miércoles, 30 de agosto de 2017

En la procesión de la Virgen del Mar


Alocución de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, al final de la procesión de alabanzas de la Virgen del Mar
Queridos diocesanos:

La Virgen del Mar nos congrega de nuevo en esta procesión de alabanzas en su honor portando con gozo su sagrada imagen, que llegó hasta nosotros por las aguas del Mediterráneo. Si el nombre de María significa Estrella del Mar, como nos recuerda san Bernardo es porque Dios la eligió para guiarnos al puerto de salvación que es Cristo nuestro Señor, que quiso nacer de su vientre para ser Salvador universal de los hombres.

El evangelio de su fiesta nos recordaba ayer que Dios declara bienaventurados a los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc 11,28). María es el modelo del modo de actuar que a Dios agrada, de llevar una vida iluminada por la fe, que arroja su luz sobre nuestra existencia en los momentos difíciles y oscuros. Isabel, que se alegró sobremanera de la visita de María cuando ya estaba encinta, la proclamó dichosa por haber creído en la palabra del ángel de la Anunciación.

Necesitamos la luz de la fe que nos ayude a cumplir la palabra de Dios y nos abra así la puerta de las bienaventuranzas. Hoy hemos salido a la calle con la imagen de la santísima Virgen, y vueltos hacia el mar que nos la trajo caminando sobre sus olas, queremos suplicar a Dios que, por intercesión de la Virgen, nos conceda la fortaleza de la fe que necesitamos para acoger y cumplir la palabra de Cristo, revelador del Padre, redentor del hombre y salvador del mundo.

Por eso hoy, ante su imagen, venimos a alabar y bendecir a la Madre de Dios, unidos a todas las generaciones, mientras le suplicamos:
«Virgen del Mar, Señora y Madre nuestra, Patrona de nuestra ciudad:
Míranos a tus plantas llevando sobre nuestros hombros tu bendita imagen embellecida de nardos y luz, adornada con la corona de nuestro amor y nuestros mejores deseos. Hemos salido a las calles de la ciudad con tu imagen para dar testimonio de nuestra fe, para manifestar ante cuantos nos contemplan que el Hijo nacido de tus entrañas es la esperanza de la humanidad, aunque muchos no lo conozcan; y otros, que nacieron bajo el signo de su nombre y de su cruz, lo hayan abandonado por los ídolos de nuestro tiempo.

Sin la fe cristiana que ha iluminado nuestra historia y es distintivo de una sociedad verdaderamente humana no podemos afrontar con esperanza el futuro. Por eso queremos conservar el don de la fe, que sólo Dios puede darnos. La fe nos ayuda a descubrir que somos hermanos de todos los hombres, sin distinción de raza, cultura o religión, porque somos hijos del mismo Padre.

Porque somos hermanos, rechazamos y con todas nuestras fuerzas condenamos la violencia que algunos quieren imponer sobre los demás, cercenando su libertad blasfemando contra Dios y su santo nombre. Nos sentimos cerca de cuantos han sufrido las heridas físicas y morales del terrorismo que, al golpearlos a ellos, nos golpea todos.

Ayúdanos a socorrer a los que necesitan de nosotros y a cuantos con nuestra ayuda y consuelo pueden seguir afrontando la vida con esperanza, a pesar de la enfermedad y de las dificultades morales por las que pueden pasar.

Ante tu sagrada imagen depositamos nuestras súplicas más íntimas y pedimos la gracia del perdón de nuestros pecados, que recibimos con alegría de tu amado Hijo, que por nosotros se hizo ser humano en tus entrañas, y nos ha reconciliado en su cruz.

Bendice a nuestras familias y a cuantos vivimos en esta ciudad; a cuantos vienen a ella buscando trabajo y vivienda, pero también descanso, ocio y recuperación vacacional.

Que, por tu intercesión, se curen las enfermedades o se vean aliviados los que las padecen; se levanten los corazones afligidos y recobren la alegría de vivir; se amen cada día más los esposos, sea protegida la maternidad y los padres pongan su gozo en los hijos; se proteja a los niños, se fortalezcan los jóvenes, y se acompañe a los ancianos y a cuantos viven en soledad.

Virgen sagrada María, Estrella del Mar, recibe la alabanza de tus
hijos, que te saludan con las palabras del ángel:

R/. Dios te salve María,
Llena eres de gracia,
el Señor es contigo
y bendita tú eres entre todas las mujeres.


R/. Santa María.

martes, 29 de agosto de 2017

En la Solemnidad de la Patrona de Almería



La Iglesia aplica a la Santísima Virgen, en quien encuentra realización de excelencia, la revelación de la sabiduría que hemos escuchado. La sabiduría es presentada en los libros sapienciales del Antiguo Testamento como creación divina, expresión de la sabiduría eterna que Dios mismo es. Dios que es creador y supremo hacedor del mundo creado, visible e invisible, ha impreso en este mundo creado el orden primordial que lo gobierna y divinamente lo sostiene. Dios, porque creo el mundo por amor, también por amor lo conserva y mantiene su permanente evolución y crecimiento. Él es el autor del mundo y de la vida, el creador del hombre, que no lo ha abandonado a pesar del pecado que el hombre ha introducido en la creación de Dios; antes bien, le ha entregado a su propio Hijo.

Dios con su infinita sabiduría todo lo gobierna y conduce a la humanidad a la salvación, siempre que el hombre quiera salvarse, y ame a Dios, ame la sabiduría que Dios mismo es, inseparable de su amor por por el ser humano, al que hizo «a su imagen» (Gn 1,26-27), y por esto mismo inseparable de su misericordia eterna. Cuando el salmista invita a dar gracias a Dios motiva la invitación con el estribillo: «porque es eterna su misericordia». Y si preguntamos por qué, su argumentación es la narración de la creación y de la historia de la salvación: «Sólo él hizo grandes maravillas (…) Él hizo sabiamente los cielos (…) Él hirió a Egipto en sus primogénitos (…) y sacó a Israel de aquel país (…) con mano poderosa, con brazo extendido (…) Él da alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia» (Sal 135,4.5.10.11.25.26).

El autor sagrado presenta la sabiduría divina como realidad creada que hizo morar en su pueblo, convirtiendo a Israel en su morada entre los hombres, y de esta manera prefigurando en sombras lo que había de venir: que Dios moraría en medio de su pueblo, que pondría su tienda entre las nuestras y así aquel que es la encarnación de la Sabiduría divina, su propio Hijo eterno vendría ser hombre como nosotros para revelar el misterio de la Sabiduría manifestando en la misericordia infinita de Dios. Este canto de la sabiduría se convierte en profecía de la encarnación del Hijo, en quien se personifica la Sabiduría del Padre; porque «cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley (…) para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Gál 4,4-5).

María es la morada de Dios hecho carne por nosotros, y porque en ella se encerró el infinito saber de Dios, que es su Hijo eterno y su Verbo, la invocamos con el título con el que las letanías la aclaman “sedes Sapientiae”, “trono de la Sabiduría”, convertida de así, por su divina maternidad en “causa de nuestra alegría”. Lo es, porque María es la madre del amor hermoso y de la santa esperanza, como la invocan los hijos de Eva en este valle de lágrimas, conocedores, como dice san Pablo, de que «los sufrimientos de ahora no son comparables con la gloria que se ha de manifestar. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios» (Rom 8,18-19).

María es morada de la Sabiduría porque ella misma es obra de la sabiduría de Dios, hija excelsa del Dios Altísimo, predestinada por el amor divino a ser la madre de la Sabiduría encarnada. La liturgia de la Iglesia y la devoción del pueblo la invocan con los títulos con los que la acredita su predestinación eterna: hija del Padre, madre del Hijo, esposa del Espíritu creador. No debemos pasar por alto que la Iglesia ha visto en el texto sagrado del Eclesiástico que hoy hemos escuchado no sólo la personificación de la Sabiduría divina en el Verbo de Dios, sino el origen del Hijo, Sabiduría de Dios, en el Padre, de quien procede el Hijo; y la acción regeneradora del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y habita «en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad, en la congregación de los santos» (Eclo 24,12).

María encarna la sabiduría en el conducirse ante Dios y entre los hombres, porque «el temor del Señor es el principio de la sabiduría» (Pr 1,7a). Su respuesta al ángel de la anunciación es la respuesta de la acogida de la palabra que le llega de Dios y se hace en su vientre Palabra encarnada, carne de nuestra carne, para nuestra salvación. Con razón Isabel, y con ella la Iglesia, a lo largo de los siglos la han llamado dichosa, bienaventurada. Dichosa por haber dado morada a la Sabiduría encarnada: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Por esto mismo, porque acogió la palabra de Dios y creyó a Dios dando crédito a su palabra, la razón última de la bienaventuranza de María es haber escuchado la palabra de Dios y haberle dado cumplimiento. María se ha conduciéndo así en la presencia de Dios y entre los hombres movida por el temor del Señor, principio de toda sabiduría. Es la clave religiosa de por qué son dichosos «los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28).

Hoy como siempre, es necesario vivir conducidos por el temor del Señor, recobrar el sentido religioso de la fe, vivir en la presencia de Dios y de Cristo, dejándonos mover por el Espíritu creador, que regenera en nosotros la vida divina que se nos dio en el bautismo y perdemos por el pecado. En nuestros días, la sociedad ha perdido en gran medida el sentido religioso de la existencia, y no vivimos sabiéndonos en presencia de Dios. El hombre sucumbe siempre con facilidad a la tentación de sustituir la palabra de Dios con la suya propia, pero sólo Dios es el origen y el hontanar de la sabiduría. Perder el sentido de lo santo y cerrarse a la influencia de Dios, defendiéndose contra él, es arruinar la propia vida. Una sociedad sin Dios, clausurada en su propio agnosticismo, propuesto como doctrina oficial de una sociedad en progreso, no es garantía de supervivencia ni de paz, porque cuando se expulsa a Dios de la propia casa, los demonios se cuelan por las ventanas.

Pidamos a nuestra Patrona la Virgen del Mar, Estrella del Mar y Reina de la Paz, que oriente nuestras vidas a Cristo, porque en él Dios ha salido al encuentro del hombre y nos ha revelado su amor. Cristo es la Sabiduría de Dios que ilumina nuestra existencia, sin él no nos es posible logro alguno para la vida eterna. Al darnos a Jesús, María nos ha dado al Autor de la vida, para que el mundo no perezca. En esta sociedad en la que la intolerancia de las ideologías, origen de los conflictos y una grave amenaza para la paz social, contribuyen a crear crispación y falta de entendimiento, hemos de acudir a la intercesión de María con fe. Pedir a la Reina de la Paz que nos ayude a proceder conducidos por la sabiduría de lo alto y el temor de Dios, para que la violencia de los terroristas que se sirven de manera blasfema del santo nombre de Dios no termine por cercenar el fundamental derecho de los humanos a adorar a Dios, reconociendo en él la fuente de la sabiduría sin la que el hombre no puede vivir.

Pidámosle a la Virgen, morada y sede de la Sabiduría, que por el Hijo nacido de su vientre sane nuestras heridas sociales, se curen los enfermos y los heridos en los crueles atentados de estos días, encuentren consuelo las víctimas, y acreciente nuestro amor por los necesitados de solidaria fraternidad humana. Que, por su intercesión, podamos llevar una vida sosegada y en paz, para bendecir al Señor.
Almería, Santuario de la Virgen del Mar, 26 de agosto de 2017
+Adolfo González Montes
Obispo de Almería


domingo, 27 de agosto de 2017

Qué decimos nosotros



También hoy nos dirige Jesús a los cristianos la misma pregunta que hizo un día a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». No nos pregunta solo para que nos pronunciemos sobre su identidad misteriosa, sino también para que revisemos nuestra relación con él. ¿Qué le podemos responder desde nuestras comunidades?

¿Nos esforzamos por conocer cada vez mejor a Jesús o lo tenemos «encerrado en nuestros viejos esquemas aburridos» de siempre? ¿Somos comunidades vivas, interesadas en poner a Jesús en el centro de nuestra vida y de nuestras actividades o vivimos estancados en la rutina y la mediocridad?

¿Amamos a Jesús con pasión o se ha convertido para nosotros en un personaje gastado al que seguimos invocando mientras en nuestro corazón va creciendo la indiferencia y el olvido? Quienes se acercan a nuestras comunidades, ¿pueden sentir la fuerza y el atractivo que tiene para nosotros?

¿Nos sentimos discípulos de Jesús? ¿Estamos aprendiendo a vivir con su estilo de vida en medio de la sociedad actual o nos dejamos arrastrar por cualquier reclamo más apetecible para nuestros intereses? ¿Nos da igual vivir de cualquier manera o hemos hecho de nuestra comunidad una escuela para aprender a vivir como Jesús?

¿Estamos aprendiendo a mirar la vida como la miraba él? ¿Miramos desde nuestras comunidades a los necesitados y excluidos con compasión y responsabilidad o nos encerramos en nuestras celebraciones, indiferentes al sufrimiento de los más desvalidos y olvidados: los que fueron siempre los predilectos de Jesús?

¿Seguimos a Jesús colaborando con él en el proyecto humanizador del Padre o seguimos pensando que lo más importante del cristianismo es preocuparnos de nuestra salvación? ¿Estamos convencidos de que el modo mejor de seguir a Jesús es vivir cada día haciendo la vida más humana y más dichosa para todos?

¿Vivimos el domingo cristiano celebrando la resurrección de Cristo? ¿Creemos en Jesús resucitado, que camina con nosotros lleno de vida? ¿Vivimos acogiendo en nuestras comunidades la paz que nos dejó en herencia a sus seguidores? ¿Creemos que Jesús nos ama con un amor que nunca acabará? ¿Creemos en su fuerza resucitadora?

¿Sabemos ser testigos del misterio de esperanza que llevamos dentro de nosotros?


 Ed. Buenas noticias

sábado, 26 de agosto de 2017

XXI Domingo del Tiempo Ordinario



Jesús edifica “su convocatoria” sobre la fe de Pedro

 Jesús responde a la confesión de Pedro, anunciando que sobre él y en torno a él realizará su convocatoria – qahal, iglesia-, la definitiva, promesa que cumplió después de resucitar confiando a Pedro todo su rebaño (Jn 21,15-19). Desde entonces, Pedro y sus sucesores, los obispos de Roma, han apacentado a la Iglesia universal en nombre de Jesús.

Realmente el único Señor de la Iglesia es Jesús, el que con su ministerio, muerto y resurrección nos salva y convoca para formar su pueblo y llevarnos al Padre. El Papa no lo suple ni sustituye ni puede hacerle sombra, pues es sólo su servidor, que ha recibido la gracia especial de representarlo sacramentalmente y así significar la unidad de la Iglesia. Por eso no tiene sentido la papolatría o adoración al papa. Una cosa es mostrar respeto y veneración cariñosa a una persona por lo que representa y la forma de llevarlo a cabo, y otra muy distinta la papolatría. La Iglesia sólo adora a Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo.

El carisma del papado consiste en significar y asegurar la unidad de los cristianos, unidad de fe, pues Jesús sólo nos ha entregado una enseñanza; unidad de celebración, pues todos formamos la única convocatoria de Jesús, cuya finalidad principal es el culto al Padre, y unidad de vida como manifestación de la misma vida nueva que hemos recibido.

Esta tarea históricamente la ha ejercido el Papa de diversas formas a lo largo de la historia, de acuerdo con las circunstancias de cada época. Se puede discutir si la actual es la más apropiada para nuestro tiempo, lo que no se puede discutir es que el Papa tiene esta tarea por encargo de Jesús. Hay que valorar este regalo de la misericordia del Padre, que no abandona las obras de sus manos (Salmo responsorial) para asegurar la unidad de su Iglesia, evitando dispersiones y divisiones esterilizantes. 

Hay que acoger este regalo de Dios a su Iglesia con acción de gracias, con amor, con sinceridad y críticamente. Con acción de gracias a Dios por este don; con amor, que debemos a todos, y especialmente a los que consagran su vida al servicio de la Iglesia; con sinceridad, evitando acoger solo lo que está de acuerdo con mi forma de pensar; críticamente, sabiendo discernir el valor de cada palabra o actuación del Papa, una cosa es cuando habla ex cathedra y debo aceptar, y otra cuando manifiesta una opinión particular, de la que se puede disentir. Y entre ambas hay una variada gama de situaciones intermedias.
El Papa es un cristiano entre los cristianos, hombre débil como los demás. Por eso está necesitado de nuestra oración para que el Señor lo ilumine y fortalezca en su difícil tarea. Fue la primera cosa que pidió el actual papa, cuando fue elegido.

En la celebración de la Eucaristía, sacramento de la unidad, recordamos al Papa y pedimos por él como expresión de la comunión que nos une a todos y a los que nos gobiernan en nombre del Señor.  Están necesitados de nuestra oración, afecto y obediencia para bien de toda la Iglesia.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


lunes, 21 de agosto de 2017

Zaqueo el publicano




La historia de la conversión de Zaqueo se recoge en el Evangelio de Jesucristo, según san Lucas. Siempre los Evangelios son de Jesucristo, que los recogen los discípulos de Jesús para que conozcamos la Palabra de salvación. Es, por tanto, la Palabra de Dios revelada.

¿Quién era Zaqueo? Zaqueo es un publicano; los publicanos eran personajes tomados de entre el pueblo, por la dominación romana, para recaudar impuestos para Roma, a causa de su invasión guerrera en tierras de Israel. Y ellos, los publicanos, se quedaban con un tanto por ciento de lo recaudado, a modo de salario, devolviendo lo estipulado al gobierno romano. Por ello, tenían la posibilidad de ejercer la extorsión a los judíos, con tal que devolvieran el impuesto “legal” a Roma. Y, lógicamente, quedaba bajo el criterio humano,- siempre corrupto, dadas las circunstancias-, la cantidad de dinero que podían sustraer. Y por eso, eran considerados pecadores.

Si la persona en cuestión era “jefe de publicanos”, como es el caso de Zaqueo, es indudable que los “teje manejes” del citado, serían de orden mayúsculo.

Y en estas circunstancias, Jesús, que viene de realizar el milagro de la curación del ciego de Jericó; pasando por estas tierras, entra en la comarca donde habita Zaqueo.

Jericó, tierra fértil, tierra próxima al mar, zona de comercio, era considerada “tierra de pecado”, donde quizá, todo era posible con tal que hubiera dinero para poder pagarlo
.
La parábola del “Buen Samaritano”, relatada en otro Evangelio comienza con la frase:”…bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…”, (Lc 10, 29-37) como indicándonos que desde la ciudad santa, Jerusalén, donde habita la Gloria de Dios en su Templo, bajaba un hombre a la ciudad del pecado, Jericó.

Pues en este entorno, Zaqueo se entera de la llegada de Jesús al pueblo. Y, dada la fama que le acompaña, nunca querida por Jesús, pero inevitable por sus milagros, se acerca para verlo. Dice el Evangelio que como era pequeño de estatura, tuvo que subirse a un árbol, un sicómoro, propio de aquellos lugares, para divisarlo. Zaqueo no espera ser visto por Jesús, pero es tanta la curiosidad, que, a pesar de las posibles burlas de los vecinos, a pesar de la humillación que supone encaramarse al árbol como cualquier chiquillo de la zona,…a pesar de ello, toma esa, podríamos decir, humillante decisión. Imaginemos en los tiempos actuales a cualquier personaje de la política que se sube a un árbol para ver, podríamos a decir, al Rey de España que pasa. ¡Sería bastante ridículo!

Y Zaqueo se nos presenta como alguien de “pequeña estatura”. Curiosa la apreciación. Zaqueo, pecador, no tiene fe en Jesús; o, dicho en lenguaje de la época, es de pequeña fe, de pequeña estatura moral. Y es que el pecado a todos nos hace pequeños, nos aplasta…

Y Jesús, al llegar frente a él, “levanta la vista”, se detiene. Como diría el Salmo120: “…levanto los ojos a los montes…”, montes donde radica el pecado, la idolatría. Montes que no nos resuelven nuestros problemas. Pues: “…el auxilio me viene del Señor…”. Y Jesús le dice: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede yo en tu casa…”

Jesús no conoce a Zaqueo, y le llama por su nombre. Y es que el Señor, a cada una de sus ovejas, las llama por su nombre; a las que son sus ovejas y las que busca porque se han perdido. Y le dice HOY. Hoy es el día de su salvación, de la salvación de Zaqueo.

¿No nos dirá también Hoy Jesús que quiere hospedarse en nuestra casa?

Naturalmente que Zaqueo le hospeda en su casa; pero llega “la serpiente”, igual que en el Paraíso. La serpiente de la murmuración: “…Ha ido a hospedarse en casa de un pecador…·.

Esta vez Zaqueo no contesta como Adán. Está en presencia del segundo Adán, Jesucristo. Y no hace falta que Jesús le reproche nada. Tampoco lo hizo con Mateo el publicano. De sobra sabe Zaqueo sus pecados. Pero ante la presencia de Dios, se obra el milagro de la Misericordia: Zaqueo, puesto en pie, -postura del que ha resucitado a una vida nueva-, promete a Jesús la devolución de lo defraudado, con amplia devolución de sus fraudes.

Y Jesús le llama “hijo de Abraham”, que ha sido salvado y perdonado de sus pecados. Nunca oiría Zaqueo un alabanza igual de labios de Jesús. Y es que, el Señor Jesús ha venido a buscar la oveja perdida, y ahí encontró y salvó  esta oveja, hija de Abraham.

Alabado sea Jesucristo

Tomas Cremades Moreno



domingo, 20 de agosto de 2017

Tes­ti­gos de la Mi­se­ri­cor­dia: el Her­mano San Ra­fael Ar­náiz



Al­guno, al ver el tí­tu­lo, pen­sa­rá: ¿Qué nos pue­de de­cir un mon­je tra­pen­se del Mo­nas­te­rio Cis­ter­cien­se de San Isi­dro, de Due­ñas a no­so­tros que no vi­vi­mos en un mo­nas­te­rio y an­da­mos preo­cu­pa­dos por tan­tas co­sas? Es­toy con­ven­ci­do de que de to­das las per­so­nas y de to­das las si­tua­cio­nes po­de­mos apren­der algo bueno si te­ne­mos una ac­ti­tud re­fle­xi­va y abier­ta.

San Ra­fael nos tie­ne que de­cir mu­cho. Es un mon­je mís­ti­co, es de­cir, un mon­je que tie­ne ex­pe­rien­cia del mis­te­rio de Dios, de Dios que se ha ma­ni­fes­ta­do en Je­su­cris­to, el Hijo de Dios e hijo del hom­bre, como Pa­dre com­pa­si­vo y mi­se­ri­cor­dio­so en el Es­pí­ri­tu San­to; un mon­je que mu­rió a los 27 años, un 26 de abril de 1937, por una dia­be­tes que le iba mi­nan­do poco a poco, pero so­bre todo mu­rió de amor y por amor a Dios.

Las úl­ti­mas le­tras que es­cri­bió per­te­ne­cen a la car­ta que en­vió a su her­mano Leo­pol­do, el 17 de abril de 1938, ad­jun­ta­ba tres di­bu­jos y él ex­pli­ca su sig­ni­fi­ca­do. «El pri­me­ro, es un hu­mil­de lego que ha ele­gi­do el ca­mino de la ver­dad. En la no­che os­cu­ra del mun­do, sólo la cruz de Cris­to ilu­mi­na la sen­da de la vida. Sólo hay esa ver­dad que da paz para es­pe­rar, áni­mo para se­guir y con­fian­za para no errar. Cris­to y su Cruz es la Ver­dad, es el Ca­mino y es la Vida… La se­gun­da es un alma que ado­ra a Dios en la gran­de­za de su crea­ción y mi­ran­do al mun­do, con­tem­plan­do la be­lle­za de la crea­ción, pide a to­das las cria­tu­ras que le ado­ren… La som­bra de este alma que ama a Dios en la be­lle­za, es una cruz. La ter­ce­ra es un mon­je que, subido en una peña, con­tem­pla el mun­do y, vién­do­se se­dien­to de amo­res di­vi­nos, de an­sias de cie­lo, no pue­de por me­nos de ex­cla­mar… ex­tran­je­ro y pe­re­grino soy en la tie­rra… El que se con­si­de­ra ex­tran­je­ro en el mun­do y sólo sue­ña con Dios y con su ver­da­de­ra pa­tria…su vida será una se­re­na paz, pues sólo hay paz en el co­ra­zón des­pren­di­do… Tra­ba­ja­rá con la mira pues­ta en Dios y su tra­ba­jo será ben­de­ci­do. Tra­ta­rá con los hom­bres, y su tra­to es­ta­rá fun­da­do en la ca­ri­dad…». Es­tos di­bu­jos y es­tas le­tras le de­fi­nen como “sa­bio y san­to”.

Dos gran­des lec­cio­nes nos da San Ra­fael como tes­ti­go de la mi­se­ri­cor­dia.

Creer, con­fe­sar y acep­tar con gozo la mi­se­ri­cor­dia de Dios es la pri­me­ra lec­ción exis­ten­cial. «Cuan­tas ve­ces me pon­go de­lan­te de Ti, ¡oh Se­ñor!, mis pri­me­ros sen­ti­mien­tos son de ver­güen­za. Se­ñor, Tu sa­bes por qué. Pero des­pués, ¡oh Dios, qué bueno sois!, des­pués de ver­me a mí, os veo a Vos, y en­ton­ces al con­tem­plar vues­tra mi­se­ri­cor­dia que no me re­cha­za, mi alma se con­sue­la y es fe­liz»«Todo es una gran mi­se­ri­cor­dia de Dios». «En mi vida no veo sino mi­se­ri­cor­dias di­vi­nas»«En su in­fi­ni­ta mi­se­ri­cor­dia que­dan ocul­tas nues­tras mi­se­rias, ol­vi­dos e in­gra­ti­tu­des»«He aquí la gran mi­se­ri­cor­dia de Dios… en­se­ñar­me que sólo en Él ten­go que po­ner mi co­ra­zón»«De todo saco una en­se­ñan­za… para com­pren­der su mi­se­ri­cor­dia para con­mi­go».

Esa mi­se­ri­cor­dia que ex­pe­ri­men­ta­ba y go­za­ba, in­clu­so en me­dio de las con­tra­dic­cio­nes y del do­lor, es la que él trans­pa­ren­ta­ba y ex­pre­sa­ba en las re­la­cio­nes con su fa­mi­lia y con sus her­ma­nos los mon­jes, abier­to a las cir­cuns­tan­cias na­cio­na­les… Esta es la se­gun­da lec­ción.
«Ya que me has dado luz para ver y com­pren­der, dame, Se­ñor, un co­ra­zón gran­de… para amar a esos hom­bres que son hi­jos tu­yos, her­ma­nos míos, en los cua­les mi enor­me so­ber­bia veía fal­tas, y en cam­bio no me veía a mí mis­mo. Cómo se inun­da mi alma de ca­ri­dad ha­cia el her­mano dé­bil, en­fer­mo…».

Sien­te que Je­sús in­vi­ta a acep­tar a los hom­bres tal como son: «He apren­di­do a amar a los hom­bres tal como son y no tal como yo qui­sie­ra que fue­ran… Dios me lle­va de la mano , por un cam­po don­de hay lá­gri­mas, don­de hay gue­rras, hay pe­nas y mi­se­rias, san­tos y pe­ca­do­res… Todo eso es mío; no lo des­pre­cies… Te doy un co­ra­zón para amar­me… Ama a las cria­tu­ras que son mías. Ama mi cruz y si­gue mis pa­sos. Llo­ra con Lá­za­ro, sé in­dul­gen­te con la pe­ca­do­ra».

Por to­dos se ofre­ce al Se­ñor: «Me he ofre­ci­do por to­dos. Por mis pa­dres, mis her­ma­nos, por los mi­sio­ne­ros, los sa­cer­do­tes… por los que su­fren y por los que le ofen­den…».

Con re­la­ción a los en­fer­mos, es sig­ni­fi­ca­ti­vo lo que dice res­pec­to a la en­fer­me­dad de su her­ma­na a la que acom­pa­ña­ba, con­ta­ba chis­tes, le­yén­do­le li­bros… «Je­sús, veo su­frir y su­fro, veo llo­rar y llo­ro… ha­ced que san­gre, y cu­rad so­bre mi to­das las pe­nas de los que me ro­dean».
Lle­va­ba con pa­cien­cia las ofen­sas. Ha­bía un mon­je, en­fer­mo psí­qui­co y muy vio­len­to, que era el tor­men­to de toda la co­mu­ni­dad; era es­pe­cial­men­te duro con el Hno. Ra­fael al que cri­ti­ca­ba fre­cuen­te­men­te. Ra­fael lle­va­ba las ofen­sas con in­fi­ni­ta pa­cien­cia, sin de­vol­ver mal por mal y dis­cul­pán­do­le.

El Hno. Ra­fael ora­ba por los vi­vos y los di­fun­tos: «Hoy, 12 Agosto 1936, te­ne­mos toda la co­mu­ni­dad en vela al San­tí­si­mo para pe­dir­le la paz. Pe­dir­le por lo que mue­ren, re­pa­rar mu­chos pe­ca­dos, y para que nos con­ce­das a to­dos con­for­mi­dad con sus di­vi­nos de­sig­nios».

Quie­ra Dios que to­dos apren­da­mos de San Ra­fael Ar­náiz.

+ Ma­nuel He­rre­ro Fer­nán­dez, OSA.
Obis­po de Pa­len­cia



viernes, 18 de agosto de 2017

XX Domingo del Tiempo Ordinario



La fe se ofrece a todos, judíos y gentiles. En Dios no hay acepción de personas

        En una reunión familiar se echa de menos a los miembros que faltan. La Eucaristía es el banquete preparado por Dios Padre para todos sus hijos, pues Cristo ha muerto y resucitado por todos, ya que en Dios no hay acepción de personas. De esto nos hablan la 1ª lectura y el Evangelio.

La profecía de Isaías anuncia que Dios acepta a los extranjeros que practican la justicia y aman su nombre. En el Evangelio Jesús cura la hija de la mujer cananea como anuncio de que su obra salvadora está destinada también a los gentiles. Sin embargo, si nos fijamos en los presentes, faltan posibles destinatarios y hermanos nuestros. No están todos los bautizados de nuestra comunidad, no están los cristianos ortodoxos ni evangélicos, no están los miembros del pueblo judío, no están millones de personas que no conocen a Cristo. Y debemos echarlos de menos, pidiendo por ellos. Por eso, en la celebración, se pide por los presentes y por los “ausentes”:  Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo (anáfora III), acuérdate de aquellos que te buscan con sincero corazón (anáfora IV). La celebración de la Eucaristía tiene carácter ecuménico y misionero.

        La segunda lectura llama la atención sobre el pueblo judío. Su incredulidad fue motivo de preocupación para la Iglesia primitiva, pues si el pueblo judío, destinatario y buen conocedor de las promesas, no ha creído, tendrá sus razones para no hacerlo, ¿no estaremos nosotros equivocados?  Para aclararlo san Pablo dedica tres capítulos en la carta a los Romanos, ofreciendo unos razonamientos que iluminen nuestra postura ante el pueblo judío: no es un pueblo maldito ni deicida, pues Dios lo sigue amando, porque las promesas que hizo a los patriarcas son irrevocables; al final también se convertirán, porque es misericordioso con todos. A pesar de su incredulidad, mantienen los elementos positivos del AT, mediante los que se santificaron todos los justos del AT y por eso la religión judía sigue siendo un medio de salvación válido, aunque incompleto, para todas las personas de buena voluntad. Hay realidades incompletas, que no por eso dejan de ser válidas. Rechazaron a Jesús, que es culmen y cumplimiento de todas las promesas, pero no por eso los anteriores elementos del judaísmo (fe, esperanza, amor, buenas obras…) dejan de tener valor. Más aún, todos ellos se salvan practicando con recta intención la religión judía gracias a los méritos de Cristo, que se extienden por encima de las fronteras físicas de la Iglesia para abarcar a todas las personas de buena voluntad.

        Ante esto, no es cristiana una postura odiosa ante el pueblo judío, al que hay que amar como a todos los pueblos, más incluso, por las afinidades que tienen con nosotros. “Nuestros hermanos mayores” los llamaba san Juan Pablo II. Algunos miembros de una generación, mataron a Jesús, pero eso no implica que todo el pueblo judío sea responsable. Por eso hay que evitar palabras y gestos contrarios al espíritu cristiano.

Hay una larga historia de desencuentros mutuos que hay que ir superando por ambas partes. En este tema hay que tener claro que una cosa es el pueblo judío y otra bien distinta los actuales gobernantes del Estado de Israel, con el que se puede estar en total desacuerdo sin que eso implique rechazo al pueblo judío. Uno se puede sentir buen español, aunque no esté de acuerdo con el gobierno actual.

        La celebración de la Eucaristía recoge este espíritu ecuménico y misionero. Por eso pedimos no solo por todos los cristianos, sino también por los no cristianos, vivos y difuntos. Este espíritu hay que llevarlo a la vida de cada día.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona



jueves, 17 de agosto de 2017

La mujer cananea



Sería bueno que reflexionaramos sobre los personajes que intervienen en este fragmento evangélico narrado en san Mateo: la mujer, los discípulos y Jesús.

La mujer, seguro que acuciada por la necesidad, siguiendo el impulso de su corazón y sin darse cuenta de que le fallaban las formas, se puso a gritarle: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Ella sabía a quién se dirigía, sabía que era el Mesías y era muy justo lo que le pedía: le pedía para su hija ‒los que somos padres sabemos que pedir para un hijo es más importante que hacerlo para uno mismo‒. Además no le pedía una cosa secundaria, sino algo de suma importancia y muy trascendente, nada más y nada menos que la expulsión de un demonio muy malo. Pero en principio le traicionó lo perentorio del asunto, era urgente aprovechar la ocasión brindada por el paso del Hijo de David y he aquí que siguió gritando con insistencia hasta tal punto que exasperó a los discípulos. Al darse cuenta de que aquella forma era infructuosa y que ni la presión de los discípulos la ayudaba, se acercó y se postró ante Él diciendo: “Señor, ayúdame”. Comprendió que las cosas no se piden a gritos, que las necesidades y los dones no se demandan, sino que se ruegan, se suplican e incluso, si es necesario, se lloran. ¡Qué duro para unos padres el tener que suplicar de rodillas la salud de un hijo! No debió de agradarle la respuesta, más bien, el exabrupto pronunciado por Jesús: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros”. Pero ella, por su hija, le sigue la corriente, no solo acepta la metáfora, sino que la continua y pide aunque sean “las migajas que caen de la mesa de los amos”. Ahora sí. Prueba superada. Su postración, humillación y fe lo consiguieron.

Por el contrario el ruego de los discípulos es muy distinto, piden e interceden por ella, pero no por convencimiento y para ayudarla, sino porque les molesta. Se sienten avergonzados y sonrojados por el hecho de que alguien vaya detrás de ellos gritando. Piden para callar a la mujer, para quitársela de en medio ‒diríamos en lenguaje actual‒, pero no por verdadera necesidad, no por amor y menos con fe, sino para evitar el incordio.

Jesús quiere curar a su hija, pero también quiere comprobar hasta qué punto era grande su fe. Le pone una dura y afrentosa prueba con sus palabras, pero no pudo resistirse ante la respuesta de aquella mujer que acepta con humildad el desaire. Finalmente le reconoce esas dos grandes virtudes que le adornaban: humildad y fe. Y le recompensa en proporción a ellas. “Mujer qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Así que deberíamos cuestionarnos, cuando le pedimos algo al Señor, cuál es nuestra actitud ¿la de la cananea o la de los discípulos? ¿Por necesidad y con fe como ella? o ¿por salir del paso y tranquilizar nuestra conciencia como los discípulos? ¿Alabará el Señor nuestra fe después de nuestra oración de petición?


Pedro José Martínez Caparrós

miércoles, 16 de agosto de 2017

En medio de la crisis



No es difícil ver en la barca de los discípulos de Jesús, sacudida por las olas y desbordada por el fuerte viento en contra, la figura de la Iglesia actual, amenazada desde fuera por toda clase de fuerzas adversas, y tentada desde dentro por el miedo y la mediocridad.

¿Cómo leer nosotros este relato evangélico desde una crisis en la que la Iglesia parece hoy naufragar?

Según el evangelista, «Jesús se acerca a la barca caminando sobre las aguas». Los discípulos no son capaces de reconocerlo en medio de la tormenta y la oscuridad de la noche. Les parece un «fantasma». El miedo los tiene aterrorizados. Lo único real para ellos es aquella fuerte tempestad.

Este es nuestro primer problema. Estamos viviendo la crisis de la Iglesia contagiándonos unos a otros desaliento, miedo y falta de fe. No somos capaces de ver que Jesús se nos está acercando precisamente desde el interior de esta fuerte crisis. Nos sentimos más solos e indefensos que nunca.

Jesús les dice las tres palabras que necesitan escuchar: «¡Ánimo! Soy yo. No temáis». Solo Jesús les puede hablar así. Pero sus oídos solo oyen el estruendo de las olas y la fuerza del viento. Este es también nuestro error. Si no escuchamos la invitación de Jesús a poner en él nuestra confianza incondicional, ¿a quién acudiremos?

Pedro siente un impulso interior y sostenido por la llamada de Jesús, salta de la barca y «se dirige hacia Jesús andando sobre las aguas». Así hemos de aprender hoy a caminar hacia Jesús en medio de las crisis: apoyándonos no en el poder, el prestigio y las seguridades del pasado, sino en el deseo de encontrarnos con Jesús en medio de la oscuridad y las incertidumbres de estos tiempos.

No es fácil. También nosotros podemos vacilar y hundirnos, como Pedro. Pero, lo mismo que él, podemos experimentar que Jesús extiende su mano y nos salva mientras nos dice: «Hombres de poca fe, ¿por qué dudáis?».

¿Por qué dudamos tanto? ¿Por qué no estamos aprendiendo apenas nada nuevo de la crisis? ¿Por qué seguimos buscando falsas seguridades para «sobrevivir» dentro de nuestras comunidades, sin aprender a caminar con fe renovada hacia Jesús en el interior mismo de la sociedad secularizada de nuestros días?

Esta crisis no es el final de la fe cristiana. Es la purificación que necesitamos para liberarnos de intereses mundanos, triunfalismos engañosos y deformaciones que nos han ido alejando de Jesús a lo largo de los siglos. Él está actuando en esta crisis. Él nos está conduciendo hacia una Iglesia más evangélica. Reavivemos nuestra confianza en Jesús. No tengamos miedo.

 Ed. Buenas Noticias


martes, 15 de agosto de 2017

El fuego del infierno no es el fuego de Dios



Cuando uno se inicia en la fe, cuando te miras para dentro y ves tus miserias, y abres ese armario inconfesable que todos llevamos en nuestro interior, te atemoriza el fuego eterno del infierno. Pero Dios no nos ha creado para el infierno, sino para alabarle, y para hacernos hijos suyos; nos moldea para que podamos llegar a ser hijos de Dios, anunciadores de su Evangelio, que es Vida para todos los que le seguimos, a pesar de nuestros errores. Nos lo dice en el Prólogo del Evangelio según san Juan, cuando anuncia su Palabra-Jesucristo-, como la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo:”…Vino a los suyos y los suyos no la recibieron, pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su Nombre…” ((Jn 1, 11-13)

La palabra fuego, en la Escritura, tiene muchas vertientes, las cuales siempre me han sobresaltado, cuando no me han asustado. Ceo que es el momento de que empiece a ver con otros ojos la realidad que nos dice la Biblia de esta tan, aparentemente, “estremecedora” palabra.

En el Evangelio de Jesucristo según San Lucas (Lc 9,54) se relata un episodio sorprendente. Sucedió que Jesucristo quería subir a Jerusalén, para lo cual envió por delante a mensajeros para preparar posada. El pueblo donde pensaban pernoctar era un pueblo samaritano. Sabemos que los samaritanos no se llevaban bien con los judíos, porque eran pueblos que habían vuelto del destierro a Babilonia y de alguna manera se habían contaminado con deidades paganas. Recordemos que en el diálogo de Jesús con la samaritana, ésta le pregunta dónde se ha de rendir culto a Dios, si en Jerusalén o en el monte Garizín.

Dado que Jesús iba camino de Jerusalén, el posadero del pueblo samaritano no le admite en su casa. Por ello, los mensajeros  (Juan y Santiago)  se vuelven muy enfadados y le preguntan a Jesús: ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que les consuma? Evidentemente, como no podía ser de otra manera, Jesús les reprende. Resulta que los discípulos han sido testigos de la Transfiguración, de cómo calmó la tempestad en el Mar de Tiberíades, de cómo les anuncia su Pasión, y lejos de todo esto, ellos se ponen a discutir quién será el mayor en el Reino de los Cielos, como se recoge unos versículos antes de este episodio; y no contentos con esto, ahora se ven con atribuciones para solicitar al Altísimo fuego del Cielo como venganza por la negativa del posadero.

¡Qué paciencia del Señor con sus discípulos! El Evangelio dice que los reprende. ¡Qué menos podía hacer!

El Señor Jesús, Hijo de Dios, como Gran Pedagogo, va formando esa arcilla de que dispone para ir modelando su Iglesia. Tiene que partir de un barro como el nuestro, lleno de intereses personales, de envidias y disputas para subir a lo más alto; interviniendo la familia, como en el episodio de la madre de los Zebedeos; aguantado discusiones cuando les acaba de anunciar su Pasión…Y ahora solicitando venganza.

No es ese el mensaje de Jesús, todo Amor, bondad y misericordia. En definitiva, de la misma forma que el pueblo de Israel con sus vivencias, es reflejo del nuevo pueblo que somos nosotros, este pequeño rebaño de apóstoles que Dios le ha entregado, es imagen con sus defectos y pecados, del nuevo rebaño que somos, y que ahora, en el siglo XXl, pone en nuestras manos para que llevemos su Tesoro-su Evangelio- en nuestros odres de barro.

Es por ello que quiero desterrar de mi pensamiento la idea del fuego del infierno, para acercarme al verdadero fuego: el del Amor infinito de Dios, que me ama, y me prepara con su pedagogía, para pasar de un fuego patrimonio del Enemigo, a un fuego como lo define Jesucristo: “…He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!…” (Lc12,49)
Yo os bautizo con agua, en señal de conversión; Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11). Me llama la atención este tipo de bautismo de fuego. Conocemos el bautismo de agua, en el que el hombre se sumerge en las aguas, símbolo de la muerte, para resurgir de ellas resucitado. En muchas iglesias aún se conserva la piscina bautismal, con siete escalones de bajada, simbolizando los siete pecados capitales llamados así porque son cabeza de todos los demás pecados. Sabemos del martirio como bautismo de sangre. Pero ¿y el bautismo de fuego? Los símbolos del Agua y del Fuego  expresan el misterio de la energía vivificadora que el Mesías y el Espíritu han derramado en el mundo. Jesucristo, en la Cruz, testifica y consuma el sacrificio con el fuego del Amor.El Bautismo de fuego es el que Jesucristo vino a traer al mundo para purificar a todos los hombres de buena voluntad, recogidos como trigo en el granero; sin embargo quemaría la paja como fuego que no se apaga, como el fuego de la Gehena (Mt 18,8-9) Y es bellísima la Oración al Espíritu Santo al que se le  define como: Brisa en las horas de fuego.

Nos recuerda Isaías: Se espantaron en Sión los pecadores, sobrecogió el temblor a los impíos: ¿Quién de nosotros podrá habitar con el fuego devorador? ¿Quién de nosotros podrá habitar con las llamas eternas? El que anda en justicia y habla con rectitud, el que rehúsa ganancias fraudulentas, el que se sacude la palma de la mano para no aceptar el soborno, el que se tapa las orejas para no oír hablar de sangre, y cierra sus ojos para no ver el mal. Ése morará en las alturas, subirá a refugiarse en la fortaleza de las peñas, se le dará su pan y tendrá el agua segura. (Is, 33,14-17)

Es hermoso el paralelismo que existe con el Salmo 23¿Quién puede subir al monte, del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El Hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso. Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. (Sal  23)

Ese Hombre de manos inocentes y puro corazón no es otro que Jesucristo Nuestro Señor. Él es el único santo y puro, digno de subir al Monte del Señor, el Monte de la Redención, el Monte Calvario, el santuario que fundaron sus Manos (Ex 15,17)

Y hay una imagen bellísima de Jesucristo-Eucaristía en el binomio salvador del Agua y el Pan, alimento y refugio de las almas débiles que se refugian en Él.
Guardaos, pues, de olvidar la alianza que Yahvé, vuestro Dios ha concluido con vosotros y de fabricaros alguna escultura o representación de todo lo que Yahvé, tu Dios, te ha prohibido; porque Yahvé, tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso. (Dt 4, 25-31)

Y, como toda la Escritura es palabra revelada por Dios, Ezequiel comenta: “El pueblo de la tierra ha hecho violencia y cometido pillaje, ha oprimido al pobre y al indigente, ha maltratado al forastero sin ningún derecho. He buscado entre ellos alguno que construyera un   muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie. Entonces he derramado mi ira sobre ellos, en el fuego de mi furia los he exterminado. (Ez 22, 29-31)

Pero el fuego de Dios sana al hombre. En el libro de Isaías, concretamente en el episodio de la llamada “Vocación de Isaías”, capítulo 6, éste tiene una visión del Dios Yahvhé,  sentado en su trono y rodeado de serafines que cantan: “Santo, santo, Santo”. Isaías se da cuenta de sus miserias y solloza gritando: “… ¡Ay de mi! Estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros que habita en un pueblo de labios impuros…” (Is  6, 3-8)

Aquí la impureza la podemos traducir por idolatría, seguimiento a otros ídolos. Y ve Isaías, cómo un ángel coge una brasa encendida y se la pone en sus labios. Y le dice: “…He aquí que esto ha tocado tus labios, se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado…”

Y en el Nuevo Testamento, recordamos el episodio de los discípulos de Emaús: “… ¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?..” (Lc. 24,32). Ese es el verdadero fuego de Dios, Jesucristo, el que con su Palabra-su Evangelio-, toca nuestras impurezas e idolatrías y expía nuestro pecado.

No podemos pasar por el alto el “carro de fuego” desde donde es arrebatado al Cielo el profeta Elías, dejando parte de su manto al profeta Eliseo. El manto representa en la Escritura, la personalidad, la esencia misma del ser. Aquí este carro de fuego que arrebata a Elías, es imagen del mismo Jesucristo que nos arrebata con su Amor; este sí es el fuego de los profetas, el fuego que salva, el fuego que nunca asusta, el que no se apaga: Jesucristo

Por eso profetizará luego Ezequiel: “…Derramaré sobre vosotros un Agua pura que os purificará; de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar…” (Ez 36,25) Jesucristo es esa Agua Viva que nos purifica e impulsa a la Vida Eterna, como le dice a la Samaritana del Evangelio. Esa agua Viva apagará el fuego del infierno merecido por nuestros pecados, introduciéndonos en el fuego del Amor de Dios.

Alabado sea Jesucristo

Tomas Cremades Moreno