento de ayuda a los demás tenemos una misión única. Tengo presente el grito de Isaías a Dios ante el abatimiento de Israel cautivo en Babilonia: " No hay quien se despierte para asirse a Ti" (Is 64,6) Golpeados contra su realidad limitada cuando casi habían tocado el cielo…!! Como les gustaría a muchos que este Dios que ignoraron se hiciese presente en sus vidas y les liberase de su letargo. Esta es nuestra bellísima misión ante los hombres que nos rodean y que ya no se ríen ante los chistes wassappianos...

Tenemos que despertarles cada cual sabrá cómo y decirles que se agarren a Dios porque si bien es cierto que se olvidaron de Él, Él no se olvida de nadie, ni siquiera de los que le ignoraron y arrojaron al desván donde se almacena lo inservible.

Antonio Pavía, Misionero Comboniano
Comunidadmariamadreapostoles.com

lunes, 30 de marzo de 2020

El virus no mata el pecado




                                                    
 No, y morimos sin remisión. Faltan sacerdotes en hospitales y ninguno en domicilios para perdonar en nombre de Dios.

¿Confesión on line, por teléfono?, Dios lo entendería… Si la bendición “Urbi et Orbi” nos llega a través de tv, supongo que el perdón, también.

No podremos Comulgar, no nos impondrán las manos, pero de corazón a corazón, de sacerdote a feligrés estaríamos perdonados. “Alter Christus, Ipse  Christus” (como otro Cristo, como el mismo Cristo).

No sé cuánto durará éste mal que tiene atrapados a malos y buenos, pero con la oración, el bien vencerá. Dios escucha a quien Le pide con FE.

Tal vez yo muera, tal vez mi amigo, pero esto no es el problema, el problema es morir sin el apoyo y la Gracia del Sacramento de la confesión ante un sacerdote.   
Hagamos una llamada a la Iglesia Católica y salve del pecado nuestras almas. Doctores tiene la Iglesia, me dijeron, pero se han encontrado sin “EPIS” y han parado de perdonar.

Grito desde mi confinamiento que nos lleven al cielo a través de la tecnología que hoy nos une. Su fidelidad a Dios les compromete. No podemos conformarnos diciendo: “No es culpa mía, además estoy bautizado”… ¿Y? 

Cuántos bautizados no verán jamás el cielo, cuántos.  

Amigos, procurad estar en Gracia, no sé de qué forma, solo sé que de sus ministros depende el perdón en la tierra.

“Estad preparados no sabéis el día ni la hora”… Muchos ya la intuyen Señor, y se están yendo sin Ti.  
  
  Emma Díez Lobo


domingo, 29 de marzo de 2020

Resurrección de Lázaro



        Voy a intentar exprimir el relato de este evangelio no para hacer una reflexión consecuente teológica, sino para sacarle algunas aplicaciones secundarias ‒consecuencias colaterales, se dice ahora– aplicadas a nuestro estado de confinación por causa del coronavirus.

        Las hermanas de Lázaro le mandaron recado. También nosotros ahora por muchos medios y de distintas formas –oraciones privadas y públicas y conjuntas; hasta actos religiosos al más alto estado, el último la bendición papal “urbi et orbi” con el Santísimo–  le estamos mandado recados al Señor para que nos arregle esta situación, especialmente por la cantidad de muertes, muertes que acaecen a seres a los que Dios quiere como a Lázaro. A pesar de la vital urgencia de las hermanas, el amigo que podía impedir la muerte se quedó todavía dos días donde estaba –mucho tiempo para la urgencia de los moribundos, así lo creemos nosotros ahora–. Por tanto no nos debe extrañar, y menos pesar, que nosotros tengamos que estar este largo tiempo confinados y aislados, sin la aparente escucha del Señor.

        Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios”. Son las palabras que Jesús les dice a los emisarios. ¿No podíamos buscar también la manera de que esta tragedia tan grande que tiene la humanidad sirva para la gloria de Dios? A lo mejor cada uno de nosotros tiene que aprovechar este tiempo para reflexionar y ver qué tiene que cambiar para que igual que aquellos dos días sirvieron para la resurrección de Lázaro, ahora todas las reflexiones juntas de todos, por aquello de la levadura,.. hagan que resucitemos a otra forma de vida más solidaria y que recuerden en nuestras prioridades.

        Dos actitudes distintas las de las hermanas; ya en otra visita anterior a casa de los amigos quedaron patentes las dos formas de actuación y de ser de ellas. Marta salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Esta permanece recluida, quizá en oración, a la espera de la visita del amigo; preparándose para el encuentro porque tenía fe en la acción divina. Aquella, más impetuosa e irreflexiva sale al encuentro para reprocharle: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Actitud muy humana y de suma actualidad por la tendencia de una parte de la humanidad insensata, imprudente y carente de fe que siempre achaca a Dios los males de esta vida. Al mal derivado del pecado original lo encaramos de estas dos formas: o lo aceptamos con fe, oración y ponemos de nuestra parte lo que podamos para solucionarlo; o lo ponemos en el débito de otro, ¿quién mejor que Dios? Cuántas veces hemos escuchado aquello de… cómo Dios lo puede permitir, siempre con el reproche. Peor aún, si Dios existiera

        Ante el hecho consumado de la muerte del amigo, Jesús se echó a llorar.   Muestra de la humanidad de Jesús. “¡Cómo lo quería!” comentaban los judíos. Nosotros, como seres humanos, también ahora lloramos la muerte de los hermanos. Levantó los ojos a lo alto, dio gracias al Padre –oración y acción de gracias por nuestra parte–, y gracias a su divinidad se realizó la respuesta al reproche de Marta: “Yo soy la resurrección y la vida”. Ahí no llegamos; nosotros no tenemos el poder de resucitar a otros, pero un día la disfrutaremos definitivamente.

Pedro José Martínez Caparrós


sábado, 28 de marzo de 2020

V Domingo de Cuaresma


Hay dos formas de andar por la vida: en círculos, más o menos amplios, pero círculos que por más que se coloreen son repetitivos y por tanto cansinos. La otra forma es ir hacia nuestro Padre de la mano del Buen Pastor. No está en nosotros la capacidad sin más, de ir hacia Dios, alguien tiene que venir a nuestro encuentro y guiarnos. Alguien, el Señor Jesús. 

De esto nos habla el Evangelio de hoy en el que Jesús resucita a Lázaro. Entre las muchas vertientes catequéticas, nos quedamos con ésta en la que Jesús dice a los amigos de Lázaro recién salido del sepulcro: ¡Desatadlo y dejadle andar! 

Ya puede encaminar su vida hacia su Padre. Bien conoce Jesús las ataduras que nos amarran a esos círculos agobiantes que terminan por cerrarse contra nosotros. Al igual que a Lázaro nos desata de ellas y Él por su parte queda atado a la Cruz con la violencia de unos clavos. Pedro lo describe así: Habéis sido rescatados... no con oro ni plata, sino con la Sangre preciosa del Cordero inocente, Jesucristo (1 P. 1,18-19).



(Antonio Pavia-Misionero Comboniano) 
comunidadmariamadreapostoles.com

viernes, 27 de marzo de 2020

«Alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación»




La dramática situación que vivimos, por causa de la pandemia del COVID-19, me apremia a dirigirme a vosotros para expresar los sentimientos de la comunidad diocesana, que me llegan directamente, de los sacerdotes y los míos propios.

Pasamos por un tiempo de prueba y purificación que el Señor ha permitido en su providencia. La historia del pueblo de Dios, desde Abraham hasta hoy, está forjada con el entramado de pruebas que han provocado, junto al sufrimiento y la muerte, frutos de purificación, paciencia, solidaridad y caridad fraterna. En estos días, la fragilidad y el dolor nos ha unido entre nosotros y con el Cristo sufriente que no deja de acompañar a su pueblo y de padecer con él. Quiero expresar en primer lugar, mi comunión y la de toda la diócesis con aquellos que más han sufrido: los que han muerto o están en grave peligro de fallecer, los familiares y amigos que les acompañan con cariño y profunda compasión. La compañía en el sufrimiento es propia del cristiano, porque responde a la compañía que Cristo ha tenido con nosotros al padecer y morir en la cruz. Os acompañamos con nuestra plegaria y afecto sincero.

1.- También deseo expresar la gratitud y el reconocimiento de la Iglesia a los que forman esa inmensa familia de sanitarios —investigadores, médicos, enfermeras, auxiliares, celadores y personal de todo tipo de servicios que forman los hospitales— que, de modo tan ejemplar, se han implicado hasta con el riesgo de su propia salud, en la atención a los enfermos de esta pandemia. Sois verdaderos samaritanos que, ante el sufrimiento ajeno, mostráis la capacidad que el hombre tiene de amar y dar la vida por sus hermanos. Para cuantos creemos en Dios, sois expresión viva de sus entrañas compasivas. Os acompañamos con nuestra gratitud, oración y afecto. Soy consciente de que necesitáis en muchos momentos ayuda y consuelo espiritual. Quisiéramos estar físicamente a vuestro lado. No es posible. Pero estamos con vosotros y junto a vosotros, no sólo con el aplauso diario, sino desde la comunión que Cristo ha establecido entre todos los hombres.

Mi pensamiento alcanza también a las fuerzas de seguridad del Estado, policías, militares, guardias civiles, que, como servidores públicos, trabajan para que los ciudadanos seamos responsables en el cumplimiento de las disposiciones dictadas por las autoridades competentes. Hoy mismo me comentaban que en el santuario de la Fuencisla, donde el Santísimo Sacramento es expuesto a la adoración, entran policías y guardias a rezar y volver a sus diversos trabajos. Que la Virgen, nuestra Patrona, os acompañe y sostenga sin desfallecer en vuestro servicio público imprescindible. ¡Gracias por vuestra entrega generosa!
No quiero olvidar a tantas personas, agentes de pastoral y seglares, creyentes o no, que ayudan a personas imposibilitadas en sus necesidades ordinarias y a cuantos consuelan a los que sufren por los medios telemáticos modernos.

Aunque he dejado para el final a los sacerdotes, no son los últimos en su generoso servicio a los demás. Algunos de ellos en Segovia están contagiados. En Italia se ha dado la cifra de 51 muertos. Quiere decir que, como ministros del Señor, no abandonan a su rebaño en momentos difíciles, sino que lo acompañan con diversas iniciativas y con la eucaristía que cada día se ofrece por los fieles, aunque la celebren solos. La eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y en ella nos encontramos unidos con una intensidad que ni siquiera sospechamos. Hermanos sacerdotes, dad gracias a Dios por vuestro ministerio.

2.   Muchos se han preguntado durante estos días sobre el sentido de esta pandemia y cómo podemos crecer en nuestra humanidad desde una situación que hace patente el límite mismo de la condición humana: la enfermedad y la muerte. Hay lecciones que se aprenden enseguida, apenas alcanzamos el uso de razón: somos frágiles, mortales. Carecemos de la capacidad de vencer, con nuestras propias fuerzas, el límite que nos aproxima a la muerte. Quizás entendemos mejor ahora el rito que inaugura la Cuaresma: la imposición de la ceniza con sus certeras palabras: acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás. La cultura actual, con su crecida y vana autosuficiencia, nos ha hecho olvidar lo que los grandes filósofos siempre han considerado: el hombre es la caña más frágil del universo. Memento mori. No somos dioses y es locura creer que lo somos. Es de sabios asumir la fragilidad de la que habla la Escritura: «Toda carne es como hierba y todo su esplendor como flor de hierba: se agosta la hierba y la flor se cae» (1 Pe 1,24). Ganaríamos en sabiduría si aprendiéramos esta lección y orientáramos nuestra vida desde actitudes y principios morales que no tengan sólo en cuenta la llamada «sociedad del bienestar», sino la «sociedad del espíritu», ése que cuando se escarba un poco en el hombre, acosado por su límite, florece casi espontáneamente. Como ha dicho un extraordinario poeta mejicano, que fundó un hogar para huérfanos, «soy más que todo esto/ que cabe en la clausura de la piel».

Acompañemos, pues, al hombre en su dolor, ese hombre doliente del que trata V. Frankl en sus escritos humanísticos, pero que nuestra compañía le abra al horizonte que trasciende su fragilidad: el del mundo del espíritu abierto a perspectivas de plena humanidad y de vida eterna. Seamos humildes ante la constatación de la impotencia. Podremos vencer al virus, en efecto, pero jamás venceremos el miedo que nos inculca nuestra condición mortal si no hacemos germinar la semilla de inmortalidad que Dios ha puesto en nuestra carne humilde.

3.   Con esta carta quiero, como si fuera un pregón, recordaros que en breve celebraremos la semana santa en la que Cristo aparece como Siervo sufriente de Dios cargando con nuestras enfermedades y dolencias —físicas y espirituales— y venciendo la muerte con su resurrección. Será una semana santa muy atípica, sin casi fieles, privada de su solemnidad, reducida a lo más esencial: el amor ofrecido de Cristo en la eucaristía, en la cruz y en la vida resucitada. Pero en medio de esta sobriedad quedará intacto su misterio como una flor que brota en el desierto, como un manantial en tierra seca capaz de convertir el desierto en un vergel. Todo es esperanza. Por eso, os invito a vivir estos días como el Señor propone. Seguramente nos servirá para entender mejor su anonadamiento, su morir fuera de la ciudad santa de Jerusalén, como un desposeído de su regia ciudadanía, como si fuera un malhechor, un apestado. Aprendamos qué significa vivir hacia dentro de nosotros mismos y hacia dentro de nuestros hogares. Os invito a «celebrar» la semana santa en la «pequeña iglesia» que es vuestra casa. Los padres sois sacerdotes de vuestros hijos. Los mayores sois la rica tradición de nuestro pueblo. Ejerced vuestra veteranía y convocad a la familia en torno a la mesa. Permitidme estas sugerencias:

+          El jueves santo, a la hora de comer, poned en la mesa un pan y una copa de vino, recordando la Cena del Señor. Leed algún pasaje evangélico (el lavatorio de los pies de Juan 13; o la institución de la eucaristía que nos trasmite san Pablo en 1 Corintios 11, 23-34. Y rezad unidos el Padrenuestro dando gracias a Dios por la eucaristía, el sacerdocio y el amor fraterno. Es muy sencillo, ¿verdad?.

+          El viernes santo, si tenéis un crucifico, ponedlo en un sitio importante de la casa. Y, cuando paséis junto a él, miradlo con fe —sobre todo a las tres de la tarde, hora de su muerte— besadlo con devoción y dadle gracias porque ha muerto por vosotros. Sed agradecidos con quien se puso en nuestro lugar padeciendo la muerte. Leed algún pasaje de su pasión o el sencillo relato de su muerte y guardad un momento de silencio, como esos que acostumbramos a hacer cuando ocurre una tragedia ¿No os conmueve este regalo inmerecido?.

+          El sábado santo, por la noche, encended una vela, como hacemos cuando nos quedamos sin luz eléctrica. Que os ilumine tembloroso ese cirio que ahuyenta la oscuridad. Somos cristianos, hijos de la Luz, Cristo es nuestra luz porque ha resucitado y ha vencido la muerte. Si os atrevéis, cantad el aleluya, porque es la Pascua del Señor, su paso por nuestras vidas.

Podéis pedir también a vuestros párrocos las sugerencias que nos llegan de la Conferencia Episcopal en este tiempo en que la liturgia ha quedado tan restringida. El Papa Francisco, además, nos ha regalado el don de la indulgencia plenaria que podemos alcanzar —enfermos, familiares, personal sanitario y cuantos no puedan asistir físicamente a la liturgia— participando a través de los medios de comunicación en alguna celebración, leyendo la Palabra de Dios o recitando —con un corazón convertido que rechaza el pecado— las oraciones clásicas (Credo, Padrenuestro, Salve o Avemaría). Con este gesto, el Papa quiere expresar que Dios nos abraza con su misericordia y nos otorga el perdón. Cuando acabe el confinamiento podremos confesar y comulgar haciendo efectiva sacramentalmente la gracia de su misericordia.

4.   Hace días comunicaba oficialmente que la misa crismal ha sido aplazada. La Santa Sede ha dado facultad a los obispos para celebrarla en un día que sea posible reunir a la comunidad diocesana. Como sabéis, en esa misa se consagra el santo crisma, se bendicen los óleos de catecúmenos y enfermos y los sacerdotes renuevan sus compromisos sacerdotales. La importancia y significado de esta misa es tan grande que me ha parecido conveniente, en bien de toda la diócesis, trasladarla a la fecha que se comunicará una vez terminado el estado de alarma y el confinamiento. Será así una ocasión providencial para dar gracias a Dios por haber terminado este tiempo de prueba y celebrar con gozo la comunión diocesana. En esta misa, que rompe la austeridad cuaresmal y se celebra —si se puede— el jueves santo por la mañana, la comunidad cristiana desborda de gozo al festejar la gracia de los sacramentos, conferidos mediante el crisma y el óleo santo, y al unirse con los sacerdotes que renuevan sus compromisos de fidelidad a Cristo y a la Iglesia. No he querido celebrar tanta alegría en la soledad de la catedral sin la presencia de los presbíteros y del pueblo santo de Dios. Quiero que esta celebración nos convoque a todos, como pueblo santo que somos, para proclamar que, pasada la tribulación, Dios ha estado grande con nosotros y nos permite recuperar la alegría empañada por esta prueba cantando la victoria de Cristo sobre la muerte. El es el Viviente, el Primogénito de entre los muertos, el que enciende la esperanza en los hombres como hizo un día con los discípulos de Emaús.

Hermanos todos, sentíos acompañados por vuestro obispo. En cada eucaristía os tengo presentes y rezo especialmente por los enfermos y sus familias. Rezo con profundo dolor por quienes enterráis a vuestros seres queridos sin poder hacer el duelo que deseáis, y también por los ancianos de las residencias que teméis al contagio. ¡No temáis, desechad todo pensamiento que os agobie! Que el Señor os proteja de toda tribulación y María, nuestra madre piadosa, cuide de vuestras casas como cuidó la suya de Nazaret.

Con mi afecto y bendición,

+ César A. Franco Martínez
Obispo de Segovia


jueves, 26 de marzo de 2020

Inclinarme


Inclinarse bajo tu mano poderosa.
Aprender a decirte “sí” contra toda esperanza.
Renunciar a mi juicio, mi sentido común, mis razones y dejarte a ti hacer.
Aceptar la locura de obedecerte más allá de lo razonable y creer en ti, en tu susurro.
Caminar por un estrecho lugar y no poder agarrarme.
Preguntarme si será verdad, cerrar los ojos y saltar, dejarte a ti hacer.
Cederte el paso, confiarte mi vida y mi decisión.
Respirar hondo y aguardar.
Esperar y confiar…   y ver que se cumple.
Que tu mano firme toca la superficie de mi mar y la calma aplaca la tormenta.

Ya no sopla el viento y despacio, muy despacio, todo ocurre, como tú quieres, como habías prometido.
Todo a tu forma, no a la mía.
La realidad modelada por tus manos porque no fui yo quien  obró, solamente me incliné bajo tu mano poderosa.

(Olga) 
comunidadmariamadreapostoles.com

miércoles, 25 de marzo de 2020

Ojalá escuchéis hoy SU voz (Salmo 94)



  
Meditando el Salmo 94, vemos que el salmista implora: “…Ojalá escuchéis hoy la Voz el Señor…”. Está expresando un deseo: escuchar su Voz, sinónimo de Palabra, de su Evangelio, que es como el Señor Jesús nos habla. No en vano esta Voz va con mayúscula. Y es que, en el mundo de hoy, hay una sola Voz y muchas voces; hay demasiado ruido en el mundo. Y en muchas ocasiones escuchamos más la voz del mundo…

”…No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto…”. Y es que el hombre de entonces, igual que el de ahora, ha endurecido su corazón. Nos lo recuerda el profeta Ezequiel: “…arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne…” (Ez 36,26), un corazón que sea capaz de amar.
Continúa el salmista: “…cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras…”; se está refiriendo a la construcción del becerro de oro (Ex 32,4). El pueblo de Israel se construye un becerro de oro al que da culto, a sabiendas de que no es verdad, que es imposible esa farsa. El pueblo de Israel ha sido testigo privilegiado de las obras que Dios ha hecho con él, cómo les ha sacado del país de Egipto, cómo les ha alimentado en el camino… Sin embargo, es mucho más cómodo fabricarse un dios que él domina. El hombre de hoy no puede comprender esa necedad, y, sin embargo, actúa igual. 

El hombre de hoy no construye con sus manos un becerro de oro. Lo construye con su corazón. Rinde pleitesía a otros dioses: al dios dinero, al dios “Ego”, que le impulsa a ser él mismo su propio dios. ¡¡Rinde pleitesía y adoración a la vanidad, a los vicios…pero también se equivoca incluso con cosas que son buenas!! 

Estas cosas buenas pueden ser incluso el trabajo, el estudio, o el amor. ¡Hasta en eso podemos ser tentados! Somos tentados en cuanto nos apartan del Dios verdadero, que no es el primero, sino el ÚNICO.

A veces el trabajo nos aparta de la dedicación a la familia, cuando realmente lo que buscamos es el no estar en casa más que el tiempo justo porque no estamos a gusto…

El amor, aunque parezca un contrasentido, puede apartarnos de Dios. Abraham amaba tanto a su hijo Isaac, que éste fue para él su propio “becerro de oro”. El señor Yahvé orientó su camino hasta el monte Moriah, para que comprendiera que Él es el Único Dios. 

El “hoy” de Dios. Ojalá escuchéis hoy su Voz. Preocupémonos hoy de esa Voz, y pidamos, como en el Padrenuestro, el pan de hoy, para volver a pedir el de mañana: El Pan de la Palabra de Dios.

(Tomás) 
comunidadmariamadreapostoles.com


martes, 24 de marzo de 2020

Que los que somos hijos de Dios permanezcamos en la paz de Dios



El Señor añade una condición necesaria e ineludible, que es, a la vez, un mandato y una promesa, esto es, que pidamos el perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna ofensa. Por ello, dice también en otro lugar: La medida que uséis, la usarán con vosotros. Y aquel siervo del Evangelio, a quien su amo había perdonado toda la deuda y que no quiso luego perdonarla a su compañero, fue arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser indulgente con su compañero, perdió la indulgencia que había conseguido de su amo.

Y vuelve Cristo a inculcarnos esto mismo, todavía con más fuerza y energía, cuando nos manda severamente: Cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas. Pero, si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre celestial perdonará vuestros pecados. Ninguna excusa tendrás en el día del juicio, ya que serás juzgado según tu propia sentencia y serás tratado conforme a lo que tú hayas hecho.

Dios quiere que seamos pacíficos y concordes y que habitemos unánimes en su casa, y que perseveremos en nuestra condición de renacidos a una vida nueva, de tal modo que los que somos hijos de Dios permanezcamos en la paz de Dios y los que tenemos un solo espíritu tengamos también un solo pensar y sentir. Por esto, Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está en concordia con alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Además, en aquellos primeros sacrificios que ofrecieron Abel y Caín, lo que miraba Dios no era la ofrenda en sí, sino la intención del oferente, y, por eso, le agradó la ofrenda del que se la ofrecía con intención recta. Abel, el pacífico y justo, con su sacrificio irreprochable, enseñó a los demás que, cuando se acerquen al altar para hacer su ofrenda, deben hacerlo con temor de Dios, con rectitud de corazón. con sinceridad, con paz y concordia. En efecto, el justo Abel, cuyo sacrificio había reunido estas cualidades, se convirtió más tarde él mismo en sacrificio y así con su sangre gloriosa, por haber obtenido la justicia y la paz del Señor, fue el primero en mostrar lo que había de ser el martirio, que culminaría en la pasión del Señor. Aquellos que lo imitan son los que serán coronados por el Señor, los que serán reivindicados el día del juicio.

Por lo demás, los discordes, los disidentes, los que no están en paz con sus hermanos no se librarán del pecado de su discordia, aunque sufran la muerte por el nombre de Cristo, como atestiguan el Apóstol y otros lugares de la Sagrada Escritura, pues está escrito: El que odia a su hermano es un homicida, y el homicida no puede alcanzar el reino de los cielos y vivir con Dios. No puede vivir con Cristo el que prefiere imitar a Judas y no a Cristo.

(Del Tratado de san Cipriano sobre el Padrenuestro)

lunes, 23 de marzo de 2020

Pastores Misioneros



La solemnidad de san José es para la Iglesia en España la ocasión apropiada para ayudar a todo el Pueblo de Dios a tomar conciencia de la importancia del seminario diocesano, casa y corazón de la diócesis, donde germinan las semillas de las vocaciones al sacerdocio ministerial. Desde hace bastantes años estamos llevando a cabo estas jornadas de la Campaña del Seminario en un contexto de honda preocupación por el descenso de candidatos al sacerdocio. Ya decía san Juan Pablo II que «la falta de vocaciones es ciertamente la tristeza de cada Iglesia», y esta era la razón por la cual «la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia». Los obispos españoles, por su parte, ofrecieron una carta pastoral sobre esta temática y lejos de quedarnos en una inútil tristeza, nos decían que «es la hora de la fe, la hora de la confianza en el Señor que nos envía mar adentro a seguir echando las redes en la tarea ineludible de la pastoral vocacional»

La Iglesia en España está empeñada con gozo en la tarea de la evangelización, en sintonía con las insistentes llamadas a vivir un tiempo de «conversión pastoral misionera» del papa Francisco, en continuidad siempre con el Concilio Vaticano II, y los papas .que  La Iglesia en misión al servicio de nuestro pueblo. han pastoreado a la Iglesia universal. En este contexto misionero se ha publicado la nueva Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis con la que se renuevan los planes de formación de los seminarios en esta misma clave: «la formación tiene como finalidad la participación en la única misión confiada por Cristo a su Iglesia: la evangelización en todas sus formas» . Todo ello nos lleva a concluir que la campaña vocacional hemos de vivirla en un contexto de evangelización y de propuesta gozosa de la vida del Evangelio, con ocasión de todas las actividades pastorales que se organicen en las diócesis.

El lema elegido para esta campaña, «Pastores misioneros», intenta recoger, sin agotarla, la identidad del sacerdocio ministerial. Los sacerdotes, en cuanto que participan del sacerdocio de Cristo Cabeza, Pastor, Esposo y Siervo, son llamados en verdad «pastores de la Iglesia»; y en cuanto enviados por Cristo, con los Apóstoles (Mt 28, 19ss), son esencialmente misioneros dentro de una Iglesia toda ella misionera.

ORACIÓN

¡Señor Jesús! Con amor ponemos en tus manos nuestros Seminarios, los formadores y profesores, y muy especialmente a todos los seminaristas del mundo, que se están preparando para ser “pastores misioneros”. Tú les amas con entrañas de misericordia. Haz que sean pastores que vayan donde Tú les envíes; que la Iglesia y el mundo sean los espacios abiertos de su misión. Sé Tú el centro de sus vidas para que te sigan como discípulos misioneros y a Ti se configuren, imitándote en todo, como los apóstoles. Que te sirvan con obediencia y pobreza, desoigan las voces de los poderes del mundo, y, llenos de caridad, te sirvan en los pobres y necesitados. Que su vida célibe no sea mediocre o inmadura, sino que todo lo entreguen a Ti y todo lo arriesguen, con esperanza y alegría. Señor, que siempre cuenten contigo, como Tú cuentas con cada uno de ellos, con cada sacerdote, para que anuncien la salvación y amen a todos con los latidos de tu corazón, gustando la dulce alegría de evangelizar en tu nombre. Gracias, Señor, por los seminaristas y los sacerdotes. Guárdalos en tu amor y en tu fidelidad. Amén.

domingo, 22 de marzo de 2020

La luz y la oscuridad


El texto del evangelio empieza planteando una cuestión peliaguda pero siempre actual. Ante el problema del mal (y la ceguera es uno de esos males físicos que producen un horror especial) surge espontánea la pregunta por su causa. Una forma de explicación es encontrar culpables. En las antiguas culturas se vinculaba espontáneamente cualquier mal o desgracia con algún pecado, incluso desconocido, de la víctima de ese mal o de gentes ligadas con ella (como los padres). La cultura moderna, desde hace varios siglos ha ido invirtiendo el sentido de la responsabilidad, primero vetando a Dios la posibilidad de intervenir en el mundo, ni de modo natural ni sobrenatural (un momento de inflexión muy importante e históricamente localizado fue el terremoto de Lisboa en 1754, que conmovió el ánimo de los ilustrados, y quebró el optimismo que veía en este mundo  “el mejor de los posibles”); después tendiendo a imputar a Dios la existencia del mal, o usando el dato del mal para negar la existencia de Dios con un sencillo razonamiento: o Dios quiere acabar con el mal y no puede, luego no es todopoderoso; o puede y no quiere, y entonces no es bueno. Benedicto XVI en su encíclica “Spes salvi” dice que el ateísmo contemporáneo es ante todo un ateísmo moral, que protesta ante el problema del mal. La cuestión, claro, es que si suprimimos a Dios en virtud del mal que, pese a todo, sigue existiendo, nos quedamos sin culpable o, más bien, tenemos que buscar a otro. Probablemente, dado lo relativamente poco inclinados que estamos hoy en día en creer en el Destino y en diablos, tengamos que dirigir la atención sobre nosotros mismos. No ya, claro, para explicar el mal físico, que tiene causas naturales, sino el mal moral, que depende de nuestra libertad.
Hoy vemos que Jesús no sigue la corriente de su tiempo, que trata de descubrir un culpable de la ceguera, sino que, con su respuesta, nos viene a decir que cualquier mal es ocasión para hacer el bien. Y lo hace. Da la luz al que vive en tinieblas.
Los evangelios siempre juegan con varios planos de significado. Aquí también es así: la ceguera física, una situación de sufrimiento que no exige detectar culpables, sino buscar remedio y alivio, es ocasión para meditar sobre otro tipo de ceguera todavía peor. Bien lo dice el refrán: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Y es que el mal que procede del corazón humano, el verdadero mal, el que hemos llamado mal moral, nos ciega, nos impide ver con claridad, nos hace vivir en la oscuridad.
La cosa es patente con ocasión de la curación realizada por Jesús, un acto de benévola gratuidad realizado incluso sin que el ciego de nacimiento lo pidiera. Tras la curación, el que era ciego se ha transformado, se ha convertido plenamente en sí mismo, en un ser autónomo y libre, que ve y puede valerse con independencia. Tal es su transformación, que algunos de sus vecinos no lo reconocen. Y empieza la polémica, que es la que pone de relieve la verdadera ceguera, la de los que no quieren ver. Ceguera hacia el hombre que ha sido salvado. Pero, sobre todo, ceguera hacia Jesús. Es impresionante el contraste entre el sencillo gesto de Jesús, meridiano, directo: barro y saliva, una verdadera nueva creación; y el lío que se forma en torno a él. Idas y venidas, interrogatorios repetidos varias veces, acusaciones, amenazas, miedos y exclusiones. Los ciegos que no quieren ver se niegan a reconcer la evidencia del bien realizado de manera gratuita y pública. Por eso preguntan una y otra vez, sin poder aceptar lo que es patente, cegados por sus propios prejuicios, encastillados en la seguridad de su propia justicia, que les impide abrir los ojos a dimensiones nuevas.
Frente a ellos, el ciego que ha abierto los ojos inicia un proceso. Primero se descubre a sí mismo: antes era ciego y ahora veo. “Ve” también que “alguien”, “ese hombre” que se llama Jesús, lo ha curado. No sabe más de él y no sabe siquiera dónde está (no lo ve). Pero ante los interrogatorios insistentes, el hombre, que ha empezado a ver por sí mismo, es capaz de tomar postura con la libertad recién estrenada, sin dejarse achantar por las amenazas y, habiendo empezado a ver claro, hace una primera confesión: “ese hombre no es un pecador”, ¿cómo va a ser un pecador el que ha hecho el bien con un poder que sólo puede venir de Dios?; la conclusión es lógica, y está ya muy cerca de una confesión de fe: “es un profeta”. Finalmente, en otro momento de gracia, Jesús se hace el encontradizo con él y le da una luz todavía más alta y decisiva, una revelación sobre el Hijo del Hombre que provoca la confesión final: “Creo, Señor”.
Cuando buscamos culpables, solemos exigir castigos y correcciones. Jesús, en cambio, no apaga la mecha vacilante, ni destruye primero para construir después, ve el corazón, hace el bien, cura, restablece, nos da su luz para que podamos ser libres.
Al considerar la escena que el Evangelio nos propone hoy comprendemos que, como el ciego de nacimiento, estamos en camino y que si queremos seguir progresando (como personas, como cristianos) tenemos que reconocer que, precisamente por estar en proceso, todavía no somos capaces de verlo todo, que hay todavía mucho que ignoramos y que aún tenemos que descubrir. Es decir, se nos invita aquí a que nuestras certezas no se conviertan en prejuicios, en rigideces que nos paralizan, en obstáculos que nos impiden ver más, sino a hacer de ellas luminarias para el camino.
Se insiste hoy en la fe como proceso, camino e iluminación progresiva. Reconocer nuestras cegueras sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre Dios nos ayuda a pedir la luz de la curación, a ampliar el horizonte de nuestra mirada para descubrirnos mejor a nosotros mismos, para reconocer sin prejuicios el bien allí donde se hace, para mirar a los demás con esperanza, pues de ellos, también en camino, vemos sólo una mínima parte, y para alcanzar su corazón deberíamos mirarlos con los ojos de Dios (que son los ojos del amor); en definitiva, para confesar a Jesús de manera renovada.
Pero se nos recuerda también que esa fe tiene que ser confesada, que implica tomar partido, a favor de Cristo o en su contra. Confesar nuestra fe en Jesús de manera pública, sin miedos y sin complejos no está exento de dificultades y de riesgos. También hoy, como en tiempos de Jesús, se dan amenazas de exclusión para los que creen en Cristo. Es notorio lo que sucede con las personas que viven en ciertos países musulmanes, sobre todo con aquellas que, perteneciendo al Islam, se convierten a Cristo. Esto supone el exilio cultural y con frecuencia el riesgo de la propia vida. Pero también entre nosotros existen otras formas de amenaza de exclusión de las “sinagogas” de nuestro tiempo. No es fácil resistir la presión que hoy en día, de manera a veces suave, otras más virulenta, y en nombre de las vigencias (algo así como los credos) del momento trata de expulsar la fe cristiana y a los que la profesan de la vida pública. Como los padres del ciego, podemos tratar de esquivar esa marginación sacudiéndonos toda implicación o responsabilidad: “que le pregunten a él, que ya es mayorcito” dicen aquellos, negándose a reconocer a su propio hijo. Una forma de hacer esto hoy día es recluirse en el ámbito privado, el de las convicciones íntimas: creer sin confesar, sin dar testimonio, renunciando a reflejar la luz que recibimos de Cristo, para evitarnos complicaciones, acomodándonos lo más posible a lo que dicta el ambiente. Pero esa pura privacidad acomodaticia, en realidad, es imposible. Hay que tomar partido, aunque, como en el caso del ciego de hoy, nos echen fuera. Si hemos sido curados de nuestra ceguera, si somos capaces de ver con los ojos de Dios y no juzgar sólo por las apariencias más o menos deslumbrantes, si alcanzamos a ver la presencia de Dios en lo pequeño, como Samuel que tuvo que ungir al menor de los hijos de Jesé, o como el ciego de nacimiento, que supo descubrir al Mesías en el hombre de Nazaret, si vivimos en esta luz, esto no puede no reflejarse en nuestra vida. En primer lugar, en nuestras obras, que tienen que tratar de ser las de los hijos de la luz y que Pablo resume hoy admirablemente: la bondad, la justicia y la verdad; dicho con otras palabras: la benevolencia hacia todos, en vez del odio, la exclusión o la violencia; la equidad, en vez de la búsqueda del propio interés a toda costa; la veracidad y la sinceridad, que no trata de someter la realidad a esos mismos intereses o a los prejuicios de moda (lo que se ha dado en llamar la “posverdad”). La fe se refleja, en segundo lugar, en nuestro modo de tratar con el mundo que nos rodea: la misma fe ha de ser principio de discernimiento de lo que se puede aceptar y de lo que no. Siempre tenemos la tentación de hacer al revés: acomodar la fe a las modas del momento, a lo que agrada al mundo, en vez de buscar lo que agrada al Señor, aun a costa de renunciar a las vanidades estériles, y de denunciar lo que es inadmisible y vergonzoso, por más predicamento que pueda tener. Renunciar y denunciar son sólo la cruz de la cara positiva: anunciar, confesar y testimoniar nuestra fe, esto es, vivir reflejando la luz que Cristo ha venido a traernos y con la que nos está curando.
José María Vegas, cmf.


sábado, 21 de marzo de 2020

IV Domingo de Cuaresma






Este tiempo de retiro impuesto por el coronavirus puede ser una gran oportunidad para escuchar a Dios y su palabra, para descubrir qué nos quiere decir a través de estos acontecimientos. Desgraciadamente los mensajes que nos bombardean inducen al miento. Por otra parte las ofertas de distracciones gratuitas no favorecen el recogimiento. Recogimiento para algunos imposible si tienen que estar cuidando de los niños. A pesar de todo, hay que saber descubrir a Dios en todo.  Es la gran oportunidad de redescubrir la fe como luz que ilumina nuestra vida y todos los acontecimientos. La cuarta etapa de nuestro itinerario cuaresmal está centrada en el bautismo como iluminación del corazón y de la mente, de la que habla la carta a los Efesios (5,8-14).

La curación del ciego de nacimiento va mostrando las diversas fases de esa iluminación progresiva, desde las tinieblas a la luz (Jn 9,1-41). Al principio, no sólo el ciego sino también los discípulos de Jesús, están en la oscuridad. Éstos no comprenden la causa de la ceguera de aquel hombre  y se dejan llevar de las opiniones imperantes o de las apariencias (1 Sam 6,1.6-7.10-13).

El milagro pone al descubierto la ceguera de los vecinos del curado, que ya no son capaces de reconocerlo y creen que lo confunden con otro. No sólo los vecinos estaban ciegos sino también sobre todo los fariseos que creen que ven bien. También ellos parecen interesarse por el milagro, pero el relato de lo ocurrido los deja perplejos. Algunos están tan obcecados en sus convicciones legalistas que descalifican a Jesús porque ha curado en sábado. Otros parecen abrirse a la luz y reconocer que un pecador no puede realizar tales milagros. Interrogado el curado sobre la persona de Jesús, empieza a ver claro y lo considera un profeta, un hombre de Dios.

Las autoridades judías, en su obcecación, en su voluntad de negar el milagro evidente, creen que el hombre no era ciego. Para ello llamaron a sus padres. Éstos confirman que era ciego pero no saben cómo ha ocurrido el milagro, o mejor, no quieren saber nada del milagro, pues sería reconocer a Jesús como el Mesías. Esto provocaba la exclusión de la comunidad judía, cosa que ellos no quieren. Por eso se lavan las manos y piden que interroguen directamente al hijo, que es mayor y no necesita que otros respondan por él.

Cerrados en su ceguera, las autoridades inician un segundo interrogatorio del curado, acusando a Jesús de pecador. Es la manera de descalificar su persona y su obra liberadora. El ciego, beneficiario de la obra salvadora, no puede admitir que Jesús sea un pecador. Más bien en el interés de las autoridades por escuchar de nuevo el hecho cree descubrir un deseo de parte de ellas de hacerse discípulos de Jesús. Ellos lo niegan categóricamente y se declaran discípulos de Moisés, el enviado de Dios. El ciego curado sostiene que también Jesús tiene que ser un enviado de Dios porque ha hecho este milagro.

 Las autoridades no se dejan dar lecciones de un pecador, castigado por Dios con la ceguera, y lo expulsan de la comunidad. Es entonces cuando es acogido por Jesús, que le pide una fe absoluta en su persona como Hijo del Hombre y Señor. Es lo que el ciego curado confesará, adorándolo como a Dios. De esa manera el ciego ha llegado a la iluminación plena. En cambio los que creen ver no tienen remedio. Están condenados a la ceguera para siempre. Que la celebración de la eucaristía ilumine nuestras vidas con el misterio de Cristo para que también nosotros podamos ser pequeños puntos de luz que indican el camino a los que lo buscan. 

Lorenzo Amigo